Muerte de un extraño

Anne Perry

Fragmento

Prologo

Prólogo

Prólogo

Monk contemplaba desde la orilla los reflejos de la luz en las turbias aguas del Támesis mientras la ciudad se sumía en la penumbra del atardecer. Había resuelto su último caso a plena satisfacción del cliente y llevaba la nada despreciable suma de veinte guineas en el bolsillo. Tras él, los carruajes surcaban el ocaso primaveral y las risas puntuaban el chacoloteo de cascos y el tintineo de jaeces.

Estaba demasiado lejos de Fitzroy Street para ir a pie a casa y, por otra parte, un coche de punto constituía un gasto innecesario. En ómnibus iría la mar de bien. No tenía prisa, ya que Hester no lo estaría esperando. Aquélla era una de las noches en las que trabajaba en la casa de socorro de Coldbath Square que se había abierto con dinero de Callandra Daviot con el propósito de ofrecer asistencia médica a las mujeres de la calle que hubiesen resultado heridas o caído enfermas, las más de las veces en el desempeño de su oficio.

Se sentía orgulloso del trabajo que hacía Hester, a pesar de que echaba en falta su compañía por la noche. Aún lo invadía un cierto temor cada vez que percibía hasta qué punto, desde la boda, se había acostumbrado a hacerla partícipe de sus pensamientos, así como a su risa, a sus ideas o, simplemente, a levantar la vista y verla en la misma habitación. Reinaba una calidez en la casa que desaparecía cuando ella no estaba.

¡Qué poco encajaba aquello con su antigua forma de ser! En el pasado jamás hubiese compartido su intimidad con otra persona, como tampoco habría permitido que nadie le resultara tan importante como para que su estado de ánimo llegase a depender de su presencia. Se sorprendió al constatar lo mucho que prefería al hombre en el que se había convertido.

Pensar en asistencia médica y en la ayuda de Callandra llevó el hilo de sus pensamientos hacia el último asesinato del que se había ocupado, y hacia Kristian Beck, cuya vida había quedado destrozada por éste. Kristian había descubierto cosas sobre sí mismo y su esposa que habían invalidado sus creencias e incluso los cimientos de su propia identidad. Toda su herencia había resultado ser algo ajeno a lo que siempre había supuesto, así como su cultura, su fe y la esencia de su ser.

Monk comprendía como nadie el susto que se había llevado y la abrumadora confusión que se había apoderado de él. Un accidente de carruaje acaecido seis años atrás, en 1856, lo había desposeído de todo recuerdo anterior a esa fecha, obligándolo sin remedio a crear de nuevo su propia identidad. Monk había deducido muchas cosas acerca de sí mismo partiendo de pruebas irrefutables y, si bien algunas le parecían admirables, también abundaban las que le disgustaban y ensombrecían lo que aún le quedaba por descubrir.

A pesar de su felicidad actual, esas vastas extensiones de ignorancia seguían turbándolo de vez en cuando. Los demoledores descubrimientos de Kristian habían despertado nuevas dudas en el fuero interno de Monk, así como una dolorosa conciencia de no saber prácticamente nada sobre sus raíces ni sobre las personas y creencias entre los que había crecido.

Monk era oriundo de Northumberland, de un pueblecito costero donde seguía viviendo su hermana Beth. Había perdido contacto con ella y la culpa era sólo de él; en parte por temor a lo que pudiera contarle sobre su persona, en parte por mera enajenación de un pasado que ya no podía recordar. No se sentía en absoluto vinculado con cuanto a aquella vida concernía.

Seguro que Beth le habría hablado de sus padres y posiblemente hasta de sus abuelos, pero prefirió no preguntar.

¿Acaso ahora que las circunstancias apremiaban debería intentar tender un puente hacia su hermana para enterarse de cuanto ella pudiera revelarle? ¿O tal vez descubriría, como Kristian, que su herencia no tenía nada que ver con su ser actual y que lo habían apartado de los suyos? Quizás averiguaría, como había hecho Kristian, que las creencias y la moralidad de aquéllos eran contrarias a las suyas.

En cuanto a Kristian, le habían arrancado de las manos el pasado en el que creía y que le había otorgado una identidad, demostrando ser una invención fruto del instinto de supervivencia, muy comprensible, aunque no admirable, y tremendamente difícil de poseer.

Si Monk por fin se conociera a sí mismo tal como a la mayoría de las personas les ocurre de forma espontánea —los vínculos religiosos, las lealtades, los amores y odios familiares—, ¿acaso descubriría también dentro de sí a un desconocido que, para postre, no sería de su agrado?

Dejó de contemplar el río y anduvo por la acera hacia el lugar más cercano donde cruzar la calle entre el tráfico y tomar el ómnibus para regresar a casa.

Quizá volviese a escribir a Beth, aunque no de inmediato. Precisaba saber más. La experiencia de Kristian pesaba sobre su conciencia y no lo dejaría en paz. Pero también tenía miedo, pues las posibilidades eran muchas y todas inquietantes, y valoraba demasiado lo que con tanto esfuerzo había creado como para correr el riesgo de echarlo a perder.

Tripa

Capítulo 1

1

Se oyó un ruido fuera de la casa de socorro para mujeres de Coldbath Square. Hester hacía el turno de noche. Se volvió del hornillo, con una cuchara de palo en la mano, al tiempo que la puerta de la calle se abría. Tres mujeres ocupaban la entrada, como apoyándose la una en la otra. Sus ropas baratas estaban rasgadas y manchadas de sangre, igual que los rostros, amarillentos a la luz de la lámpara de gas que había en la pared. Una de ellas, con un moño de pelo rubio medio deshecho, levantó la mano izquierda como si temiera tener la muñeca rota.

La mujer del medio era más alta, llevaba la melena morena suelta y jadeaba; le costaba trabajo respirar. La sangre manchaba la pechera de su ajado vestido de raso, así como sus altos pómulos.

La tercera mujer era de más edad, rayaba los cuarenta, y presentaba moretones en los brazos, el cuello y la mandíbula.

—¡Eh, señora! —dijo mientras empujaba a las demás para que entraran en la cálida y amplia habitación, que tenía el suelo de entarimado reluciente y las paredes encaladas—. Señora Monk, tendrá que echarnos una mano otra vez. Ésta es Kitty, y está hecha un desastre. Igual que yo. Y para mí que tiene la muñeca rota.

Hester dejó la cuchara y se acercó a ellas, no sin antes volver la vista atrás para asegurarse de que Margaret estuviera preparando agua caliente, paños, vendas y la infusión de hierbas, lo cual haría la limpieza de las heridas más fácil y menos dolorosa. La función de aquel lugar era atender a las mujeres de la calle que estuvieran heridas o enfermas, pues no tenían dinero para pagar a un médico ni se las admitía en otras instituciones benéficas más respetables. La idea de abrir la casa de socorro había sido de su amiga Callandra Daviot, quien había aportado los fondos iniciales antes de que las circunstancias de su vida personal la reclamaran lejos de Londres.

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