De todos los nombres, el nombre

Fragmento

Orígenes

Paysandú, enero de 1942

—¿Cómo podés vivir en esta aldea? —le preguntó a su hermana, mientras se encontraba sentada sobre un generoso sillón de mimbre y se abanicaba con insistencia para aliviar el calor.

Su interlocutora, desde otro sillón gemelo y debajo de la galería que daba al jardín, se mantuvo un momento en silencio y luego respondió:

—Cuando te enamores serás capaz de ir hasta el fin del mundo si es necesario.

Ella sonrió y prefirió no insistir sobre el tema. Después de todo, era de mal gusto criticar el lugar que su hermana y su cuñado habían elegido para vivir y criar a sus hijos.

A la caída del sol, llegó el dueño de casa desde el hospital que dirigía, saludó a su esposa y a su cuñada, contuvo a sus dos hijos pequeños, que se abrazaron a sus piernas, y propuso ir a dar un paseo en el auto hasta el puerto.

—Quizás —dijo— encontremos algún lugar más fresco.

Cuando salieron a la vereda para subirse al coche, la muchacha, que para su interior seguía preguntándose cómo su hermana podía vivir ahí, cruzó la mirada con un hombre rubio que vestía traje de hilo crudo y sombrero de paja. El hombre salía de la casa de enfrente y, cuando abrió el sedán —ella estaba lejos de saber que era un Chevrolet de 1930—, saludó a sus vecinos con una leve inclinación de cabeza y un toque suave en el ala del sombrero. Luego encendió el motor y partió calle arriba hacia un rumbo desconocido.

La muchacha, con voz casi inaudible, le preguntó a su hermana:

—¿Quién es?

—Es uno de los solteros más codiciados de Paysandú —le informó.

Un año después, la muchacha retornaba a la «aldea» donde jamás había imaginado que viviría, por un motivo poderoso y exclusivo: se había enamorado del rubio de ojos claros que vivía frente a la casa de su hermana.

Todo había sucedido muy rápido: presentaciones, paseos, viajes recíprocos entre la capital y Paysandú, cartas, poemas y hasta una canción criolla que le dedicó su enamorado.

El 11 de diciembre de 1943, al mismo tiempo que el mundo se desangraba en una guerra descomunal y, entre otros hechos bélicos, las tropas rusas luchaban cuerpo a cuerpo para recuperar la ciudad de Kiev, ellos formalizaron su matrimonio y festejaron la unión en la misma casa donde ella se había preguntado cómo era posible vivir en esa aldea.

Esa muchacha fue mi madre y el rubio de ojos claros fue mi padre. Protagonistas, junto a mis hermanos y a tantos seres queridos que pueblan estos relatos, de un tiempo compartido y, sobre todo, de en una época irrepetible.

Ella se llamó María Josefina Galbiati, aunque fue más conocida como Tatá o Tatiana.

Él se llamó Santiago Nicolás Estefanell, y fue más popular por su amistad con Carlos Gardel que por sus actividades comerciales, y más reconocido por su simpatía que por sus habilidades musicales.

El Pinar, 2021

El puñado de relatos que comparto en este libro provienen de aquel pasado lejano, cuando Paysandú se caracterizaba por ser una ciudad industrial, pujante y orgullosa. Donde el ritmo de vida estaba pautado por las sirenas de las fábricas y el tañer de las campanas de la Basílica. Aquí verán los reflejos de una niñez privilegiada y, en lo que a mí concierne, los de una pequeña parcela del paraíso.

No sé cómo estos recuerdos han permanecido alojados en mí, pero sí sé que siempre acudieron a hacerme compañía en los momentos más oscuros y dolorosos que me tocó vivir, cuando la soledad, extendida en el tiempo, procuraba contrarrestar tanto vacío apoyándose en la memoria.

La reciente pandemia, con sus limitaciones, me estimuló a escribir —y a reescribir—, a bucear nuevamente en aquel mundo donde la poliomielitis también nos había aislado circunstancialmente, pero donde la inocencia nos permitió continuar jugando, mientras la carroza de la vida pasaba por la puerta de nuestras casas.

Flashes de la memoria

A veces me pregunto cuál es el recuerdo más remoto que guardo en mi memoria, y no puedo precisarlo. Solo sé que todos se presentan como un grupo algo informe de imágenes y situaciones que sucedieron cuando vivíamos en la casa de la calle Queguay, a media cuadra, entre Uruguay y Charrúa: un caserón noble, de fachada importante, con seis columnas sosteniendo el friso, cuatro ventanas a la vereda y un zaguán portentoso al medio, cancel con vidrios afiligranados y pisos de mármol blanco y negro que dibujaban un damero.

Mis recuerdos más antiguos provienen de esa geografía de ambientes amplios y espacios generosos. Allí vivieron mis padres, mi abuela materna, nuestra niñera Rosa, otra empleada con cama y nosotros, la prole integrada entonces por mi hermano Daniel, mis hermanas Mercedes y Ana, mi melliza Herminia y yo, quien, por conformación física, era el más pequeño de todos. De mascotas teníamos a un perro y a un canario. El perro vino a casa de cachorro a las pocas semanas de que naciéramos los mellizos. Su nombre era Falucho: un fox terrier que, mirado a la distancia, puedo asegurar que tuvo una vida bastante desgraciada. Dicen mis mayores que el canario murió en mis manos ni bien tuve suficiente capacidad motora, y suficiente altura, como para sacarlo de la jaula y asfixiarlo sin querer.

—Es que el Mellizo es muy curioso —aseguraba mi madre, intentando dar una explicación.

Del pobre canario y de su trágico final no tengo el menor recuerdo, solo la anécdota de mis mayores. De aquellos tiempos rescato escenas inconexas; entre ellas, veo a los vecinos Lamela y su casa de pisos de madera sin machimbrar, donde, entre tabla y tabla, quedaba una separación tan notoria que permitía adivinar un sótano oscuro y lúgubre debajo. Mi hermano Daniel era amigo de Pepe, único hijo de nuestros vecinos. Cada vez que mi hermano iba a jugar a la casa de Pepe, yo temía que lo atrapara el Cuco o el Viejo de la Bolsa, o cualquier ser monstruoso que habitara esas siniestras oquedades. No sé de dónde saqué esas ideas sobre los habitantes del sótano, pero no olvido mis recelos cuando, por una razón u otra, había que ir a lo de los Lamela. Por entonces, yo era un niño de tres años y estaba lejos de imaginar que dos décadas más tarde conocería una versión del infierno más atroz que cualquier fantasía infantil infectada de espectros y de en

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