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—Teniendo en cuenta las circunstancias, te irá bien contar con otra teniente.
Anaander Mianaai, soberana, por el momento, del vasto espacio radchaai, estaba sentada en un amplio sillón acolchado y tapizado con seda bordada. El cuerpo que hablaba conmigo, uno entre miles, tenía, aproximadamente, trece años de edad. Su piel era oscura e iba vestida de negro. En su rostro ya asomaban las facciones aristocráticas que en el espacio radchaai constituían un signo del rango y del estilo más distinguidos. En circunstancias normales, nadie habría visto una versión tan joven de la Lord del Radch, pero aquellas no eran circunstancias normales.
La habitación era pequeña, de unos tres metros cuadrados y medio, y las paredes estaban revestidas con celosías de madera oscura. En uno de los rincones, la madera había desaparecido. Probablemente había resultado dañada en el violento enfrentamiento que las partes rivales de Anaander Mianaai habían sostenido la semana anterior. Los zarcillos de una pequeña planta de hojas estrechas de color verde plateado trepaban por los paneles de celosía restantes y, aquí y allá, lucían sus diminutas flores blancas. No estábamos en una zona pública del palacio; no se trataba de una sala de audiencias. Al lado del sillón de la Lord del Radch había otro sillón vacío y, entre los dos, una mesa con un juego de té cuidadosamente dispuesto, formado por una tetera y unas tazas de porcelana blanca y sin adornos. A primera vista, podía considerarse un juego de té corriente, pero al mirarlo con detenimiento te dabas cuenta de que se trataba de una obra de arte cuyo valor debía de ser superior incluso al de algunos planetas.
Anaander me había ofrecido té y me había invitado a sentarme, pero yo había preferido permanecer de pie.
—Me dijo que podría elegir a mis oficiales.
Debería haber añadido un respetuoso milord, pero no lo hice. Cuando entré en la habitación y vi a la Lord del Radch, también debería haberme arrodillado, llevando la frente al suelo, pero eso tampoco lo hice.
—Ya has elegido a dos. A Seivarden por supuesto, y la teniente Ekalu también era una elección evidente.
Al oír los nombres de mis tenientes pensé en ellas. En cuestión de, aproximadamente, una décima de segundo, la Misericordia de Kalr, que estaba a unos treinta y cinco mil kilómetros de la estación, recibiría mi casi instintiva solicitud de datos y al cabo de una décima de segundo más yo recibiría su respuesta. Me había pasado los últimos días intentando controlar ese antiquísimo hábito mío, pero no lo había conseguido del todo.
—Una capitana de flota tiene derecho a una tercera teniente —continuó Anaander Mianaai.
Me hizo un gesto con la mano enguantada en negro con la que sostenía su bonita taza de porcelana y deduje que quería llamar la atención sobre mi uniforme. Las militares radchaai vestían botas, guantes, y chaqueta y pantalón marrón oscuro, pero mi uniforme era diferente. La mitad izquierda era marrón y la derecha era negra, y las inscripciones de mi insignia indicaban que no solo comandaba mi propia nave, sino que otras capitanas debían obedecerme. Mi flota, por supuesto, solo constaba de la Misericordia de Kalr, que era mi nave, pero cerca de Athoek, que era mi lugar de destino, no había otras capitanas de flota y las capitanas de las naves que hubiera allí tendrían que obedecerme. Suponiendo, claro está, que reconocieran y aceptaran mi autoridad.
Apenas unos días antes había estallado un enfrentamiento latente y antiguo, y una facción de Anaander Mianaai había destruido dos portales interestelares. En aquel momento, prevenir la destrucción de más portales y evitar que esa facción se apoderara de portales y estaciones de otros sistemas estelares constituía una prioridad de carácter urgente. Yo comprendía las razones de Anaander para concederme el rango de capitana de flota, pero, aun así, no me gustaba.
—No cometa el error de creer que trabajo para usted —le advertí.
Ella sonrió.
—¡Ah!, no lo hago. Ahora mismo, solo tienes la opción de elegir entre las oficiales que estén en el sistema y cerca de la estación. El único problema de la teniente Tisarwat es que carece de entrenamiento. Se dirigía a incorporarse a su primer destino, pero eso ahora ya no tiene sentido. Por otro lado, pensé que te complacería contar con alguien a quien pudieras entrenar a tu gusto.
Su último comentario pareció resultarle divertido. Mientras ella hablaba, me enteré de que Seivarden estaba en la fase dos del sueño NREM. Percibí su pulso, su temperatura, su respiración, su concentración de oxígeno en sangre y sus valores hormonales, y cuando estos datos desaparecieron, la Misericordia de Kalr me mostró los de la teniente Ekalu, que estaba de guardia. Percibí que estaba estresada, que tenía la mandíbula ligeramente apretada y el cortisol elevado. Había sido una soldado común hasta una semana antes, cuando arrestaron a la capitana de la Misericordia de Kalr por traición. Ella no esperaba ser ascendida a oficial y pensé que no se sentía del todo capaz de estar a la altura del puesto.
Parpadeé para borrar sus datos de mi visión y le recriminé a la Lord del Radch:
—No puede usted creer que es buena idea enviarme a una guerra civil que acaba de estallar con solo una oficial experimentada.
—No será peor que hacerlo con una dotación insuficiente —replicó Anaander Mianaai. Me pregunté si había percibido mi momentánea distracción—. Además, a la niña le entusiasma la idea de servir a las órdenes de una capitana de flota. Te está esperando en el muelle. —Dejó la taza de té y se enderezó en el sillón—. Como el portal que conduce a Athoek ha sido inutilizado y no tengo ni idea de cuál es la situación allí, no puedo darte órdenes concretas. Además —levantó la mano, que ahora estaba vacía, como si quisiera anticiparse a una intervención por mi parte—, si intentara dirigirte muy de cerca, perdería el tiempo, porque te ordene lo que te ordene, tú harás lo que quieras. ¿Habéis cargado las bodegas de la nave? ¿Os habéis abastecido de todo lo que necesitáis?
La pregunta era superflua, ya que conocía el estado de las bodegas de mi nave tan bien como yo. Realicé un gesto indefinido y deliberadamente insolente.
—También puedes utilizar las cosas de la capitana Vel —continuó ella como si mi respuesta hubiera sido adecuada—. Ella no las necesitará.
Vel Osck había sido la capitana de la Misericordia de Kalr hasta una semana antes. Había muchas razones por las que no necesitaba sus cosas, pero la de más peso era, por supuesto, que estaba muerta. Anaander Mianaai no hacía nada a medias, sobre todo en lo relacionado con sus enemigas. En aquel caso, Vel Osck había respaldado a una de sus enemigas y esa enemiga era la misma Anaander Mianaai.
—No las quiero —le respondí—. Envíeselas a su familia.
—Si puedo, lo haré. —Probablemente, no podría—. ¿Necesitas algo antes de partir? Lo que sea.
Se me ocurrieron varias respuestas, pero ninguna me pareció útil.
—No.
—Te echaré de menos, ya lo sabes —añadió ella—. Nadie me habla como tú. Eres una de las poquísimas personas que realmente no temen ofenderme y de esas pocas eres la única cuyo origen es similar al mío.
Lo dijo porque anteriormente yo había sido una nave; una IA que controlaba una enorme crucero de batalla y a miles de auxiliares con cuerpo humano que formaban parte de mí misma. En aquella época, yo no me consideraba una esclava, pero era un arma de conquista y pertenecía a Anaander Mianaai, quien a su vez contaba con miles de cuerpos repartidos por todo el espacio radchaai. Pero ahora yo era un único cuerpo humano.
—Nada de lo que pueda hacerme podría ser peor que lo que ya me ha hecho.
—Soy consciente de ello —contestó Anaander—, y también de lo peligrosa que eso te hace. Seguramente, el simple hecho de dejarte con vida sea una absoluta locura; por no hablar de concederte de forma oficial autoridad y una nave. Pero los juegos que practico no están hechos para pusilánimes.
—Para la mayoría de nosotras no se trata de juegos —repliqué sin intentar ocultar mi enojo; sabía que, por muy impasible que fuera mi expresión, ella podía percibir los síntomas físicos de mi enfado.
—También soy consciente de eso —contestó la Lord del Radch—. Lo digo en serio, pero algunas pérdidas son inevitables.
Podría haber elegido cualquiera de la media docena de respuestas que se me ocurrieron, pero en lugar de hacerlo me volví y salí de la habitación sin decir nada más. Cuando crucé el umbral de la puerta, la soldado Misericordia de Kalr Una Kalr Cinco, que me esperaba en el pasillo en posición de firmes, me siguió con eficiencia y en silencio. Kalr Cinco no era una auxiliar; era humana, como todas las soldados de la Misericordia de Kalr, y tenía un nombre aparte del que le correspondía por su nave, su decuria y su número. En cierta ocasión, la llamé por ese nombre y ella respondió con una impasividad aparente, pero con una oleada interna de alarma e incomodidad, de modo que no volví a hacerlo.
Cuando era una nave, cuando no era más que una parte integrante de la crucero de batalla Justicia de Toren, siempre era consciente del estado de mis oficiales: de lo que oían y veían; de cada una de sus respiraciones; de cada movimiento de cada uno de sus músculos; de sus valores hormonales y de oxígeno; de todo, prácticamente, salvo del contenido concreto de sus pensamientos, aunque, a menudo, incluso eso podía adivinarlo gracias a la experiencia y a que las conocía de cerca. Claro que no siempre transmitía esa información a mis capitanas, ya que habría tenido poco significado para ellas: no habría supuesto más que un flujo de datos sin sentido; pero para mí, en aquella época, formaba parte de mi conocimiento.
Yo ya no era mi nave, pero seguía siendo una auxiliar y todavía podía percibir esos datos como ninguna capitana humana podía hacerlo. Sin embargo, ahora solo tenía un cerebro humano y solo podía manejar una porción diminuta de la información de la que antes era constante y automáticamente consciente. E incluso esa pequeña porción requería de toda mi atención. La primera vez que intenté caminar y percibir datos al mismo tiempo me di de bruces contra una mampara. Pero en aquel momento pedí datos a la Misericordia de Kalr deliberadamente. Estaba casi segura de que podría avanzar por el pasillo y monitorizar a Cinco al mismo tiempo sin tropezar ni tener que detenerme.
Recorrí el trayecto hasta la zona de recepción del palacio sin incidentes. Cinco estaba cansada y padecía una leve resaca. Supuse que estaba aburrida de permanecer de pie y mirando a la pared de enfrente durante todo el tiempo que duró la reunión con la Lord del Radch. Percibí en ella una extraña mezcla de expectativa y terror, lo que me inquietó un poco porque no logré deducir cuál era el problema.
La plaza principal era amplia, estaba pavimentada con losas de piedra, tenía eco y se ubicaba en un nivel alto de la estación. Una vez allí, me dirigí a los ascensores que me llevarían a los muelles y a la lanzadera que esperaba para conducirme de vuelta a la Misericordia de Kalr. La mayoría de las tiendas y oficinas de la plaza, y también las diversas diosas pintadas de brillantes tonos naranja, azul, rojo y verde que abarrotaban la fachada del templo estaban sorprendentemente intactas después de la explosión de violencia de la semana anterior, cuando el enfrentamiento de la Lord del Radch contra sí misma se hizo patente. En aquel momento, había ciudadanas vestidas con pantalón, guantes y abrigos de vistosos colores y adornadas con joyas brillantes paseando por la plaza aparentemente despreocupadas. Lo de la semana anterior podría no haber ocurrido nunca. Anaander Mianaai, la Lord del Radch, bien podría seguir siendo ella misma: muchos cuerpos pero una persona única e indivisa. Sin embargo, lo de la semana anterior sí que había ocurrido. Anaander Mianaai no era una única persona y, de hecho, hacía tiempo que no lo era.
Mientras me acercaba a los ascensores, me sobrecogió una oleada repentina de rencor y abatimiento. Me detuve y me volví. Kalr Cinco, que se había detenido cuando yo lo hice, miraba impasible hacia el frente; como si esa ola de rencor que la nave me había mostrado no procediera de ella. Yo creía que la mayoría de las humanas no podían ocultar con tanta efectividad unas emociones tan intensas como aquella —la cara de Cinco era totalmente inexpresiva—, pero, por lo visto, todas las misericordias de Kalr podían hacerlo. La capitana Vel era anticuada o, por lo menos, había idealizado conceptos de lo que significaba el término «anticuada» y había exigido que sus soldados humanas se comportaran de la forma más parecida posible a las auxiliares.
Cinco no sabía que yo había sido auxiliar. Por lo que ella sabía, yo era la capitana de flota Breq Mianaai, ascendida tras el arresto de la capitana Vel y por lo que la mayoría creía que eran mis importantes vínculos familiares. Por lo tanto, no sabía hasta qué punto percibía yo sus estados de ánimo.
—¿Qué ocurre? —le pregunté con brusquedad. Me sentía desconcertada.
—¿Señor? —me preguntó ella con voz monótona e inexpresiva.
El leve retraso en su reacción me indicó que deseaba que no me fijara en ella y así poder continuar ignorada y a salvo, pero también percibí que deseaba hablar. Yo tenía razón, su rencor y su abatimiento tenían que ver conmigo.
—Tienes algo que decir. Oigámoslo.
Percibí en ella sorpresa y puro terror, pero ni el menor movimiento muscular.
—Señor... —empezó ella. Finalmente, su cara reflejó una leve y fugaz expresión de algún tipo que desapareció rápidamente. Entonces tragó saliva—. Es por los platos.
Entonces me tocó a mí experimentar sorpresa.
—¿Los platos?
—Señor, ha ordenado usted que las pertenencias de la capitana Vel se guarden aquí, en la estación.
Lo cierto era que se trataba de objetos preciosos. Los platos, los servicios de té y demás utensilios por los que, presumiblemente, Kalr Cinco estaba preocupada eran de porcelana, cristal y metal esmaltado con joyas encastadas. Pero no eran míos y yo no quería nada que hubiera pertenecido a la capitana Vel. Cinco esperaba que yo la comprendiera, lo deseaba con toda su alma, pero yo no la comprendía.
—¿Y bien?
Percibí en ella frustración e incluso rabia. Era evidente que, desde su perspectiva, lo que quería era obvio, pero lo único que a mí me parecía obvio era que, aunque yo se lo había preguntado, ella no podía expresar libremente lo que quería.
—Señor, deduzco que pronto vamos a abandonar el sistema —dijo por fin.
Las ciudadanas de la estación pasaban por nuestro lado. Algunas nos lanzaban miradas de curiosidad y otras fingían no vernos.
—Soldado, ¿puedes hablar con claridad? —le pregunté.
Empezaba a sentirme frustrada y enfadada, y mi charla con la Lord del Radch me había dejado de mal humor.
—¡No podemos abandonar el sistema sin unos buenos platos! —soltó Cinco por fin, si bien con expresión impasible.
Al ver que yo no respondía, continuó, pero esta vez lo hizo presa de otra oleada de miedo por hablar con tanta claridad.
—Señor, sin duda no es importante para usted porque es capitana de flota y su rango es suficiente para impresionar a cualquiera.
Y también el nombre de mi casa, porque ahora yo era Breq Mianaai. No me complacía mucho que me hubieran puesto ese nombre, que me identificaba como prima de la Lord del Radch en persona. Nadie de mi tripulación, salvo Seivarden y la médico de la nave, sabía que ese no era mi nombre.
—Usted podría invitar a cenar a una capitana y servirle el rancho de las soldados y ella no se quejaría, señor.
De hecho, no podría quejarse a menos que ostentara un rango superior al mío.
—No vamos a donde vamos para celebrar fiestas.
Aparentemente, mi comentario la desconcertó, porque por un momento su cara expresó confusión.
—¡Señor! —exclamó con voz suplicante y angustiada—. No pretendía sugerir que deba preocuparse por lo que otras personas piensen de usted. Solo me he permitido expresar lo que siento porque usted me lo ha ordenado.
Claro. Debería haberlo percibido. Debería haberme dado cuenta días atrás. A Cinco le preocupaba qué dirían de ella si yo no tenía una vajilla acorde a mi rango, lo que afectaría negativamente a la propia nave.
—Te preocupa la reputación de la nave.
Percibí en ella pesadumbre, pero también alivio.
—Sí, señor.
—Yo no soy la capitana Vel.
A la capitana Vel le preocupaban mucho esas cosas.
—¡No, señor!
No estaba segura de si el énfasis que puso en la palabra no y el alivio que percibí en ella se debían a que consideraba positivo que yo no fuera la capitana Vel, a que yo por fin había comprendido lo que intentaba decirme o a ambas cosas a la vez.
Había vaciado mi cuenta en la estación y todo mi dinero en vales estaba guardado en mis dependencias a bordo de la Misericordia de Kalr. Lo poco que llevaba encima no sería suficiente para calmar la ansiedad de Kalr Cinco. Estación, la IA que gestionaba aquel lugar, que era aquel lugar, probablemente podía resolver cualquier problema financiero en mi nombre, pero me culpaba de la explosión de violencia de la semana anterior y no estaría dispuesta a ayudarme.
—Regresa al palacio y pídele a la Lord del Radch lo que necesites.
Cinco abrió un poco más los ojos; dos décimas de segundo más tarde, percibí en ella incredulidad y, a continuación, verdadero terror.
—Cuando todo esté solucionado a tu satisfacción, ve a la lanzadera.
Tres ciudadanas pasaron a nuestro lado con sendas bolsas colgando de sus enguantadas manos y el fragmento de conversación que oí me indicó que se dirigían a los muelles para tomar una nave que las llevaría a una estación del borde exterior. La puerta de uno de los ascensores se abrió diligentemente. Estación sabía, por supuesto, adónde se dirigían y ellas no tenían que solicitar que fuera abriéndoles paso.
Estación también sabía adónde me dirigía yo, pero no me abriría ninguna puerta sin que yo se lo pidiera expresamente. Me volví, entré deprisa en el ascensor detrás de ellas y vi que se cerraba la puerta mientras Cinco se quedaba, horrorizada, sobre el pavimento de piedra negra de la plaza. El ascensor se movió y las tres ciudadanas siguieron charlando. Cerré los ojos y vi que Kalr Cinco tenía la vista clavada en la puerta del ascensor e hiperventilaba un poco. Frunció tan levemente el ceño que nadie que pasara por su lado se daría cuenta. Luego movió un poco los dedos para reclamar la atención de la Misericordia de Kalr, pero lo hizo con cierta inquietud, como si temiera que la nave no la atendiera; aunque, por supuesto, Misericordia de Kalr ya estaba prestándole atención.
—No te preocupes —sonó la voz de la Misericordia de Kalr con voz serena y neutra en mi oído y en el de Cinco—. No es contigo con quien está enfadada la capitana de flota. Ponte en marcha. Todo saldrá bien.
Tenía razón. No era con Cinco con quien yo estaba enfadada. Aparté de mi visión los datos de Cinco y me desorientó recibir enseguida una oleada de información de Seivarden, que seguía dormida y soñando, y de la teniente Ekalu, que todavía estaba tensa y, en aquel momento, pedía una taza de té a una de sus etrepas. Abrí los ojos. Las ciudadanas se reían de algo que yo ignoraba, pero tampoco me importó. Cuando la puerta del ascensor se abrió, salimos al amplio vestíbulo de los muelles, que estaba bordeado por incontables iconos de diosas que las viajeras podían encontrar útiles o reconfortantes. A aquella hora del día había poca gente; salvo en la entrada a las oficinas de las autoridades portuarias, donde una cola de malhumoradas capitanas y pilotos esperaban su turno para quejarse a las agobiadas adjuntas de la inspectora. Dos portales interestelares habían quedado inutilizados durante los enfrentamientos de la semana anterior; probablemente, a algunos más les ocurriría lo mismo en un futuro próximo, y la Lord del Radch había prohibido utilizar los restantes, lo que había dejado atrapadas en el sistema a docenas de naves con sus pasajeras y cargamentos.
Las capitanas y pilotos me abrieron paso y se inclinaron levemente, como si una brisa hubiera soplado entre ellas. Lo había provocado el uniforme. Oí que una capitana le susurraba a otra, «¿Quién es?», y percibí el subsiguiente murmullo de la respuesta de su interlocutora y de las personas cercanas que comentaban su ignorancia o añadían lo que sabían. Oí Mianaai y Misiones Especiales. Lo único que sabían era lo que habían deducido de los acontecimientos de la semana anterior. La versión oficial afirmaba que había llegado al palacio Omaugh de incógnito para acabar con una conspiración sediciosa y que, en todo momento, había trabajado para Anaander Mianaai. Cualquiera que hubiera tomado parte en los acontecimientos y que, posteriormente, hubiera oído la versión oficial, sabría o sospecharía que no era cierta, pero la mayoría de las radchaais vivían vidas corrientes y no tenían ninguna razón para ponerla en duda.
Nadie cuestionó que pasara junto a las adjuntas y entrara en el antedespacho de la inspectora jefe. Daos Ceit, que era su asistente, todavía se estaba recuperando de sus heridas. Una adjunta que yo no conocía la sustituía y, cuando entré, se levantó deprisa y me saludó con una reverencia. Lo mismo hizo una teniente joven, muy joven, aunque con más dignidad y compostura de lo que yo habría esperado de alguien de diecisiete años; del tipo de joven que todavía tenía los brazos y las piernas esmirriados y que era lo bastante frívola para gastarse su primera paga en unas pupilas de color lila —seguro que no había nacido con los ojos de ese color. Su pantalón, la chaqueta, los guantes y las botas de uniforme de color marrón oscuro tenían un aspecto impecable y llevaba el pelo, que era negro y liso, muy corto.
—Capitana de flota, señor. Soy la teniente Tisarwat, señor —se presentó, e hizo otra reverencia.
Yo no respondí a su saludo, solo la observé. Si mi escrutinio la molestó, no lo percibí: todavía no enviaba datos a la Misericordia de Kalr y su oscura piel no se tiñó de rubor. El pequeño y discreto grupo de insignias que le colgaban cerca del hombro sugería que procedía de una familia de cierto rango, aunque no de los más elevados del Radch. Pensé que estaba prodigiosamente segura de sí misma o que era una loca, y ninguna de las dos opciones me complació.
—Pase, señor —me invitó la desconocida adjunta, señalando la puerta del despacho.
Yo entré sin dirigirle la palabra a la teniente Tisarwat. Cuando la puerta se cerró detrás de mí, la inspectora jefe Skaaiat Awer, de piel oscura, ojos de color ámbar, y aspecto elegante y aristocrático incluso vestida con el uniforme azul oscuro de las autoridades portuarias, se levantó e hizo una reverencia.
—¿Así que te vas, Breq?
Yo abrí la boca para decir: «cuando autorices nuestra partida», pero entonces me acordé de Cinco y del encargo que tenía que cumplir.
—Solo estoy esperando a Kalr Cinco. Por lo visto, no puedo despegar sin una vajilla aceptable.
Su cara arrojó una expresión de sorpresa que desapareció enseguida. Ella sabía, desde luego, que yo había enviado las pertenencias de la capitana Vel a la estación y que no tenía nada para reemplazarlas. Cuando su sorpresa se desvaneció, percibí diversión.
—¿Tú no habrías sentido lo mismo? —me preguntó.
Se refería a cuando yo ocupaba un lugar equivalente al de Cinco, cuando era una nave.
—No, nunca sentí algo así. Aunque algunas naves sí que lo sentían e incluso lo sienten actualmente.
Me refería, sobre todo, a las espadas, que en su mayoría creían que estaban por encima de las misericordias, más pequeñas y menos prestigiosas, y de las cruceros de batalla, las justicias.
—Mis Issa Siete sí que se preocupaban por ese tipo de cosas.
Antes de trabajar como inspectora jefe en el palacio Omaugh, Skaaiat Awer había servido como teniente en una nave con tropas humanas. Dirigió la mirada hacia mi única joya, una pequeña insignia de oro prendida junto a mi hombro izquierdo. Hizo un gesto y cambió de tema, aunque, en realidad, no estaba cambiando de tema.
—Así que a Athoek, ¿no? —Mi destino no había sido anunciado públicamente y, de hecho, podía considerarse información confidencial, pero la casa Awer era una de las más antiguas y adineradas y Skaaiat tenía primas que conocían personas que sabían cosas—. Dudo que yo te enviara allí.
—Pues allí voy.
Ella aceptó mi respuesta sin mostrar signos de sorpresa u ofensa.
—Siéntate, por favor. ¿Un té?
—No, gracias.
En realidad, sí que me habría sentado bien un té. En otras circunstancias, habría estado encantada de mantener una charla relajada con Skaaiat Awer, pero estaba ansiosa por partir. La inspectora jefe volvió a tomarse mi respuesta con calma y tampoco se sentó.
—Cuando llegues a la estación Athoek visitarás a Basnaaid Elming. —No se trataba de una pregunta. Sabía que yo la visitaría. Basnaaid era la hermana menor de alguien a quien tanto Skaaiat como yo habíamos querido; alguien a quien yo había matado cumpliendo órdenes de Anaander Mianaai—. En algunos aspectos es como Awn, pero en otros, no.
—Me dijiste que era tozuda.
—Es muy orgullosa y tan tozuda como su hermana; quizá más. Se ofendió mucho cuando le ofrecí un trato de clientelismo debido a mi relación con su hermana. Te lo digo porque sospecho que planeas hacer algo parecido, aunque, seguramente, eres la única persona viva más tozuda que ella.
Arqueé una ceja.
—¿Incluso más que la tirana?
La palabra no era de lengua radchaai, sino de alguno de los mundos anexionados y absorbidos por el Radch, por Anaander Mianaai. La tirana era casi la única persona en el palacio Omaugh que reconocería y entendería esa palabra, además de Skaaiat y yo.
Skaaiat Awer torció la boca en un gesto sarcástico.
—Quizá, sí. Quiz