Más agudo, más rápido y mejor

Charles Duhigg

Fragmento

cap-1

 

Introducción

Me introduje en la ciencia de la productividad en el verano de 2011, cuando le pedí un favor a un amigo de un amigo.

Por entonces, yo estaba terminando un libro sobre la neurología y la psicología de la formación de hábitos. Me hallaba en las frenéticas etapas finales del proceso de escritura —un frenesí de llamadas telefónicas, nerviosas reescrituras, correcciones de última hora—, y tenía la impresión de que cada vez lo retrasaba más y más. Mi esposa, que trabajaba a jornada completa, acababa de dar a luz a nuestro segundo hijo. Yo era periodista de investigación en el New York Times y pasaba los días a la caza de historias y las noches reescribiendo páginas del libro. Mi vida parecía una cinta sin fin de listas de tareas, correos electrónicos que requerían respuesta inmediata, reuniones precipitadas y las consiguientes disculpas por llegar tarde.

Entre tanta agitación y tantas prisas —y con el pretexto de pedir un poco de asesoramiento editorial—, le envié una nota a un autor al que admiraba, que era amigo de uno de mis colegas en el Times. Dicho autor, cuyo nombre era Atul Gawande, parecía ser un dechado de éxitos. A sus cuarenta y seis años, era escritor en plantilla en una prestigiosa revista, además de renombrado cirujano en uno de los mejores hospitales del país. Era profesor adjunto en Harvard, asesor de la Organización Mundial de la Salud y fundador de una entidad sin ánimo de lucro que enviaba material quirúrgico a lugares del mundo con necesidades médicas. Había escrito tres libros —todos ellos éxitos de ventas—, estaba casado y tenía tres hijos. En 2006 le había sido concedida una Beca MacArthur «para genios», y él se había apresurado a donar una parte sustancial de los 500.000 dólares de dotación a organizaciones benéficas.

Hay personas que simulan productividad y cuyos currículos ­parecen impresionantes hasta que uno se da cuenta de que su mayor talento es saber venderse. Luego hay otras, como Gawande, que parecen existir en un plano distinto a la hora de hacer las cosas. Sus artículos resultaban inteligentes y amenos, y, a decir de todos, era hábil en el quirófano, entregado con sus pacientes y un padre devoto. Siempre que lo entrevistaban en televisión se lo veía relajado y atento. Sus logros en la medicina, la escritura y la salud pública eran importantes y reales.

Le envié un correo electrónico preguntándole si tenía tiempo para hablar. Quería saber cómo se las arreglaba para ser tan productivo. Sobre todo, ¿cuál era su secreto? Y, si yo lo aprendía, ¿podría cambiar mi vida?

«Productividad», obviamente, significa cosas distintas según los contextos. Una persona podría pasar una hora haciendo ejercicio por la mañana antes de llevar a los niños al colegio y considerar un éxito su jornada. Otra podría optar por pasar ese tiempo encerrada en su oficina, respondiendo correos electrónicos y llamando a unos cuantos clientes, y sentirse igualmente realizada. Un investigador científico o un artista pueden ver productividad en experimentos fallidos o lienzos desechados, puesto que esperan que cada error los acerque al descubrimiento, mientras que la medida de productividad de un ingeniero podría estipularse en hacer una cadena de montaje aún más rápida. Un fin de semana productivo podría implicar pasear por el parque con tus hijos, mientras que un día de trabajo productivo implica llevarlos corriendo a la guardería y llegar a la oficina lo antes posible.

«Productividad», en suma, es el término que aplicamos a nuestros intentos de determinar el mejor uso de nuestra energía, nuestro intelecto y nuestro tiempo cuando tratamos de obtener las recompensas más valiosas con el menor esfuerzo. Es un proceso que consiste en aprender cómo tener éxito con menos estrés y lucha. Tiene que ver con hacer las cosas sin sacrificar todo lo que nos importa por el camino. Según esta definición, Atul Gawande parecía tener las cosas bastante bien resueltas.

Al cabo de unos días respondió a mi correo electrónico excusándose: «Me gustaría poder ayudar —escribía—, pero estoy a tope con mis diversos compromisos». Al parecer, hasta él tenía límites. «Espero que lo comprenda.»

Más tarde, aquella misma semana, le mencioné esta conversación a nuestro común amigo. Le aclaré que no me sentía ofendido; que, de hecho, admiraba la capacidad de concentración de Gawande. Imaginaba que sus jornadas se consumían curando a pacientes, enseñando a estudiantes de medicina, escribiendo artículos y asesorando a la mayor organización de salud del mundo.

«No», me dijo mi amigo, yo estaba equivocado. No era así. Gawande estaba especialmente ocupado aquella semana porque había comprado entradas para asistir a un concierto de rock con sus hijos. Y luego se iba de minivacaciones con su esposa.

De hecho, Gawande le había sugerido a nuestro común amigo que yo volviera a enviarle un correo electrónico más adelante aquel mismo mes, cuando él dispusiera de más tiempo para charlar.

En aquel momento comprendí dos cosas.

En primer lugar, era evidente que yo estaba haciendo algo mal, puesto que no me había tomado un solo día libre en nueve meses; de hecho, cada vez me preocupaba más la posibilidad de que, ante la tesitura de tener que elegir entre su padre y la canguro, mis hijos sin dudar la escogieran a ella.

En segundo lugar, y más importante: había personas por ahí que sabían cómo ser más productivas. Solo tenía que convencerlas de que compartieran sus secretos conmigo.

Este libro es el resultado de mis investigaciones acerca de cómo funciona la productividad y de mi esfuerzo por entender por qué algunas personas y empresas son mucho más productivas que otras.

Desde que contacté con Gawande hace cuatro años, he ido en busca de neurólogos, empresarios, jefes de gobierno, psicólogos y otros expertos en productividad. He hablado con los cineastas de la película Frozen de Disney y aprendido cómo rodaron uno de los filmes de mayor éxito de la historia bajo agobiantes presiones de tiempo —evitando el desastre por los pelos— al fomentar cierto tipo de tensión creadora entre su equipo. He hablado con especialistas en tratamiento de datos de Google y con guionistas de las primeras temporadas del programa Saturday Night Live, que me dijeron que ambas producciones tenían éxito, en parte, porque cumplían un conjunto similar de reglas no escritas relacionadas con el apoyo mutuo y la asunción de riesgos. He entrevistado a agentes del FBI que resolvieron un secuestro gracias a una gestión ágil y a unas costumbres influidas por una vieja fábrica de automóviles de Fremont, California. He deambulado por los pasillos de las escuelas públicas de Cincinnati y visto cómo una iniciativa para mejorar la educación transformaba las vidas de los estudiantes, haciendo la información, paradójicamente, más difícil de absorber.

A medida que iba hablando con gente —jugadores de póquer, pilotos de aerolíneas, generales del ejército, ejecutivos, especialistas en ciencias cognitivas—, empezaron a surgir unas cuantas ideas clave. Observé que la gente no dejaba de mencionar los mismos conceptos una y otra vez. Llegué a creer que un reducido número de ideas explicaban por qué algunas personas y empresas consiguen tantas cosas.

Así, este libro estudia las ocho ideas que parecen más

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