I
1.
Al principio pensaron que era el cuerpo de un niño. Más tarde, cuando lo sacaron del agua y vieron el vello púbico y las manchas de nicotina en los dedos, se dieron cuenta de su error. Hombre, al final de la veintena o al principio de la treintena, completamente desnudo excepto por un calcetín, el izquierdo. Tenía hematomas en la parte superior del torso y su rostro estaba tan desfigurado que incluso a su propia madre le habría costado reconocerlo. Una pareja de enamorados lo había descubierto, un pálido resplandor entre el muro del canal y el flanco de una barcaza amarrada. La chica llamó a la policía y el sargento que estaba en recepción pasó el aviso al despacho del inspector Hackett, pero Hackett ya se había marchado y quien respondió fue su ayudante, el joven Jenkins, que estaba en su cubículo, detrás de las celdas, escribiendo sus informes semanales.
—Un cuerpo flotando, mi sargento —dijo el hombre en recepción—. En Mespil Road, bajo el puente de Leeson Street.
La primera reacción del sargento Jenkins fue llamar por teléfono a su jefe, pero cambió de idea. A Hackett le gustaba dormir tranquilo y no se tomaría bien que le interrumpieran el sueño. Había dos compañeros en la sala de guardia: Quinlan, del cuerpo de motoristas, y otro, que había hecho una pausa en su ronda para tomar una taza de té. Jenkins les dijo que necesitaba su ayuda.
Quinlan estaba a punto de acabar su turno y la perspectiva de continuar trabajando no le agradó.
—Le prometió a su esposa que regresaría pronto —dijo el otro, Hendricks, guiñando un ojo, y se rio burlón.
Quinlan era un hombre grande y lento, de pelo engominado y ojos saltones. Aunque aún llevaba las polainas de cuero, ya se había quitado la guerrera. Permaneció inmóvil con el casco en la mano y sus ojos de sapo miraron glaciales a Jenkins. Este casi podía oír el engranaje del cerebro del hombretón, girando lentamente mientras calculaba cuántas horas extra podría rascar con aquel trabajo nocturno. Hendricks no acababa el turno hasta las cuatro de la madrugada.
—¡Al diablo! —Quinlan se encogió de hombros con irritada resignación y cogió la guerrera del colgador.
Hendricks se rio de nuevo.
—¿Hay algún coche en el patio? —preguntó Jenkins.
—Sí, vi uno cuando entré a trabajar —contestó Hendricks.
Jenkins nunca se había fijado hasta entonces en lo plana que era la cabeza de Hendricks por detrás. El cuello se prolongaba de manera vertical hasta la coronilla, como si hubiesen seccionado con un limpio corte la parte posterior del cráneo y el cabello hubiera vuelto a crecer sobre la cicatriz. Debía de tener un cerebro del tamaño de un limón. De medio limón.
—Bien —dijo Jenkins, tratando de sonar al mismo tiempo enérgico y desganado, igual que su jefe—. En marcha.
Sacar el cuerpo del canal no resultó fácil. El nivel del agua estaba bajo y Hendricks tuvo que acercarse a Portobello para levantar de la cama al encargado de la esclusa. El sargento Jenkins encargó a Quinlan que inspeccionara el lugar de los hechos con la linterna, mientras él se acercaba a la pareja de enamorados que habían visto el cuerpo para hablar con ellos. La muchacha estaba sentada en un banco de hierro forjado bajo un árbol, estrujando un pañuelo y gimoteando. Su rostro se veía muy pálido en las sombras y, cada pocos segundos, un gran escalofrío estremecía su cuerpo y le hacía contraer los hombros. Su novio permanecía rezagado en la oscuridad, fumando nervioso.
—¿Podemos irnos ya, agente? —le preguntó intranquilo a Jenkins en voz baja.
Jenkins lo miró atentamente, intentando distinguir sus rasgos, pero la luz de la luna no alcanzaba tan lejos bajo el árbol. Parecía mucho mayor que la chica, un cuarentón, de hecho. ¿Sería un hombre casado y ella, su amiguita? Volvió a fijarse en la chica.
—¿A qué hora lo encontraron?
—¿Hora? —repitió ella, como si no comprendiera esa palabra. Su voz temblaba.
—No pasa nada, señorita —dijo con amabilidad Jenkins, sin saber muy bien por qué lo decía. Era el tipo de frase que usaban los detectives de las películas. Adoptó de nuevo una pose profesional—. Después de encontrarlo, llamaron inmediatamente, ¿no es así? —Jenkins se dirigió al hombre en la sombra.
—Ella casi tuvo que caminar hasta Baggot Street para dar con un teléfono que funcionara —contestó él. Antes había dicho su nombre, pero Jenkins lo había olvidado en el acto. ¿Wallace? ¿Walsh? Algo parecido.
—Y usted permaneció aquí.
—Pensé que debía quedarme a vigilar… el cuerpo.
Sí, claro, pensó Jenkins, por si acaso salía del agua y se largaba. Más bien, se había quedado para evitar ser él quien hiciera la llamada, temeroso de que le preguntaran quién era y qué estaba haciendo a la orilla del canal a esa hora de la noche en compañía de una jovencita a la que doblaba la edad.
Un coche que pasaba aminoró la velocidad y su conductor, intrigado por ver lo que sucedía, estiró el cuello por la ventanilla, su rostro expectante, ceniciento y esférico como la luna.
La chica llevaba el cabello rizado con permanente y vestía una falda de tela escocesa con un llamativo imperdible y zapatos planos. No cesaba de carraspear y de apretar espasmódicamente el pañuelo. Se cubría los hombros con la chaqueta del hombre. Él llevaba un chaleco con dibujo nórdico. Para ser abril, hacía una noche templada, pero aun así el tipo debía de tener frío. Aquel gesto de galantería sugería que era su amante.
—¿Vive cerca? —preguntó Jenkins a la joven.
—Mi piso está en Leeson Street, sobre la farmacia —contestó ella, señalando en aquella dirección.
El hombre, en silencio, dio una calada a su cigarrillo. La brasa brilló en la oscuridad e iluminó su rostro con un resplandor infernal. Ojos pequeños, brillantes y ansiosos; nariz grande como una patata. Como mínimo, tendría cuarenta y cinco años; la chica no debía de tener más de veintiuno.
—El agente les tomará sus datos —dijo Jenkins.
Se giró y llamó a Quinlan, que permanecía en cuclillas a la orilla del canal, con el rostro inclinado hacia el agua mientras movía la linterna sobre el cadáver flotante. No había encontrado nada en los alrededores, ni ropa ni pertenencias. A aquel tipo, quienquiera que fuese, lo habían traído hasta allí desde otro lugar. Quinlan se irguió y se aproximó a ellos.
El hombre salió con rapidez de debajo del árbol y puso una mano sobre el brazo de Jenkins.
—Escuche, yo no debería estar aquí —le dijo, acuciante—. Quiero decir que… que, a esta hora, me estarán echando en falta en casa —miró con intención el rostro de Jenkins, intentando esbozar una sonrisa de complicidad masculina, pero lo único que consiguió fue una mueca.
—Dele su nombre y dirección al policía y luego podrá marcharse —repuso Jenkins con frialdad.
—¿Es suficiente si le doy la dirección de mi oficina?
—Sí, siempre que sea un lugar donde podamos ponernos en contacto con usted.
—Soy perito de la propiedad —dijo el hombre, como si aquel fuera un dato relevante para lo sucedido aquella noche. Su sonrisa aparecía y desaparecía como la luz de una bombilla defectuosa—. Le agradecería si…
El sonido de unas fuertes pisadas tras ellos les hizo girarse. Hendricks avanzaba por el sendero asfaltado que descendía de la carretera en compañía de un hombre corpulento con una enorme cabeza y sin sombrero. El tipo llevaba la parte superior de un pijama de rayas bajo la chaqueta. Era el encargado de la esclusa.
—¡Por los clavos de Cristo! —dijo sin preámbulos dirigiéndose a Jenkins—. ¿Sabe qué hora es?
Jenkins ignoró la pregunta.
—Necesitamos que suba el nivel del agua. Debe hacerlo lentamente, hay un cuerpo flotando —le explicó.
Al ver que Jenkins se alejaba, el tal Walsh o Wallace intentó en vano tirarle de la manga para detenerle. El encargado de la esclusa se aproximó al borde del canal, se inclinó hacia delante con las manos apoyadas en las rodillas y observó el cadáver con los ojos entrecerrados.
—¡Dios mío! ¡Pero si es un niño! —exclamó.
Colocaron el coche patrulla atravesado en la carretera, con las ruedas de delante sobre el sendero para que los faros iluminaran la escena. El encargado de la esclusa había utilizado su llave y el agua caía en un chorro resplandeciente a través de las compuertas. Quinlan y Hendricks se subieron a la barcaza, encontraron dos pértigas de madera y empujaron con ellas contra la pared del canal para evitar que la barcaza se balanceara y aplastara el cuerpo.
El cadáver flotaba boca abajo; los brazos, inertes; en su espalda, un brillo fosforescente. Walsh o Wallace y su pareja ya le habían dado sus datos a Quinlan, pero continuaban allí. Era obvio que la joven quería irse, pero el hombre se demoraba a pesar de la ansiedad que antes había mostrado por marcharse. Sin duda, le podía más la curiosidad de ver el cadáver cuando lo sacaran del agua. Quinlan había traído una lona del maletero del coche y la había extendido sobre la hierba. Los dos policías se arrodillaron sobre las losas de granito y, de un tirón, sacaron del canal el cuerpo empapado y lo tumbaron de espaldas. Hubo un instante de silencio.
—No es un niño —dijo Quinlan.
Hendricks se inclinó con rapidez y le quitó el calcetín al muerto. Parecía lo correcto, aunque nadie hubiese hecho ningún comentario al respecto.
—Miren su rostro —dijo el hombre, sobrecogido. No le habían oído aproximarse, pero allí estaba, inclinado y observando el cuerpo con avidez.
—Lo han reventado a golpes —dijo Quinlan.
Jenkins le lanzó una mirada recriminatoria; Quinlan era un malhablado y no tenía ningún sentido de la oportunidad. Después de todo, se estaba refiriendo a un muerto. Hendricks dobló una rodilla sobre las losas y plegó la lona a ambos lados para cubrir la parte inferior del cuerpo.
—Pobre desgraciado —musitó el encargado de la esclusa.
A ninguno se le había ocurrido llamar para pedir una ambulancia. ¿Cómo iban a trasladar el cuerpo desde allí? Jenkins hundió la mano en el bolsillo del abrigo y cerró el puño con ira. El único culpable era él; eso significaba estar al mando, reflexionó amargamente. Hendricks se dirigió al coche patrulla en busca del walkie-talkie, pero el aparato estaba caprichoso y solo emitía crepitaciones agudas y de vez en cuando un áspero graznido.
—De nada sirve que zarandees el maldito artilugio —dijo Quinlan con irónico desdén.
Hendricks continuó como si no lo hubiera oído. Con el aparato pegado a la oreja, hablaba en voz muy alta por el transmisor:
—Hola, Pearse Street, hablando con Pearse Street.
A continuación, lo alejaba y lo miraba con reprobación, como si se tratara de una mascota que se negara a ejecutar un sencillo ejercicio que él le hubiera enseñado tras mucho tiempo y dedicación.
Jenkins se volvió hacia la joven sentada en el banco.
—¿Dónde está la cabina telefónica?
A ella, aún conmocionada, le costó un instante comprenderle.
—Por allí —dijo, señalando Mespil Road—. Frente a la librería Parsons. La cabina que hay en Leeson Street está averiada, como de costumbre.
—¡Dios santo! —rezongó Jenkins antes de dirigirse a Quinlan—. Ve por Wilton Terrace a ver si encuentras una cabina. Puede que haya una más cerca.
Quinlan frunció el ceño. Estaba claro que no le gustaba recibir órdenes.
—Ya voy yo —dijo Hendricks, y sacudió el walkie-talkie de nuevo—. Este aparato no sirve para nada.
Jenkins titubeó. Había dado una orden a Quinlan y era él quien tenía que obedecerla; Hendricks no debía entrometerse. Sintió un leve desfallecimiento. Conseguir que reconocieran su autoridad no estaba siendo fácil, aunque al inspector Hackett no parecía costarle ningún esfuerzo. ¿Sería una cuestión de experiencia o era un don con el que se nacía?
—De acuerdo —contestó con sequedad a Hendricks, pero este ya se había puesto en marcha. ¿Debía ordenarle que regresara y obligarle a que le saludara? Estaba seguro de que un policía de servicio ha de saludar a un sargento. Ojalá hubiera llamado a Hackett en el primer momento, aun a riesgo de sufrir la ira del viejo cascarrabias.
Walsh o Wallace, que parecía haber olvidado definitivamente su antigua prisa por irse, se aproximó a Quinlan y comenzó a hablar de un partido previsto el domingo en Croke Park. ¿Cómo era posible que los tipos a quienes les gustaba el deporte se reconocieran en el acto? Ambos estaban fumando, aunque Quinlan escondía su cigarrillo en la mano ahuecada. Los agentes de servicio tenían prohibido fumar, como bien sabía Jenkins. ¿Debía amonestarle, ordenarle que apagara el pitillo al instante? Decidió simular que no le había visto. Se dio cuenta de que estaba sudando y deslizó un dedo por el interior del cuello de la camisa.
En el banco, la chica llamó suavemente al hombre:
—Alfie, ¿nos vamos?
Él la ignoró. Además de ir sin chaqueta, llevaba la cabeza descubierta y, aunque a esas alturas tenía que estar congelándose, no parecía importarle.
Jenkins miró el cuerpo tendido sobre la hierba, junto al camino de sirga. El agua había escurrido de su cabello, que ahora parecía rojizo, aunque era difícil aseverarlo bajo la tenue luz de la farola. Jenkins se estremeció. ¿Cómo sería estar muerto? Como nada, pensó, a menos que realmente existieran un cielo y un infierno, asunto que dudaba a pesar de la fervorosa insistencia con que los curas y el resto del mundo se lo habían asegurado durante años.
Por fin regresó Hendricks. Había encontrado una cabina telefónica. El hospital que estaba de servicio aquella noche era la Sagrada Familia. La ambulancia no estaba en aquel momento, pero la enviarían tan pronto como regresara.
—¿Solo tienen una? —preguntó con incredulidad Jenkins.
—Eso parece —contestó Hendricks.
—El tipo es un excelente jugador —comentaba Wallace o Walsh—. Aunque juega sucio.
—Sí, es un cabronazo —se rio Quinlan. Dio una calada a su cigarrillo y, al hacerlo, echó una mirada de perezosa insolencia en dirección a Jenkins—. Lo vi en cuartos de final contra Kerry —dijo, y se rio de nuevo—. Te aseguro que si ese hijo de puta te clava el codo en las costillas, no lo olvidas.
La joven se levantó del banco.
—Yo me voy —anunció dirigiéndose a la espalda de su pareja.
El hombre hizo un gesto tranquilizador con la mano, Quinlan le hizo un comentario en voz baja y el hombre soltó una sonora carcajada.
La joven avanzó indecisa hacia el sendero asfaltado que subía hasta la carretera. Cuando llegó a la puerta de la verja se dio la vuelta, pero no miró al hombre sino a Jenkins, y sonrió. Esa pequeña, triste y desmayada sonrisa sería lo que Jenkins recordaría durante años cuando pensara en el caso del cadáver en el canal. Y en cada ocasión sentiría una punzada misteriosa.
2.
Quirke sentía una honda y persistente antipatía hacia la lluvia. Todas las mujeres que conocía se habían reído de él por aquel motivo. A ellas no parecía importarles mojarse, a no ser que acabaran de salir de la peluquería. Incluso cuando llevaban zapatos caros o un sombrero nuevo, marchaban bajo el aguacero como si no sucediera nada. Él, por el contrario, arrugaba la cara tan pronto escuchaba el sonoro repiqueteo de las primeras gotas en el ala de su sombrero y veía los oscuros círculos grises que se dibujaban en el pavimento. La lluvia le ponía la carne de gallina y la mera idea de que una gota pudiera colarse por el cuello de la camisa y deslizarse por su espalda le hacía estremecerse. Odiaba cómo se le rizaba el pelo cuando la lluvia lo humedecía; igual que odiaba el olor a oveja mojada que despedía su ropa. Aquel olor le recordaba siempre las oraciones vespertinas de domingo en la capilla de Carricklea, la institución donde había pasado la mayor y también la peor parte de su infancia. Por mucho que retrocediera en su memoria, nunca parecía haber escampado en su vida.
Como lucía el sol, se bajó del taxi a la altura del río, pero el hospital ni siquiera estaba a la vista cuando la calle se oscureció y un viento repentino levantó remolinos de polvo en los desagües. La primavera no era su época favorita, aunque ninguna lo era, si se detenía a pensarlo. Se encasquetó el sombrero y aceleró el paso, pegado al muro de la destilería de cerveza. Un pequeño tinker,[1] montado a pelo sobre un poni manchado y con un trozo de cuerda a guisa de riendas, pasó a su lado con gran estrépito de cascos sobre los adoquines. Del muro de la destilería escapaba el olor cálido y ligeramente nauseabundo del lúpulo que cocía a fuego lento en grandes cubas.
El aire se ensombreció aún más en torno a él. La noche anterior había estado bebiendo whisky en McGonagle y sentía un regusto metálico en la parte posterior de la lengua, aunque se había marchado temprano y se había ido