Noches de Bonanza

Hugo Burel

Fragmento

1

–Quiero confesarme, Padre, he pecado –dijo Keller y miró la esterilla del costado del confesionario esperando una respuesta.

Después de unos segundos de silencio, una voz aguardentosa y calma respondió:

–Habla, hijo mío, cuéntame tus pecados.

Arrodillado, Keller dudó, hasta que por fin dijo:

–He matado, Padre. Asesiné a cuatro... mejor dicho, cinco personas.

Por toda respuesta, escuchó una tos seca seguida de una corta risita. Algo crujió del otro lado de la esterilla, como si el cura se hubiese acomodado en su asiento y la vieja madera del confesionario se quejara por su peso. En la iglesia silenciosa y vacía, el crujido se amplificó y retumbó en las alturas de la nave central.

–A ver, cuéntame, ¿qué has hecho? –preguntó la voz, ahora cavernosa y profunda. Tenía ese dejo de curiosidad morbosa que siempre había escuchado en la voz de los sacerdotes, cuando era un niño y se confesaba los domingos en la parroquia.

–Lo que acabo de decirle: maté personas, Padre, pero fue por amor.

–Entiendo... ¿Y estás arrepentido? –La voz pareció dulcificarse, interesada y con un matiz de ansiedad por la respuesta.

El asiento volvió a crujir, a retumbar en el espacio helado de la iglesia. Keller sintió que un frío le corría por la espalda.

–¿Debería estarlo?

–Se supone que por eso has venido, ¿no? El arrepentimiento es el principio de la confesión y su necesidad –dijo el cura, casi en un murmullo.

A través de los orificios de la esterilla, Keller pudo distinguir la silueta de una cabeza, inclinada hacia delante. Un aroma a incienso empezó a fluir del interior del confesionario y un humo plateado envolvió la cabeza.

–¿Usted me creería? –preguntó, mientras el olor del incienso crecía, agrio y penetrante.

–Si te arrepientes de corazón, sí.

–¿Cómo está tan seguro, Padre?

–Tengo que estarlo, para luego poder administrar el perdón de tus pecados. Vamos, hijo, alivia tu conciencia, confiésate ante Dios. Él te conoce y sabe si mientes o no. Por lo tanto, deposito mi confianza en Él. Adelante. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Puedes empezar.

El humo del incienso quemándose se esparcía, espeso, a través de la esterilla y Keller empezó a sofocarse. De pronto estuvo envuelto en una miasma putrefacta y gris mientras el confesionario ardía y se convertía en una tea ante sus ojos.

A punto de asfixiarse y quemarse en las llamas, Keller despertó.

Se había quedado dormido en el sofá del living comedor, vestido y con los zapatos puestos, bañado en transpiración; le dolía la nuca debido a la mala posición en la que estaba antes de dormirse. Lentamente fue regresando a la realidad y cuando miró el reloj de su muñeca vio que eran las tres de la mañana. Increíblemente, todavía podía oler el incienso del sueño porque en su memoria la sensación olfativa perduraba, nítida y verdadera; aún podía sentir el calor de las llamas sobre la piel. Se incorporó del sofá y movilizó sus miembros entumecidos. Pensó cuánto tiempo hacía que no se confesaba y concluyó que eso no sucedía desde que era niño. De hecho, tuvo la sensación de que en el sueño él era ese niño, confesando por anticipado los crímenes que cometería de grande.

Sacó de la heladera la botella de agua y bebió casi un tercio hasta quedar saciado. La voz del cura retumbaba en su cerebro, falsa y estentórea, acaso más alta que en el sueño y dotada de un tono inquisitorial y apremiante.

Abrió la canilla del fregadero y se lavó la cara y la nuca transpiradas. Los retazos del sueño fueron desvaneciéndose y a su mente regresó el problema que había estado considerando antes de quedarse dormido. Volvió a la mesa del Sorocabana, en la que había conversado con la desconocida que lo citó en el café para ofrecerle en venta la agenda de Flavio Olavarría donde figuraban su nombre y su dirección.

La mujer, que dijo llamarse Mabel, le contó que había estado con Olavarría la noche que este había sido ultimado en la habitación 204 del Hotel La Alhambra. Lo había recibido en su apartamento del edificio Ciudadela y al otro día había encontrado la libretita de Olavarría caída en el piso. Al hojearla, vio los datos de Keller y recordó que Olavarría había mencionado a Keller varias veces para insultarlo, antes de irse y ser asesinado en el hotel. Al tanto de que la policía no avanzaba en la resolución de ese crimen, la mujer pensaba que el nombre de Keller en la agenda podía interesarle a los investigadores y entonces había decidido citarlo en el Sorocabana para ofrecerle esa agenda a cambio de cinco mil pesos.

2

Eran las tres y media de la mañana. Keller se preparó una tisana y se sentó a la pequeña mesa de la cocina, como si ante él, al otro lado, hubiese alguien que lo mirara con atención. Lo que en realidad veía era el rostro de Mabel que le recordaba a la actriz Ava Gardner. Podía evocar su figura esbelta y sensual caminando entre las mesas del Sorocabana hasta llegar a donde él estaba, con el ejemplar de El Diario doblado sobre la mesa, la seña acordada para que ella pudiera reconocerlo.

Cuando dio el primer sorbo a la tisana, la imagen de Mabel se perfeccionó en la mente de Keller. La mujer lo había sacudido y quizá perturbado de una manera inesperada, al punto de estar evocándola casi con placer y sin que le importara la amenaza que la desconocida representaba. Había sido clara y directa: en dos días lo esperaba en el Sorocabana, a la misma hora, y él debía pagarle cinco mil pesos para hacerse de la agenda de Olavarría. Por supuesto que Keller no había admitido que conocía a Olavarría o que el contenido de la agenda lo inquietaba. Como se dice en el juego de truco, había jugado callado. Planteadas las condiciones de la negociación, la mujer se había retirado del café con el mismo andar seductor y sensual con el que llegara. Keller no atinó a nada una vez que ella le hizo la oferta y ni siquiera tuvo reflejos para levantarse y seguirla, saber si era verdad que vivía en el Ciudadela, el edificio más moderno de Montevideo, terminado de construir un año antes.

La única prueba que la mujer había aportado sobre la existencia de la agenda era una xerografía de la página en la que figuraban los datos de Keller. Luego de mirarla y cuando ella ya se había retirado, Keller la rompió en varios pedazos que dejó sobre el cenicero de la mesa. ¿Era esa la letra

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