1
Media res. Aturdidor. Línea de sacrificio. Baño de aspersión. Esas palabras aparecen en su cabeza y lo golpean. Lo destrozan. Pero no son sólo palabras. Son la sangre, el olor denso, la automatización, el no pensar. Irrumpen en la noche, cuando está desprevenido. Se despierta con una capa de sudor que le cubre el cuerpo porque sabe que le espera otro día de faenar humanos.
Nadie los llama así, piensa, mientras prende un cigarrillo. Él no los llama así cuando tiene que explicarle a un empleado nuevo cómo es el ciclo de la carne. Podrían arrestarlo por hacerlo, podrían incluso mandarlo al Matadero Municipal y procesarlo. Asesinarlo sería la palabra exacta, aunque no la permitida. Mientras se saca la remera empapada trata de despejar la idea persistente de que son eso, humanos, criados para ser animales comestibles. Va a la heladera y se sirve agua helada. La toma despacio. Su cerebro le advierte que hay palabras que encubren el mundo.
Hay palabras que son convenientes, higiénicas. Legales.
Abre la ventana, el calor lo sofoca. Se queda fumando mientras respira el aire quieto de la noche. Con las vacas y los cerdos era fácil. Era un oficio aprendido en el frigorífico El Ciprés, el frigorífico de su padre, su herencia. Sí, el grito de un cerdo siendo volteado podía petrificarte, pero se usaban protectores auditivos y después ya se convertía en un ruido más. Ahora que es la mano derecha del jefe tiene que controlar y preparar a los nuevos empleados. Enseñar a matar es peor que matar. Saca la cabeza por la ventana. Respira el aire compacto, que arde.
Quisiera anestesiarse y vivir sin sentir nada. Actuar de manera automática, mirar, respirar y nada más. Ver todo, saber y no decir. Pero los recuerdos están, siguen ahí.
Muchos naturalizaron lo que los medios insisten en llamar la “Transición”. Pero él no, porque sabe que transición es una palabra que no evidencia cuán corto y despiadado fue el proceso. Una palabra que resume y cataloga un hecho inconmensurable. Una palabra vacía. Cambio, transformación, giro: sinónimos que parece que significan lo mismo, pero la elección de cada uno de ellos habla de una manera singular de ver el mundo. Todos naturalizaron el canibalismo, piensa. Canibalismo, otra palabra que podría traerle enormes problemas.
Recuerda cuando anunciaron la existencia de la GGB. La histeria masiva, los suicidios, el miedo. Después de la GGB fue imposible seguir comiendo animales porque contrajeron un virus mortal para los humanos. Ese era el discurso oficial. Las palabras con el peso necesario para modelarnos, para suprimir cualquier cuestionamiento, piensa.
Camina por la casa, descalzo. Después de la GGB el mundo cambió de forma definitiva. Se probaron vacunas, antídotos, pero el virus resistió y mutó. Recuerda artículos hablando sobre la venganza de los veganos, otros sobre actos de violencia contra animales, médicos en la televisión explicando cómo sustituir la falta de proteínas, periodistas confirmando que todavía no había cura para el virus animal. Suspira y prende otro cigarrillo.
Está solo. Su mujer se fue a lo de su madre. Ya no la extraña, pero hay un vacío en la casa que no lo deja dormir, que lo inquieta. Agarra un libro de la biblioteca. Ya no tiene sueño. Prende la luz y se dispone a leer, pero la apaga. Se toca la cicatriz de la mano. Es vieja, ya no le duele. Fue un cerdo. Él era muy joven, un principiante, y creía que no había que respetar a la carne, hasta que la carne lo mordió y casi le saca la mano. El capataz y los otros no paraban de reírse. Te bautizaron, le decían. El padre no dijo nada. Con ese mordisco dejaron de mirarlo como al hijo del dueño y ya formó parte del grupo. Pero ni ese grupo, ni el frigorífico El Ciprés existen, piensa.
Agarra el celular. Tiene tres llamadas perdidas de su suegra. Ninguna de su mujer.
Decide bañarse porque no soporta el calor. Abre la ducha y pone la cabeza bajo el agua fría. Quiere borrar las imágenes lejanas, los recuerdos que persisten. Las pilas de gatos y perros quemados vivos. Un rasguño significaba la muerte. El olor a carne quemada se sintió por semanas. Recuerda los grupos con las escafandras amarillas que recorrían los barrios por las noches para matar y quemar a cualquier animal que se les cruzara.
El agua fría le cae en la espalda. Se sienta en el piso de la ducha. Niega con la cabeza despacio, pero no puede dejar de recordar. Hubo grupos que empezaron a matar a personas y a comerlas de manera clandestina. La prensa registró el caso de dos bolivianos desempleados que fueron atacados, descuartizados y asados por un grupo de vecinos. Cuando leyó la noticia sintió escalofríos. Fue el primer escándalo público y el que instaló la idea en la sociedad de que, después de todo, la carne es carne, no importa de dónde venga.
Levanta la cabeza para que el agua le caiga en la cara. Quiere que las gotas le dejen el cerebro en blanco. Pero sabe que los recuerdos están ahí, siempre. En algunos países los inmigrantes empezaron a desaparecer en masa. Inmigrantes, marginales, pobres. Fueron perseguidos y, eventualmente, sacrificados. La legalización se llevó a cabo cuando los gobiernos fueron presionados por una industria millonaria que estaba parada. Se adaptaron los frigoríficos y las regulaciones. Al poco tiempo los empezaron a criar como reses para abastecer la demanda masiva de carne.
Sale de la ducha y se seca, apenas. Se mira al espejo, tiene ojeras. Él adscribe a una teoría de la que se intentó hablar, pero los que lo hicieron de manera pública fueron silenciados. El zoólogo con mayor prestigio, que en sus artículos decía que el virus era un invento, tuvo un accidente oportuno. Él cree que es una puesta en escena para reducir la superpoblación. Desde que tiene consciencia se habla de la escasez de recursos. Recuerda los disturbios en países como en China, donde la gente se mataba por el hacinamiento, pero ningún medio abordaba la noticia desde ese ángulo. El que le decía que el mundo iba a explotar era su padre: “El planeta va a reventar, en cualquier momento. Vas a ver, hijo, estalla o nos morimos todos con alguna plaga. Mirá como en China ya se están empezando a matar por la cantidad que son, no entran. Y acá, acá todavía hay lugar, pero nos vamos a quedar sin agua, sin alimentos, sin aire. Todo se va al diablo”. Él lo miraba con cierta lástima porque pensaba que decía cosas de viejo, pero ahora sabe que su padre tenía razón.
La purga había traído aparejados otros beneficios: reducción de la población, de la pobreza y había carne. Los precios eran altos, pero el mercado crecía a ritmos acelerados. Hubo protestas masivas, huelgas de hambre, reclamos de las organizaciones de derechos humanos y, al mismo tiempo, surgieron artículos, estudios y noticias que afectaron la opinión pública. Universidades prestigiosas afirmaron que era necesaria la proteína animal para vivir, médicos confirmaron que las proteínas vegetales no tenían todos los aminoácidos esenciales, expertos aseguraron que se habían reducido las emisiones de gases, pero había aumentado la malnutrición, revistas hablaron sobre el lado oscuro de los vegetales. Los focos de protestas se fueron debilitando y seguían apareciendo casos de personas que los medios decían que morían del virus animal.
El calor lo sigue sofocando. Camina desnudo hacia la galería de su casa. No corre aire. Se acuesta en la hamaca paraguaya y trata de dormir. Recuerda la misma publicidad, una y otra vez. Una mujer hermosa, pero vestida de manera conservadora, les sirve la cena a sus tres hijos y al marido. Mira a cámara y dice: “Yo le doy a mi familia alimento especial, la carne de siempre, pero más rica”. Todos sonríen y comen. El gobierno, su gobierno, decidió resignificar ese producto. A la carne de humano la apodaron “carne especial”. Dejó de ser sólo “carne” para pasar a ser “lomo especial”, “costilla especial”, “riñón especial”.
Él no le dice carne especial. Él usa las palabras técnicas para referirse a eso que es un humano, pero nunca va a llegar a ser una persona, a eso que es siempre un producto. Se refiere al número de cabezas a procesar, al lote que espera en el patio de descarga, a la línea de sacrificio que debe respetar un ritmo constante y ordenado, a los excrementos que deben ser vendidos para abono, al área de tripería. Nadie puede llamarlos humanos porque sería darles entidad, los llaman producto, o carne, o alimento. Menos él, que quisiera no tener que llamarlos por ningún nombre.
2
El camino a la curtiembre siempre le parece largo. Es un camino de tierra, recto, de kilómetros y kilómetros de campos vacíos. Antes había vacas, ovejas, caballos. Ahora no hay nada, no a simple vista.
Suena el celular. Frena a un costado y atiende a su suegra. Él le dice que no puede hablar, que está manejando. Ella habla en voz baja, en susurros. Le dice que Cecilia está mejor, pero que necesita más tiempo, que todavía no puede volver. Él no contesta. Su suegra corta.
La curtiembre lo oprime por el olor de las aguas servidas con pelo, tierra, aceite, sangre, residuos, grasa y químicos. Y por el Señor Urami.
El paisaje desolado lo obliga a recordar y a preguntarse, una vez más, por qué sigue en esa línea de trabajo. Estuvo sólo un año en el frigorífico El Ciprés, cuando terminó el colegio. Después decidió ir a estudiar veterinaria con aprobación y alegría del padre. Pero la epidemia del virus animal surgió al poco tiempo. Volvió a su casa porque su padre había enloquecido. Los médicos le diagnosticaron demencia senil, pero él sabe que su padre no soportó la Transición. Muchas personas se dejaron morir bajo la forma de una depresión aguda, otras se disociaron de la realidad, otras simplemente se mataron.
Ve el cartel “Curtiembre Hifu. 3 km”. El Señor Urami, el dueño, es un japonés que detesta al mundo en general y ama a la piel en particular.
Mientras maneja por el camino solitario, niega con la cabeza despacio porque no quiere recordar, pero recuerda. El padre hablando de los libros que lo vigilan por la noche, el padre acusando a los vecinos de ser asesinos a sueldo, el padre bailando con su mujer muerta, el padre perdido en el campo, en calzoncillos, cantándole el himno nacional a un árbol, el padre internado en un geriátrico, la venta del frigorífico para pagar las deudas y no perder la casa, la mirada ausente de su padre, aún hoy, cuando lo visita.
Entra en la curtiembre y siente un golpe en el pecho. Es el olor de los químicos que detienen el proceso de descomposición de la piel. Es un olor que asfixia. Todos trabajan en completo silencio. A primera vista pareciera casi trascendental, un silencio zen, pero es por el Señor Urami, que observa desde las alturas de la oficina. No sólo se asoma y controla a los empleados, sino que tiene cámaras por todas partes.
Sube a las oficinas. Nunca tiene que esperar. Invariablemente lo reciben dos secretarias japonesas que, sin preguntarle si lo quiere, le sirven té rojo en una taza transparente. El Señor Urami no mira a la gente. La mide. Siempre sonríe y él siente que, cuando el Señor Urami lo observa, en realidad está calculando cuántos metros de piel puede sacar en limpio si lo sacrifica, lo cuerea y lo descarna ahí mismo.
La oficina es sobria, elegante, pero de la pared cuelga una reproducción barata del Juicio Final de Miguel Ángel. Él la vio muchas veces, pero sólo ese día nota que hay un personaje que sostiene una piel desollada. El Señor Urami lo observa, le mira la cara de desconcierto y, adivinando sus pensamientos, le dice que es un mártir, San Bartolomé, que murió desollado, que le pareció un detalle de color. Él asiente sin decir una palabra porque le parece un detalle innecesario.
El Señor Urami habla, declama como si le estuviese revelando una serie de verdades inconmensurables a