Un comunista en calzoncillos

Claudia Piñeiro

Fragmento

Ese verano, el verano siguiente a que lo despidieran de su trabajo, mi padre sostuvo la economía familiar vendiendo turboventiladores. Los turboventiladores eran, en aquel entonces, lo más novedoso que se podía encontrar para aliviar el calor del conurbano bonaerense. Y ese verano, el verano de 1976, hizo mucho calor en Buenos Aires y sus alrededores. Nosotros éramos de los que vivían en “sus alrededores”. “Gracias a Dios, hace calor”, decía mi padre, que no creía en dios alguno. Yo sí, todavía. Por las noches, cuando me acostaba, rezaba para que al día siguiente la temperatura llegara a valores aún más altos. Y pedía que no lloviera; cuando llueve refresca, con mis trece años ya lo sabía. Como también sabía que si hacía calor mi papá vendía muchos “turbos”, forma abreviada con la que llamábamos en nuestra casa a esos aparatos. Que si mi papá vendía muchos turbos volvía contento. Y que si él estaba contento, mi casa estaba tranquila.

“Los turboventiladores le traen alivio al pueblo.” Así decía mi padre. Y yo le creía. Por ese entonces, no conocía a nadie que tuviera en su casa aire acondicionado y los ventiladores comunes habían quedado desactualizados frente a esos artefactos cuadrados que podían inclinarse en distintas posiciones y que en los modelos más sofisticados permitían que la parrilla plástica frontal girara en sentido contrario a las paletas internas distribuyendo el aire de forma más equitativa. “Distribución de aire equitativa”, ésa era la frase exacta que mi papá usaba cuando ofrecía los turboventiladores más caros a los posibles clientes. La frase del alivio del pueblo la usaba sólo dentro de casa y la decía con entonación, como si imitara el discurso de un político. Salía por la mañana, con el baúl del auto cargado, y recorría las calles que el día anterior había marcado con fibra roja en fotocopias de la guía Filcar. Tocaba los timbres de cada casa ofreciendo el producto. Había turbos blancos, beige, símil madera y grises; no sé si eran lindos, pero a mí me parecía que lo eran. Sin embargo, nada es perfecto. Tampoco un turboventilador. Y el peor defecto que tenían no era el ruido que hacían sino la tierra que se juntaba entre las varillas de la parrilla frontal. Pero de eso, de los defectos, nunca hablé con mi papá. Ni del ruido ni de la tierra acumulada. Al turbo que teníamos en casa yo misma, todos los días, le repasaba las varillas con una franela, una por una, para que él no notara la suciedad.

El despido del trabajo anterior no había sido técnicamente un despido. Mi padre y algunos de sus compañeros se dieron por despedidos e iniciaron un juicio. Él era delegado gremial de una empresa que criaba, evisceraba y vendía pollos; durante un largo tiempo lo buscaron con distintas artimañas intentando que hiciera algo que mereciera el despido o que harto de ser perseguido se fuera por su propia cuenta. Finalmente se dio por despedido cuando un mes, al retirar su recibo, se enteró de que le habían bajado el sueldo. Cambiaron el sistema de comisiones y eso implicaba, irremediablemente, cobrar menos. Los abogados les aconsejaron a él y a sus compañeros que mandaran el telegrama tranquilos, que el juicio estaba ganado antes de que empezara, “sólo es cuestión de tiempo”. Y aunque mi papá sostenía que era mejor que no todas las demandas estuvieran manejadas por el mismo abogado porque entonces sería más fácil de “arreglar” por la empresa, terminó aceptando lo que votó la mayoría. El abogado arregló, como él sospechaba, y la indemnización nunca llegó. Pero mi padre no se enteró: para cuando se resolvió el juicio, muchos años después de aquel verano, hacía tiempo que ya estaba muerto.

Yo no decía que mi papá vendía pollos. Creía, como él, que estaba para otra cosa, que se merecía un trabajo mejor. Había llegado a segundo año de abogacía y eso era mucho más de lo que habían hecho los padres de mis amigas, que sin embargo tenían más dinero y estabilidad que nosotros. Lo cierto es que cada vez que mi papá cambiaba un trabajo por otro no era para mejorar sino todo lo contrario. Cuando se casó con mi mamá era gerente de la sucursal de un banco con una carrera en ascenso, pero años después dejó el trabajo porque un amigo le propuso un negocio brillante que terminó en estafa; negocio por el que mi padre, para no quedar mal delante de amigos, conocidos y parientes, tuvo que salir a levantar muertos con los pocos ahorros que teníamos. Después deambuló por varios empleos, incluso quiso anotarse en el Profesorado de Educación Física, pero tenía un año más que la edad máxima permitida. Hasta que, resignado a aceptar que el mundo siempre estaba en su contra, entró en San Sebastián, “el más pollo”, lo que tranquilizó a mi madre porque representaba un ingreso de dinero seguro y terminó de domesticar a mi padre, de ajustarlo a ese modelo de proveedor que debe darle a su familia lo que precisa aun a costa de las propias necesidades. Fuera de mi casa, yo no nombraba ni a San Sebastián ni a los pollos; y si alguien me preguntaba a qué se dedicaba mi padre, incapacitada para mentir por temor al pecado al que por esa época aún le concedía el poder de desencadenar el castigo, decía: “Mi papá es vendedor”. No aclaraba qué vendía. Cuando aún después de la respuesta insistían con saber más, yo agregaba: “Vende productos alimenticios”. Pero no decía “pollos”. Como si “pollos” encerrara una vergüenza que no terminaba de entender o definir, pero que ahí estaba.

En mi casa no se comían los pollos que vendía mi papá. Él mismo los despreciaba porque despreciaba el método con el que los hacían engordar: dejarles la luz encendida toda la noche para que los animales comieran sin parar y estuvieran en condiciones de ser comercializados en un tiempo mucho menor a aquel en que podía engordar un pollo que sí dormía por las noches. “El capitalismo se fue al carajo”, repetía mi padre, que era comunista. O se decía comunista. Tampoco le dije nunca a ninguna de mis amigas que mi papá era comunista. Ni que se paseaba en calzoncillos por toda la casa. Ni que mi abuela materna, que vivía en una casa pegada a la nuestra de la que no la separaba ninguna pared medianera, tenía en los fondos de su casa un gallinero. Ésos eran los únicos pollos que se comían en mi casa, los que después de cocinados en el horno quedaban dorados, con la piel crujiente, “y con gusto a pollo”. Los que se empollaban, nacían y crecían en el fondo de la casa de mi abuela. Ella misma mataba los que luego comíamos. Hacía un pozo en la tierra, donde más tarde iba a enterrar la cabeza del animal y sus plumas. Después de cavar elegía un pollo de su gallinero, lo atrapaba, lo llevaba donde estaba el pozo y su cuchilla, pero no lo mataba por degüello. Con el pollo abrazado bajo la axila del brazo izquierdo, lo tomaba por la cabeza con la mano derecha y la hacía girar ciento ochenta grados hasta que sus vértebras cervicales crujían y el pollo quedaba mirando su lomo. Recién entonces, cuando ya estaba muerto por la tracción, mi abuela lo degollaba. Dejaba que la cabeza cayera en el pozo y que la sangre se vertiera dentro. “A mí no me va a pasar que un pollo ande corriendo por ahí sin cabeza”, decía. Por eso lo mat

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