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Noah

Rafael Michelini Delle Piane

Fragmento

Noah

I

EL PLAN INVISIBLE DE LA CORONA

Burgos, marzo de 1497

 

Esa noche fue una noche de sorpresas. ¡Vaya si hubo sorpresas en el Castillo! ¡Vaya si sufrió el pobre Noah en su charla con el comendador! Ya desde el principio, cuando la carreta avanzaba trabajosamente, y a los bueyes les costaba mucho subir por la senda empinada y llena de cicatrices de las últimas tormentas bravas, se advertía en el aire que sería una noche especial.

Como si fuera poco, en la penumbra las bestias se volvían temerosas ante cualquier ruido que anunciara un peligro. La lentitud de la marcha le daba a la travesía y a la noche una incertidumbre adicional.

Noah apretaba el pequeño bolso contra su cuerpo, y a la vez, con su otra mano, sostenía una kipá que tímidamente le cubría la cabeza, a punto de volar de allí. No podía evitar balancearse dentro del carruaje, según los traicioneros desniveles del camino. En su mano derecha llevaba un sombrero, para cuando fuera preciso ocultar su kipá.

La trémula vela del farol que iba en el yugo, entre las cornamentas de los bueyes, no alcanzaba para dar la luz que necesitaban. Solo marchaban algo más deprisa gracias al látigo adiestrado del cochero, quien con precisión golpeaba más en el sendero que en los animales para que el chasquido los azuzara lo suficiente en su andar.

La carreta, perezosa y bamboleante, se acercaba al castillo. La propiedad estaba en la cima del cerro, por ello se lo llamaba así, el Cerro del Castillo, en medio del pueblo de Burgos.

En realidad, era difícil llamar “pueblo” a Burgos. Villa o villorrio serían quizás términos más apropiados. Nadie sabía, tampoco Noah, si a estos cientos de ranchos hechos de barro y paja, los mejor plantados de piedra, todos apiñados en la ladera del cerro y mal olientes, merecían el nombre de pueblo, como acostumbraban los burgaleses a nombrarlo.

Pero los alrededores del castillo eran otra cosa. Casas aireadas, amplias, limpias, firmes, buen olor, amplios jardines y bien verdes; era notorio el cambio de ambiente al llegar a la zona de los señores. Ni qué decir del propio castillo, con sus parques, su aire refinado y el mobiliario producido en talleres de reputados ebanistas. El castillo era digno de pertenecer a la capital de la corona, porque él sí estaba a su altura y decoro.

El castillo tenía todo lo que un buen señor necesitaba. Pero Noah no había llegado a él para disfrutarlo, sino llevado por una emergencia de sanación que allí lo retuvo durante tres interminables días.

Después de eso había bajado al pueblo a refrescarse, cambiarse de ropa, atender a otros pacientes no tan graves, en fin… ocuparse de su consulta. Ahora regresaba para ver la evolución del niño enfermo. Unos días atrás, cuando lo auscultó, ardía por las fiebres. Aunque no lo confesara, anidaba en su pecho el temor de que se lo llevara la muerte. ¡Es tan duro ver morir a un niño!

El ritmo traqueteante de la carreta acompañaba las reflexiones de Noah, que se enfocaban en las razones que explicaban la decadencia de Burgos. ¿Cuándo había comenzado aquello? Probablemente desde que dejó de ser de hecho la capital del reino de Castilla. A pesar de que algunas normas se dictaban allí todavía, ya nada era igual.

Cuando Juana de Trastámara, a la que todo el mundo llamaba La Beltraneja por su cuestionable linaje, perdió la guerra por la herencia del trono con la reina Isabel I, Burgos pasó a segundo plano. ¿Sería esa la única razón?, se preguntó Noah.

Siglos atrás, Fernando III, El Santo (que de santo tenía poco o nada), había reconquistado para la corona de Castilla el reino de León. En ese momento Burgos era otra cosa, todo anunciaba prosperidad y futuro. Pero las cosas fueron cambiando para peor, poco a poco. Sin que nadie lo advirtiera.

El casamiento de la reina Isabel con Fernando II, rey de Aragón, veintiocho años atrás, había unificado casi toda la península ibérica, y cuanto más se agrandaba la corona, más se achicaba Burgos. Para este pueblo, esa alianza resultó fatal.

Desde 1492, al derrotar a Boabdil, el último sultán moro de Granada después de casi 800 años de presencia árabe en la península, el enorme poder de la corona alcanzaba los reinos de Castilla, León, Toledo, Córdoba, Sevilla, Galicia, Jaén y Murcia; así como al norte el Principado de Asturias y el Señorío de Vizcarra. Aquella unión matrimonial, tiempo atrás, también había incorporado a la poderosa corona de Aragón.

Para que toda la península quedara bajo el mando de Isabel I y Fernando II faltaban solo los reinos de Portugal y de Navarra.

La ambición de los reyes era inmensa y nadie sabía cuándo se iba a detener. ¿Se zamparían más tierras? ¿Irían tras Navarra? ¿Lo intentarían con el reino de Portugal? ¿Se atreverían a sumar estos dos reinos a ese plan invisible? Nadie lo sabía. Lo cierto es que cuanto más crecía el reino de Castilla, cuando más poder tenían los Reyes Católicos, más se empequeñecía Burgos. Parecía que cada vez llegaban menos caminos hasta este villorrio.

No contentos con los territorios conquistados en la península, la corona de castilla había logrado la proeza de llegar hasta las Indias, navegando hacia el oeste, desde 1492. Cristóbal Colón, apodado El Genovés, había partido, en ese mítico año, hacia Catay, allá en las Indias Orientales. Sus propósitos dieron frutos, había encontrado tierra dirigiendose hacia el poniente y fundado la colonia “La Española”, en una de las tantas islas de aquellos lares.

La ruta de las especias, como se la llamaba, significaría riquezas inimaginables para los Reyes Católicos. Oro, plata, pimienta, seda, piedras preciosas, condimentos de todo tipo y color, vaya uno a saber cuántos tesoros más para la grandeza de la corona de Castilla y Aragón. Además, hasta que otros reinos estuvieran en condiciones de seguir la misma ruta, la del poniente, la corona católica ya les llevaría años de ventaja.

También sucedió en aquel místico año de 1492, que el maestro Elio Antonio de Nebrija unificó la gramática castellana, esa que ahora era obligatoria en los documentos: todo debía escribirse en esta lengua para tener validez. Una gramática a la que la reina Isabel poca importancia le dio al principio y luego, al chasquido del látigo, a sangre de espada y lectura obligada de la Biblia, impusiera sin piedad hasta los mismos confines del universo.

Lo hispánico se agigantaba, ya sin musulmanes, y aún más, con las naos que surcaban los mares hacia el oeste llevando las palabras escritas de la lengua castellana a tierras incógnitas. Lengua, espada y Biblia, los estandartes de la conquista. Ya muy pocos miraban aún a Burgos, casi todos los ojos se orientaban hacia la mar océana, la Atlántica.

La asunción como comendador, en 1492, de don García Sarmiento, de linaje superior por parte de padre y abuelo materno, tampoco alcanzó para que Burgos volviera a la gloria perdida. ¿Ciudad o Villorrio del reino? Parecería más lo segundo que lo primero.

Pero aquel año de 1492 trajo otras sorpresas. Fue el año en que se dictó el decreto de expulsión de los judíos de aquellos reinos. Se culminaban con saña, ahora con una lengua uniformada, varias décadas de persecución y muerte a esa minoría religiosa en casi toda la península ibérica.

El edicto, escrito por Tomás de Torquemada, les daba a los judíos cuatro meses para vender sus pertenencias y salir del territorio peninsular. Entonces, todos los judíos recordaron los relatos familiares sobre las masacres de las juderías de Estella y Pamplona sucedidas ciento ochenta años atrás. Toda la comunidad judía recordaba aquellos hechos nefastos, donde varias sinagogas de Valladolid fueron incendiadas. No había que olvidar que la persecución a la comunidad judía se remontaba a 1321, y se extendió por más de cincuenta años. Incluso en Burgos, hasta 1366, a los judíos que no podían pagar los tributos se los reducía a la esclavitud, y de hecho a muchos de ellos se los vendió como tales. Cada familia albergaba una historia de dolor y muerte. Los hechos de 1492 revivían todo aquel horror.

Ya sin moros, doblegada y conquistada Granada –graciosamente se empezó a hablar de “Reconquista”, cuando el reino de Castilla recién ponía por primera vez un pie ahí–, con la gloria que significó para los Reyes Católicos esa trabajosa victoria, expulsar a los judíos parecía un juego de niños, y así se aseguraba la pureza religiosa y racial de este reino con vocación colonial, de fronteras indefinidas.

Luego del Edicto de Torquemada no hubo tiempo para nada más, ni siquiera para pensar. El terror, en la comunidad judía, era total. Fue una estampida. ¿Dónde ir? ¿Qué hacer con los ancianos o enfermos que no podían viajar? ¿Y los que no tenían dinero?

Todo pasaba a la vista de todos, pero la mirada de los cristianos acomodados, de los nobles, de los señores católicos parecía dirigirse solo más allá de la mar, indiferentes al entorno cercano y a los edictos de los Reyes Católicos, que de esa forma se aseguraban la pureza de su fe a lo largo de toda la extensión del imperio ibérico.

Fueron días de sinrazón, signados por la persecución, el horror y los tratos inhumanos.

Esos cinco años, desde 1492 hasta 1497, habían sido vertiginosos para Noah; eso reflexionaba en el sinuoso camino. De ser un médico o un simple salva vidas –como él se veía– de los burgaleses y forasteros que llegaban al pueblo, a tener un propósito de vida, vivir todos los días con su Yahvé en la boca y tener a la muerte persiguiéndolo a la vuelta de cada camino.

Noah

II

NOAH, UN LÍDER DE LA RESISTENCIA

Elías, el abuelo de Noah, a menudo le había hablado sobre aquel médico cordobés llamado Moisés Maimónides, quien se había erigido en defensor de muchos judíos caídos en desgracia en diferentes partes del mundo. ¿Sería cierto que tenía una inteligencia prodigiosa? ¿Cómo saber si aquello no se había agigantado con el tiempo y los decires de los legos? Su fama había traspasado fronteras, su sabiduría también.

Para Noah, Moisés Maimónides era un referente. Tanto un ejemplo filosófico, científico y médico, como un hombre solidario que ayudó y salvó a cientos de sus hermanos judíos perseguidos por el rey cristiano Amalarico I, de la ciudad de Bilbays del Bajo Egipto hasta su muerte en 1204.

Quizás por ello Noah se convirtió en médico, quizás también por ello se convirtió en un líder de la resistencia.

Mejor Miguel, Fernán, Sancho, Mendo, Felipe… Que los nombres de tus hijos sean cristianos, así no les obstruyes el camino hacia la posible felicidad. Estos Reyes Católicos nos van a perseguir de por vida, y agregaba: Nunca en la historia de la humanidad, ni en el presente ni en el futuro, ni en este reino ni en cualquier otro, los judíos seremos tan perseguidos como lo hacen estos reyes. Ni Adriano, el emperador romano, fue tan abusivo. Quizás él pensó que estaba obligado a aplastar la rebelión, que no le quedaba otra alternativa, pero ¿qué rebelión hay aquí en la península ibérica para que se nos trate como a perros? Aquí lo que se quiere es la pureza religiosa, no hay otra razón, le recordaba permanentemente su abuelo Elías, longevo como pocos.

En el propio pueblo no conocieron a nadie tan viejo como él. Y fue por él que ese año de expulsión de los judíos o de la crueldad de Torquemada, como algunos lo llamaban para absolver de responsabilidad a la reina, Noah se quedó en Burgos. Muertos sus padres tempranamente, el abuelo Elías fue su mentor y lo acompañó por muchos años.

Elías murió al año siguiente de aquel nefasto 1492. Noah se sintió abandonado. O quizás era un truco, uno más de su abuelo, para que el joven médico asumiera, muy a su pesar, como cabeza de familia. En esa posición debió sobrevivir en esta tierra expulsiva, católica y represora.

A la decadencia de Burgos se le sumaba la pérdida de la libertad religiosa. Jacob Noah Roth, médico por vocación, recordaba en el camino al Castillo del Cerro, en esa carreta tirada por bueyes en la noche, los consejos de Elías en cuanto a que a sus bisnietos les pusiera nombres católicos.

Noah sabía que su abuelo solía tener razón, y deseaba que, pasada la persecución desatada por esta reina, y despejada la tormenta, como tantas otras veces había ocurrido, todo volviera a la normalidad. Aspiraba a que los judíos no fueran perseguidos más en este mundo. Pero ya le resultaba difícil recordar, en su tierra, los tiempos de paz…

Fue el abuelo Elías quien un día empezó a llamarse a sí mismo Eli. También fue él quien le informó que había cambiado, en la anotación de su nacimiento, su nombre. Noah ahora era un sencillo Noel; Roth se convirtió en Rojo en la simpleza de su traducción. Como por arte de magia, el Jacob desapareció.

Todo aquello le costó un puñado de maravedíes de oro, con la cara de la propia reina, entregados a un cura cuya tarea era dedicarse por entero a redimir a las pecadoras que, a tales fines, llevaba seguido a su convento. Ahí las tenía por días para quitarles el pecado del alma. Para ello las exorcizaba con masajes suaves y delicados, así como baños con agua tibia con pétalos de rosas. Las almas pecadoras caían rendidas a sus encantos.

Aquellas monedas ofrecidas por Elías nunca llegarían a Roma, ni a Castilla, ni a la Catedral de Burgos siquiera, siempre en construcción, ya que las decenas de hijos sin padre, pero hijos de esas almas desviadas y con sospechado padre de sotana, las precisaban mucho más para su propia supervivencia.

A la mujer de Noah, Sara, no hubo necesidad de cambiarle el nombre. Llamarse Sara lo hacía todo más sencillo.

Al médico no le gustaba que lo llamaran marrano, como empezaron a nombrar en los diferentes pueblos de Castilla a los judíos que se convertían al catolicismo. Por

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