Todo sobre tu hijo

Natalia Trenchi

Fragmento



Índice

Portada

Índice

Agradecimientos

Epígrafe

Una infancia cada vez más breve

1. Relativizando algunos mitos

2. Las madres que trabajan, también, fuera de casa

3. El divorcio y los hijos

4. Abuelos en el siglo XXI : disfrutes viejos y desafíos nuevos

5. Adopción, adoptantes, adoptados

6. Los límites

7. Algunos secretos para usar las penitencias saludablemente

8. Los miedos, los miedosos y sus padres

9. Cuando separarse de los padres duele demasiado

10. Cerebro en desarrollo y pantallas: una relación inquietante

11. Para aprender mejor

12. Los disléxicos hoy

13. Vivir entre enemigos: el hostigamiento en la escuela

14. Cuando se pierde la alegría: la depresión en los niños

15. El control esfinteriano: método y vicisitudes

16. Del cielo al nunca más: el concepto de muerte para los niños

17. Los niños y el estrés tóxico

18. Las nuevas esclavitudes de los niños de hoy

19. ¡Mi hijo al psi… ¿qué?!

Biografía

Otros títulos de la autora

Legales

Grupo Santillana

Para mi familia, con forma peculiar y vida intensa.

Para los que están cerca y para los que están lejos, para quienes se fueron y para los que llegarán trayendo nuevos desafíos.

Si puedo evitar que un corazón se rompa,

No habré vivido en vano;

Si puedo aliviar el dolor de una vida,

O calmar un sufrimiento,

O ayudar a un pichón indefenso

A retornar a su nido, no habré vivido en vano.

EMILIY DICKINSON1

1. If I can stop one heart from breaking, / I shall not live in vain; / If I can ease one life the aching, / Or cool one pain, / Or help one fainting robin / Unto his nest again, / I shall not live in vain.

Una infancia cada vez más breve

“Infancias eran las de antes”, podríamos empezar diciendo, parafraseando a tantos nostálgicos que andan por el mundo. En parte tienen razón. Quienes fuimos niños hace unas cuantas décadas podemos dar testimonio de cuántas cosas han cambiado, para bien y para mal.

Antes los niños vivíamos en un mundo diferente al de los adultos. En nuestro mundo había pocas noticias, muy poco sexo, poquísima violencia y nada de apuro. Lo que parecía sobrar era el tiempo. Los días eran largos, las vacaciones larguísimas y la infancia parecía no tener fin. A los varones les crecían los pelos de las piernas mucho antes de que los dejaran ponerse pantalones largos y a las niñas no se las dejaba usar tacos altos ni pintarse hasta los quince años.

El tiempo pasó, la cultura cambió y hoy estamos en el siglo XXI. Los niños hoy tienen más derechos y más libertad. Afortunadamente en este lado del mundo ya no se mueren de difteria ni quedan marcados por la poliomielitis. Van a la escuela antes de dejar los pañales, aprenden muchas cosas, practican deportes y tienen una activa vida social. También están muy inmersos en el mundo adulto, donde participan de guerras y atentados mediatizados. Se les exige mucho en algunas áreas y muy poco en otras. Muchas cosas han ganado, muchas cosas han perdido.

Así como antes se ponía un freno exagerado al crecimiento y desarrollo de los niños, en nuestra cultura actual parecería que a veces se nos va la mano con el acelerador. Nuestros niños hoy se visten como adultos, participan pasiva o activamente de los conflictos y preocupaciones familiares y son expuestos con frecuencia a informaciones o situaciones que desbordan su capacidad de comprensión y de manejo saludable.

Muy pronto se vuelven consumidores; muy pronto, propietarios de objetos varios, y demasiado pronto andan estresados y preocupados por hacer todo lo que se les impone.

Incluso la biología parece estar acompañando esta carrera por crecer rápido, haciendo que cada vez más temprano el cuerpo madure sexualmente. Las niñas tienen su primera menstruación mucho antes, y tempranamente sus cuerpos parecen de más grandes.

En esta compleja interacción entre cultura y biología, la cultura apura a la biología y la biología agrega más confusión a la cultura. Muchas veces los adultos nos equivocamos cuando creemos que el crecimiento puberal implica madurez cognitiva y emocional. Esto no es así. Un ser humano de diez años, aunque tenga que usar soutien, sigue teniendo diez años, y eso implica pensar y sentir como alguien de esa edad. Tampoco los vuelve más maduros vestirse, hablar y moverse como adolescentes.

Siguen siendo inmaduros cognitiva y emocionalmente aunque tengan su celular, pasen la noche fuera de casa y usen un lenguaje adolescente. Su problema es a menudo estar sometidos a demasiadas presiones, tanto biológicas como psicosociales. Viven en un mundo complicado, seguramente más desafiante que aquel en que vivieron sus padres. Los riesgos abundan y están muy cerca de cualquier niño. Es necesario no descuidarlos y seguir trabajando para darles más herramientas, más fortaleza emocional para que puedan administrar los peligros saludablemente y mantenerse a flote a pesar de las turbulencias.

Pero hacerlo no siempre es fácil. Para cuidar a los cuidadores, para compartir información que mueva a la reflexión a los padres y los oriente en la búsqueda de sus propias verdades, es que escribí este libro.

De todas las situaciones y dilemas posibles que la crianza de una familia nos ofrece, elegí solo algunas. Lo hice pensando en todos los padres y madres que he tenido oportunidad de conocer en muchos años de ejercicio profesional, en sus hijos y en los míos. No pretendo dar soluciones mágicas ni fundamentalistas; simplemente aportes para la búsqueda de la identidad propia de cada familia.

Algunas aclaraciones

Los conceptos vertidos en este libro son el resultado de muchos años de ávida lectura, junto con la experiencia de 55 años de vida personal y más de 25 de trabajo, primero como médica y luego en el área de salud mental, como psiquiatra de niños y adolescentes. Porque sería imposible hacer la lista de todos los libros, revistas y publicaciones de las cuales he ido incorporando conocimientos a lo largo del tiempo es que no hay en este libro reseña bibliográfica extensa, sino solo algunas referencias puntuales a investigaciones específicas. Lejos de ser un gesto de soberbia, pretendo rendir un honesto y humilde tributo a todos los investigadores, clínicos y estudiosos que me han nutrido, a quienes admiro y agradezco profundamente.

Visceralmente siento cuántas injusticias se han cometido y se siguen cometiendo por la intolerancia y la discriminación. En la vida intento no caer ni en sus trampas más solapadas. Sin embargo, al escribir me he visto obligada a elegir un género para mi sujeto. La mayor parte de las veces la elección recayó sobre el sexo masculino. Hubiera preferido que nuestra lengua tuviera artículos que se refirieran genéricamente a los seres humanos sin tener en cuenta su sexo, pero no los tiene. Así que, por diferentes motivos, hablo más de él que de ella, si bien, salvo que esté especificado claramente, lo que digo es aplicable para los cachorros humanos de cualquier sexo.

El libro incluye respuestas a las inquietudes más frecuentes. En ellos intento representar a seres comunes con inquietudes comunes, por lo cual muchos, espero, podrán sentirse reflejados. Son todos ustedes, pero ninguno en especial. Nadie es identificable porque ninguna de estas ilustraciones cuenta nada específico de nadie determinado.

DRA. NATALIA TRENCHI

1. Relativizando algunos mitos

Uno va aprendiendo a ser padre como puede. Buena parte de nuestra manera de ser padres viene de lo que recibimos de los nuestros, ya sea para imitarlos o para no hacerlo. Muchas otras cosas las vamos aprendiendo a través de la experiencia, de ver y escuchar a otros. En todo ese fárrago de ideas y propuestas hay muchas buenas enseñanzas de sabiduría popular y sentido común, pero también se cuelan algunos mitos relacionados con la crianza saludable de los hijos que terminan complicando las cosas y generando una innecesaria sensación de inadecuación.

Mito n.o 1: Los hijos nunca pueden ver discutir a sus padres

Quien haya tenido la experiencia de que sus padres pelearan mucho o feo, recordarán perfectamente la devastadora sensación de miedo que eso les provocaba. Los niños necesitan sentir que sus padres son una unidad fuerte para cuidarlos, protegerlos y acompañarlos en la vida, por lo que cualquier amenaza de perderla les genera mucha angustia.

Hay discusiones en la pareja que forman parte de lo esperable para una vida en común y que no ponen en riesgo su unión. Aun así, un niño sensible o sensibilizado por experiencias paralelas puede asustarse mucho con ellas. Hay otras discusiones que tienen tóxicos especiales. Por ejemplo, si la discusión está cargada de violencia verbal, emocional o física, no solo sufrirán sino que también estarán incorporando pésimas estrategias de resolución de conflictos y de interacción entre adultos. Es muy duro emocionalmente para un hijo ver a sus padres agredirse de cualquier manera. Son experiencias que siempre dejan huellas negativas en los hijos.

Otras veces el daño proviene de la extrema frecuencia con que se suscitan las discusiones. La discordia crónica es indudablemente un factor de riesgo para la salud mental de los hijos criados en ese clima. Algunas veces esta discordia es ruidosa y explícita; otras, silenciosa y solapada. Ambas producen daño. Muchos padres creen que si disimulan el desencuentro, si evitan las peleas, los hijos no sufrirán sus consecuencias. Se equivocan: no es necesaria ninguna escena patética para que los hijos perciban el desamor o la hostilidad.

Sin embargo, no todos los conflictos entre los padres son dañinos. Es altamente probable que los padres más eficientes como tales sean aquellos que saben dar a sus hijos las mejores herramientas para funcionar bien en el mundo de verdad. Estos hijos serán personas que no se quebrarán con el primer viento que sople porque han sabido fortalecer su esencia soportando vientitos.

Aprender que vivimos en un mundo imperfecto, habitado por seres humanos imperfectos, es una de esas cosas que nos preparan para la vida real. Aprender que no es imprescindible vivir en una nube rosada para ser feliz es muy protector. Darse cuenta de que, aun en la diferencia y el desacuerdo, sus padres siguen siendo socios activos y responsables en los roles cuidantes es una manera mucho más sana y realista de sentirse seguros de verdad.

Ese tipo de enseñanza no es la que se adquiere en la escuela ni en los libros, ni siquiera con el mejor de los sermones. Se aprende de ver vivir a nuestros adultos significativos. Los hijos aprenden tanto de sus padres y de manera tan inadvertida porque toman lo que ellos hacen como modelo de la manera de hacer las cosas. Pasan muchos años antes de que sean capaces de mirar con ojos críticos, de pasar sus actitudes por el raciocinio. Sencillamente creen que los que sus padres hacen es lo que debe hacerse.

Si los padres logran expresar sus diferencias, incluso su enojo, de una manera adecuada, los niños recibirán una de las lecciones más valiosas de su vida.

Si los padres logran discutir sin olvidarse del respeto y el cariño que se tienen, les estarán enseñando algo muy importante: el desacuerdo no nos vuelve enemigos; es posible negociar y acordar buenas soluciones que les demuestran que los conflictos pueden resolverse de manera saludable.

Los conflictos ocasionales bien resueltos no afectan a la mayor parte de los niños, quienes simplemente aprenden que convivir y compartir implican una sabia danza de negociación y respeto. Tarde o temprano los niños llegan a darse cuenta de que sus padres son personas, y que las personas sanas tienen ideas, reacciones, emociones y actitudes que las definen y les son propias. Pronto se darán cuenta también de que los intereses o las necesidades de las personas no siempre coinciden, y que hay maneras diferentes de procesar esas diferencias. Aprender a hacerlo sin violencia y con respeto, en el cálido modelo del hogar, es muy bueno.

Si, por el contrario, siempre se evita todo tipo de discusión o desacuerdo, estaremos ofreciéndoles como cierta la idea falsa de que tienen un par de padres que siempre están de acuerdo en todo, o que la gente que se quiere no puede pensar de manera diferente No es este por cierto un buen camino para prepararlos para la vida de verdad. Mucho más saludable que aparentar un acuerdo permanente y falso es enseñarles a resolver de manera adecuada los desacuerdos.

¿Qué aspectos de las discusiones hay que cuidar?

  • Si los hijos son muy pequeños, no lograrán sacar buenas conclusiones de presenciar una discusión. Solo percibirán el tono y seguramente reaccionarán con miedo e inseguridad. Cuando son chiquitos es preferible ahorrarles estas experiencias, para las cuales aún no están prontos.
  • Si ya son más grandes y pueden entender la situación que se desencadena en su presencia, es fundamental mantener el clima de respeto y de cariño en el cambio de ideas, demostrando que ambos son capaces de escucharse y llegar a algún acuerdo.
  • Nunca discutan frente a los hijos temas que tienen que ver con la intimidad de la pareja ni temas exclusivamente adultos. Sin mantener a los niños en una falsa cajita de cristal, es necesario protegerlos de la información que no están en condiciones de metabolizar.
  • No es conveniente tener frente a los niños discusiones sobre el estilo de crianza o la disciplina, y mucho menos generar cualquier tipo de desautorización ante sus ojos.
  • Jamás los involucren en la discusión, ni como informantes ni como jueces. Ponerlos en situación de alianza y/o denuncia les genera conflictos de lealtades demasiado pesados.
  • Nunca se involucren en una discusión si han consumido alcohol u otras sustancias que alteran el autocontrol y las posibilidades de intercambio inteligente.
  • Siempre terminen la discusión con una demostración de cariño. Es fundamental que a los hijos les quede claro que enojarse o pensar diferente no significa dejar de quererse.

Mito n.o 2: Si los premio por lo que hacen bien, se acostumbrarán a los chantajes

Muchos padres aún ignoran que la mejor manera de lograr que sus hijos aprendan a hacer las cosas bien viene de la mano del estímulo. Equivocadamente escatiman el elogio o la recompensa cuando sus hijos hacen bien las cosas, por temor a que se estropeen.

Por el contrario, si los padres saben premiar adecuadamente, sus hijos se cargarán del mejor combustible para tener iniciativa, confianza en sí mismos y deseos de superación personal. Claro que esto no significa regalos o recompensas materiales por cada cosa que hagan bien.

Saber estimular es un arte y una ciencia que todos los padres deberían desarrollar.

Cuando estimulamos lo bueno que hacen los demás, de manera activa y sistemática se crea un nuevo clima, mucho más agradable y positivo que el que se crea cuando fundamentalmente marcamos los errores o rezongamos por lo que hacen mal. Todos nos sentimos mejor en un ambiente que valora lo que hacemos bien, a diferencia de lo que nos sucede en un entorno que fundamentalmente inspecciona lo malo.

Cuando alguien es sinceramente estimulante, esta cualidad positiva lo impregna. Quien estimula con frecuencia e inteligencia se contagia del poder estimulante, por lo que llega un momento en que su sola presencia convoca lo mejor de los demás. Lo mismo sucede, lamentablemente con el castigo: aquella persona que vive detectando, señalando y castigando los errores de los demás se impregna de la propiedad punitiva y finalmente se vuelve un castigo en sí misma, y su sola presencia se transforma en algo muy poco agradable para los demás.

Cuando son los padres quienes se impregnan de estas cualidades, su importancia es crucial para el desarrollo sano de los hijos.

Cuando hablamos de premiar nos referimos a responder de manera positiva ante una buena actitud. No estamos hablando exclusivamente de premios materiales, que eventualmente también pueden utilizarse si se hace de la manera adecuada.

Pero lo material no solo no es la única posibilidad, sino que ni siquiera es la más importante. El mejor de los premios para los niños sigue siendo la atención de sus padres y demás personas significativas en su vida.

No hay juguete, salida especial ni regalo que sea más atractivo para un niño que la atención que recibe. Por eso es que es tan importante reaccionar positivamente, con atención, cuando los niños hacen lo debido. Demostrarles que somos muy sensibles a lo que hacen bien es la mejor manera de que sigan haciéndolo.

Es igualmente importante enseñarles a estimularse a sí mismos para favorecer su desarrollo saludable. Aprender a ser un buen amigo de uno mismo significa llegar a sentir satisfacción cuando se hace lo que se cree que debe hacerse.

Al llegar a esta etapa, la persona ya no depende tanto de la aprobación de terceros para actuar bien. Aunque ello le siga dando mucha satisfacción, ha logrado regularse por las normas que ha hecho propias, y le da paz y placer cumplirlas. Convertirnos en nuestro propio juez y saber autoabastecernos de combustible emocional es una de las mayores riquezas a las que podemos aspirar. A esta etapa se llega luego de un proceso…, cuando se llega. Por desgracia, hay persona

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