Hay una cierva menos en el monte

Fragmento

Camping del arroyo San Francisco, 13 de abril de 2003.

Hay sitios que guardan un misterio. Hace millones de años, Conchillas fue habitada por gliptodontes y tigres dientes de sable. Bajo la tierra se han perpetuado esos animales de ferocidad salvaje y aquellos monstruos apacibles con caparazón de mulita. Sus restos fósiles escriben una prehistoria de misterios. El color del misterio puede ser blanco, azul, negro y aun rojo como la sangre. Aquella vez yo iba tras un misterio blanco que me dejara el alma como las manos al hundirlas en harina.

Conduje la camioneta durante más de una hora por la ruta 21, subiendo y bajando lomas, girando el volante en las curvas. Había atravesado el arroyo San Pedro, luego el arroyo San Juan, al fin tuve que detenerme ante una tropa de ganado Holando arreada por dos paisanos. Le pedí a Hortensia que no fuese tonta y no ladrase cuando se lanzó a gruñir contra la ventanilla. Espantaba a las vacas, y por ese motivo los paisanos me lanzaron miradas de fastidio.

Llegué a la bifurcación del camino que une la ruta con el pueblo. Me detuve a cargar combustible. En la cafetería de la estación de servicio compré coca cola y papas chips. A Hortensia le gusta lamer la sal. También compré una tarjeta telefónica, y tras vacilar un poco me dirigí al teléfono público y marqué un número que sonó cinco veces hasta que respondió la voz automática del contestador. Colgué sin dejar ningún mensaje. No habría podido usar mi celular porque estaba sin batería, me había olvidado de cargarlo la noche anterior. Pero en verdad yo no debía llamar a nadie. Ese era el trato que había hecho conmigo misma, aunque me costara cumplirlo.

Pienso que es extraño irse y no avisarle a nadie cuando una llega a alguna parte. Cuando era chica le tenía que avisar a mis padres adónde iba y cuándo volvía. No importaba si era verdad lo que les decía: ellos solamente fingían saber. Después que me casé, si me ausentaba aunque fuese por medio día, le avisaba a mi marido. Romper con el hábito de avisar dónde estoy era una de las cosas más extrañas que me sucedían desde el divorcio. Si bien por una parte me sentía orgullosa –como si fuese capaz de andar por el mundo como una romántica heroína novelesca– por otra palpaba el tamaño de mi soledad. Si la soledad pudiera medirse, en aquel momento yo me hallaba doscientos mil metros sola.

Hacia el Río de la Plata, rumbo al oeste, la ruta se desvía y un camino se interna hacia el pueblo. Las casas construidas por colonos ingleses del siglo XIX permanecen iguales: los techos de chapas rojas, las paredes anchas e irregulares que parecen hechas por las manos ásperas de un gigante. En Conchillas es difícil ver gente en la calle. Tal vez el calor en el verano y el frío en el invierno los obliguen a permanecer adentro. Después comprobé que los forasteros que caminan por las calles son espiados a través de nostálgicas cortinas de voile.

Tras recorrer algunas manzanas edificadas, empieza el campo otra vez. Y ocho quilómetros más hacia el oeste, siempre rumbo a la costa, arribé al muelle que divide la franja costera. La playa que da al sur se ve desde el camino, y queda detrás de la Prefectura. La que da hacia el norte es vecina a la zona de camping.

Era el domingo 13 de abril del año 2003 y comenzaba la semana de turismo. Nunca había pasado vacaciones a las orillas de un río. Hasta entonces, mis arrebatos otoñales –acompañada por alguna amiga– eran más bien urbanos: cruzar a Buenos Aires, ir al teatro, comprar algo de ropa. Pero un poeta amigo de mi madre, que solía almorzar con nosotros los domingos, elogió cierta vez las bellas costas del oeste, con sauces, ceibos, torcazas y muchachas que hacían los mandados, evanescentes como espejismos. Y esa vez mi madre suspiró y dijo que en Conchillas había nacido su abuelo. Desde aquel momento me dominó la emoción de aquella noticia, pero me la guardé como una medalla junto al corazón.

Ahora el río estaba ante mí, brillante y marrón, con camalotes a la deriva y la proa herrumbrada de un barco hundido. El lugar tenía algo dulzón y triste, como una canción aprendida en la juventud y luego olvidada.

Me había propuesto acampar con mi perra y mi gata, mis dos Hortensias. El nombre de mis animales podría hacer pensar que adoro las plantas. Pero no es así, sino mi simple y modesto homenaje al escritor Felisberto Hernández, quien fue pianista y me hace reír. Tal vez por haberlo leído y releído, yo entonces buscaba aquel misterio blanco que él había descubierto en las manos de una mujer, y que yo había intuido en la voz de mi madre cuando nombró a su abuelo, un bisabuelo al que nunca había oído nombrar antes. Esas razones me empujaron a Conchillas. ¿Cómo podía entonces adivinar la locura y el terror que encierran los otros colores del misterio?

Una vez que estacioné donde empieza el muelle, me dirigí a la Prefectura a pedir informes. Un cartelito en la puerta indicaba: “Espere un rato. Ya vuelvo”. Me senté en un banco al calor de un sol que parecía una yema de huevo y bebí con placer la lata de coca. Como mi perra ya se había comido las papas, abrí por completo la bolsita para que lamiese los restos de sal. No sé cuánto estuve así, porque en Conchillas el tiempo transcurre de un modo diferente. Eso lo aprendí después. A veces es extremadamente lento. Exasperante. Pero otras veces ni siquiera da tiempo a preguntar en qué se fue el día, cuando el sol ya está en el poniente.

El funcionario llegó en bicicleta. Tenía una gorra con visera y palillos en los bajos del pantalón para evitar ensuciarse con la grasa de la cadena.

—Buenas tardes. ¿Qué se le ofrece?

Le expliqué que me quedaría una semana por allí y que, como no conocía el lugar, necesitaba información sobre campamentos, hospedaje, sitios para comer. Me miró atentamente.

—¿Viene con su familia?

Le expliqué que tenía dos animales. Él dijo que podía acampar en el club de pesca, que era lo más recomendable, ya que estaba sola. Recalcó la palabra “sola”. Agregó que allí también podría comer, pero por las dudas me indicó la dirección de un par de almacenes donde preparaban pastas y carnes al mediodía. Le pregunté si habría mosquitos, pero en ese momento sonó el teléfono y no me respondió. El asunto de los mosquitos me preocupaba porque soy terriblemente alérgica a sus picaduras. Pero al comprobar que su conversación telefónica se alargaba se apoderó de mí mi antigua ansiedad. Así que le agradecí los datos –él me respondió con un gesto de la mano– y me dirigí al camping.

Doblé por los caminos de tierra en dirección al norte; buscaba un lugar donde instalarme. El aire era húmedo y la luz anaranjada.

En este país tienen la manía de las siglas. Las instituciones estatales, los sindicatos, las asociaciones civiles sin fines de lucro, cualquier cosa que se funde, forma su nombre reuniendo las iniciales de cada una de las palabras que en su totalidad constituyen una frase que explica el carácter de la institución. Por ejemplo, la radio nacional se llama SODRE, que aunque suena a lengua eslava, con gran pompa significa: Servicio Oficial de Difusión Radioeléctrica. Otras veces las palabras son compuestas y reúnen dos nombres, como el balneario Solymar, o el almacén de un balneario del este, que en vez de “almacén” o “provisión” tiene un cartel que dice “provicentro”.

El club al que me dirigía estaba ubicado a veinte metros d

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