Del sentimiento trágico de la vida y otros ensayos

Miguel de Unamuno

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Tienes, lector, en tus manos el «Unamuno esencial». Algunos dirán que el presente volumen recoge lo más emblemático del Unamuno filosófico y ensayístico, pero dicha división, entre un Unamuno poeta, hombre de teatro, novelista, filósofo o ensayista, político u hombre religioso, carece de sentido tratándose de una personalidad tan amante de la unidad de vida como es la suya.

Don Miguel (1864-1936) nació en medio de una guerra civil (la segunda guerra carlista que de un modo magistral describe en Paz y Guerra) y murió en medio de otra (la del 36). Esto nos podría hacer pensar que Unamuno tuvo una vida convulsa, agitada e incluso violenta. Nada más alejado de la realidad. Su vida fue agitada por dentro —él dirá mejor «agónica»— y más serena de lo que parece por fuera. Fue un niño prodigio, un políglota excepcional, que acabó la licenciatura de Filosofía y Letras en Madrid con la máxima calificación contando apenas diecinueve años, y que a los veinte, después de haberse doctorado en un año con una tesis sobre la lengua vasca, se encontraba ya dando clase de Latín y Psicología en un instituto.

Se casará en 1891 con Concha Lizárraga (su inmortal Dulcinea/Aldonza), de la que está enamorado desde niño, y con la que tendrá nueve hijos. Ese mismo año obtiene la cátedra de Griego en la Universidad de Salamanca, donde será nombrado rector en 1900, cargo que ostentará hasta en tres ocasiones. Como él mismo nos dice desde su exilio en París: «Toda mi obra se gestó mirando aquellas colinas nevadas de la sierra salmantina» y desde el café de la Plaza Mayor de aquella Salamanca que se tenía por cuna de la ciencia de los príncipes, y que había devenido, según Carlyle, tumba de la más sublime ignorancia. Toda la vida de don Miguel, exceptuando los años de exilio en Fuerteventura, París y Hendaya (1924-1928), debido a sus continuas críticas al monarca Alfonso XIII y al dictador Primo de Rivera, transcurrió entre los límites de la ciudad salmantina y los muros de su claustro universitario.

I

Como seguramente sabrás, amigo lector, la primera fase de la vida de nuestro autor transcurrió entre el positivismo, la naciente ciencia y su fabuloso desarrollo técnico, con su fe ciega en el progreso que ensombrecía todo horizonte de trascendencia. Después de su infancia en Bilbao, impregnada de creencia religiosa y humilde práctica piadosa, el alma de Unamuno se había vuelto agnóstica y casi atea: «Llegué a pensar que este nuestro mundo era la única realidad sin Dios, y que una vez muerto no había de existir nada más». Esta religiosidad que pierde fuelle en profundidad interior y trascendencia se vuelve, no obstante, acción práctica de caridad y fraternidad hacia los oprimidos y excluidos. De ahí su ingreso en 1894 en la Agrupación Socialista de Bilbao y su colaboración con el diario la Lucha de Clases. Como dice el político, tan admirado por nuestro autor, Nicolás Salmerón, pareciera en este período que «la virginidad de la fe se transformara en maternidad de la razón».

Como sabemos, gracias al descubrimiento y a la publicación, en la década de los años setenta, de algunos pasajes de su Diario íntimo, Unamuno sufrió una profunda crisis que le condujo a una conversión religiosa. Esta famosa «crisis» constituye la «piedra angular» para entender los tres escritos que aquí prologamos. Las causas hondas, singulares y personales de la misma son imposibles de sacar a la luz. Tan sólo podemos apuntar algunas circunstancias que la acompañaron. Entre ellas, tres sobresalen de un modo claro. La primera, las continuas dificultades económicas para llevar adelante a una familia que crecía sin parar. La segunda, que dicha angustia económica acabó con un episodio de amago de ataque cardíaco, con convulsiones y experiencia de una muerte física real. La tercera, y a nuestro parecer la más importante, es la enfermedad contraída apenas nacido por su segundo hijo, Raimundo, que viviría en circunstancias muy dolorosas y terribles, para fallecer a la edad de seis años. Don Miguel no se separó nunca de su lado. Escribía en su cuarto de estudio con la cuna de su hijo al lado, y mirándolo constantemente. Se trata del episodio más kierkegaardiano de su vida. Unamuno se torturó pensando en las leyes genéticas hereditarias, recordando el matrimonio de su padre, de edad avanzada, con su sobrina, diecisiete años más joven que él. Su padre, que emigró a México e hizo una importante fortuna, gozando de una vida holgada y privilegiada, murió relativamente joven, cuando él contaba apenas seis años. Es obvio que la ausencia de padre, y la muerte prematura de su segundo hijo, en circunstancias tan fatales y dolorosas, fueron «la tribulación», el «encuentro con la Cruz», que, en vez de volverle un ser amargado y resentido, generaron en él las condiciones del descubrimiento de su verdadero yo, de su hombre interior (in interiore hominis habitat veritas, que diría su siempre citado san Pablo), tal como nos refiere en uno de sus escritos más importantes de esta época, «Adentro» (1900).

II

La segunda fase de su vida, la más productiva y fecunda, se plasmará en su escrito más emblemático, original y conocido: Vida de Don Quijote y Sancho (1905). El lector inadvertido quedará exorcizado por este texto singular y personalísimo, en el que resuena una voz demónica, íntima, que no dejará de hablarle, impelerle y sacudirle en todo momento, al hilo del decurso de las fantásticas historias de nuestro inmortal Caballero, Don Quijote de la Mancha, y de su fiel y leal escudero, arrebatado del espíritu inmortal de su señor, don Sancho Panza, porque bueno es reconocer que, visto desde los ojos unamunianos, el buen Sancho tiene ya mucho de «don».

Se han dicho mil cosas sobre esta obra inclasificable. Ha recibido tantas loas de los neófitos, como críticas de los cervantistas y especialistas del Siglo de Oro. Quizá, para evitar malentendidos, lo mejor será tener en cuenta dos advertencias del propio autor. La primera es que se acercó al Quijote con el espíritu con el que los primeros reformistas se acercaron a la Biblia: realizando una meditación libre que pretende encontrar en lo escrito una norma para la propia vida. De aquí que Cassou, y otros, hayan hablado de don Miguel como de un mero intérprete, y de esta obra como un comentario al Quijote. Pero la palabra «comentario» es sumamente desafortunada: nos evoca la idea de un fragmento, una glosa, una advertencia al lector, algo subsidiario. Nada más alejado de la verdad: el «comentario» de don Miguel «recrea» el texto originario, sacándolo de la letra muerta e insuflándole nueva vida, resucitando el espíritu que en él se encontraba encerrado y a punto de expirar. De ahí, la segunda advertencia del autor: mi Don Quijote nada tiene que ver con el de Cervantes. Sabido es que entre la primera (1605) y la segunda parte del Quijote (1610) apareció, entre otras, el Quijote de Avellaneda que, en un mundo sin copyri

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