La velocidad del entusiasmo

Fragmento

El mundo espejo

Sentado contra el ventanal, el cura Bastarrica sueña cosas prohibidas. Tiene porte de apóstol. Le llueven los brazos a los lados de la butaca. Está absorto en pensamientos leves y todos sus músculos caen por su propio peso, en total distensión.

Los dedos de su única mano penden plomados, largos y desproporcionados.

Bastarrica es un tipo reservado y esconde sus pensamientos lejos de las narices de los demás.

Todos los días, durante un par de horas, la congregación entera se reúne a rezar. En una primera etapa los sacerdotes comparten la oración, pero después la experiencia deviene personal y cada uno se entrega a sus pensamientos.

Bastarrica reza en la parte inicial, luego abandona esa práctica. Para entonces sus ideas adoptan formas y colores que están vedados para un religioso de su orden. Y con los párpados sellados se va muy lejos, en dirección contraria al cielo.

Cuando finalizan las dos horas de recogimiento matinal, famélicos de otros alimentos, los curas se retiran a la cocina. Bastarrica, en cambio, se queda en paz, otro rato, mientras le dura el vuelo. Los otros, al cobijo de una taza caliente, admiran su extraordinaria devoción y le permiten esa libertad en el horario. También como excepción admiten la postura poco ortodoxa que adopta para orar. Esa franquicia es producto de un episodio desgraciado en la vida de la congregación: el accidente en el que Bastarrica perdió su mano derecha.

Desde entonces los demás religiosos permitieron que el padre Gervasio (así es como lo llaman) corporizara ese aire desgarbado como un escudo personal, un mecanismo para exorcizar la desgracia.

También resultó un recurso apropiado para eludir la típica fórmula de juntar las manos o cruzar los dedos al momento de rezar; si Bastarrica lo intentara, la imagen sería grotesca, casi hereje.

La capilla está vacía. El padre Gervasio se derrite junto a la ventana.

La calma de su rostro y la curva de sus labios suponen un contacto intenso con la gracia divina, pero en realidad el cura está pensando en una tarde perfecta: de paseo por la ribera del río Tuna, que corta al medio las tierras del convento, Bastarrica se encuentra con una muchacha hermosa. Apenas la ve se enamora de su imagen. Ella está sentada sobre una roca y tiene los pies en el agua. Él se acerca temeroso y le sonríe. Ella lo invita a sentarse y lo convida con frutas frescas. Él acepta gustoso, y de su boca un durazno sangra miel, ámbar dulce, denso, fresco.

Charlan mientras comen y la noche se hace luminosa. Ninguno tiene apuro. La luna es clara, redonda, un agujero en el telón.

—¿Qué habrá del otro lado? —pregunta ella.

Bastarrica piensa que si uno pudiera asomarse tras el boquete lunar, vería un mundo igual a este en tamaño y forma, pero de colores brillantes e intensos.

Eso es lo que le contesta a Camomille (así se llama la muchacha) mientras come una pera que suelta agua del cielo, limpia, pura.

Camomille, sin dejar de mirar el firmamento, se pone a cantar; primero por lo bajo para luego ganar volumen.

Bastarrica acomoda sus oídos. Disfruta y teme la potencia de esa voz. Supone imposible que el mundo entero no escuche ese canto que debe llegar a través de la luna al mundo espejo, al otro lado.

De regreso de sus pensamientos, Bastarrica estira su cuerpo, mueve el cuello porque lo tiene agarrotado, y se va de la capilla. En la cocina se suma a sus compañeros que desayunan en silencio, con parsimonia.

el mundo está lleno de rufianes. siempre será igual. 

dudo y tengo pena de mí. sé que moriré en este lugar. eso me entristece y me da felicidad al mismo tiempo.

tristeza porque me pregunto si no sería mejor alejarme de este sitio, dejar de lado tanta quietud. felicidad porque entonces ya no debo moverme, angustiarme,

desenrollarme al futuro.

y después están esas ideas locas que me seducen cada día más. 

es como si una parte mía recién estuviese acomodándose, emergiendo.

¿tengo que dejarme llevar?, ¿tengo que forzar una salida? 

solo Dios sabe nuestros caminos.

solo Dios.

solo, Dios.

Los días transcurren sin sobresaltos. La vida de la congregación es rutinaria. La disciplina se impone por tradición y no son necesarios controles férreos o estructuras piramidales.

Las tareas se reparten entre todos y el ingreso de novatos se da en números reducidos, y cada muchos años.

Solamente Bastarrica, por ser el encargado de las compras en el pueblo, tiene contacto con el mundo exterior. Aunque tampoco se trata de un verdadero contacto, apenas unos minutos en la localidad más cercana que queda a casi cien kilómetros del convento; viaje que Bastarrica realiza aproximadamente cada dos meses, en un simpático camión de cambios automáticos.

Cada viaje contempla reclamos variados, pero en general la carga suele ser una mezcla de herramientas, materiales de limpieza y construcción, medicamentos, pinceles y pinturas. Estas últimas para el padre De León, que se encarga de mantener el blanco de las paredes del convento y los murales que él mismo pintó inspirándose en pasajes de la Biblia.

También alimenta con ellas su metejón artístico: una obsesión por pintar los paisajes y marinas que recuerda de su España natal.

Pocos son los alimentos que aparecen en la lista de pedidos, porque los curas se autoabastecen del huerto y de los animales que ellos mismos cuidan.

La comunidad está financiada por la inmensa fortuna que legó con tales propósitos un creyente entusiasta, que se mató al caerse de un gigantesco árbol al que se había trepado en un ataque de fiebre religiosa. Algunos caen para elevarse, pensó Bastarrica el día en que se enteró de la historia de la herencia.

Desde entonces, y como resultado de la vida austera que por prescripción del testamento llevaron adelante los religiosos, los fondos de la congregación no hicieron más que reproducirse a un ritmo lento pero constante en la caja fuerte de un importante banco.

Cada vez que Bastarrica llega al pueblo nota que la sangre se le acelera, que los nervios de todo el cuerpo se le tensan como las cuerdas de una guitarra: lo inunda una leve vibración que le nace en el estómago, que se traduce en elásticos azules y transparentes surcándole el interior y conectando así todo el sistema nervioso. Es una imagen curiosa, como tantas de las que asaltan su cerebro.

Siguiendo una rutina prefijada, el cura recorre los negocios de siempre y, apenas logra adquirir todo lo que aparece en la lista comunitaria, pega la vuelta.

El pueblo entero tiene incorporado a ese personaje gordinflón como «el cura de los mandados», y la vida de la congregación no ofrece mayor interés a los vecinos del lugar.

Bastarrica saluda con una inclinación a los que lo atienden y se vuelve por donde vino, con el camión rezongando al rozar los setenta kilómetros por hora.

El tema del vehículo es un punto de discusión. Bastarrica es el único que maneja y, aunque perdió la mano hace ya varios año

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos