1
Bajo fuego enemigo
Moscú
15 de octubre de 1941
—¡Lucinda!
Las voces atravesaron la densa oscuridad.
—¡Vuelve!
—¡Espera!
Ella las ignoró y siguió adelante. El eco de su nombre rebotó en las oscuras paredes de la Anunciadora y le recorrió la piel como lenguas de fuego. ¿Era la voz de Daniel o la de Cam? ¿La de Arriane o la de Gabbe? ¿Era Roland, suplicándole que regresara, o era Miles?
Los gritos se volvieron más difíciles de discernir hasta que Luce ya no pudo diferenciarlos: buenos o malos. Enemigos o amigos. Debería haber sido más fácil distinguirlos, pero ya nada lo era. Todo lo que antes era blanco o negro se había tornado gris.
Por supuesto, ambos bandos estaban de acuerdo en una cosa: todos querían sacarla de la Anunciadora. Para protegerla, según ellos.
«No, gracias.»
No en ese momento.
No después de que hubieran destrozado el patio de sus padres, de que lo hubieran convertido en otro de sus polvorientos campos de batalla. No podía pensar en las caras de sus padres sin querer dar media vuelta, aunque, por otra parte, ni siquiera sabía dar media vuelta dentro de una Anunciadora. Además, ya era demasiado tarde. Cam había intentado matarla. O a lo que él creía que era ella. Y Miles la había salvado, pero ni siquiera eso era sencillo. Solo había sido capaz de dividir su imagen en su reflejo porque la quería demasiado.
¿Y Daniel? ¿La quería lo bastante? Luce no lo sabía.
Al final, cuando el Proscrito se había dirigido a ella, Daniel y los demás la habían mirado como si les debiera algo.
«Tú eres nuestra llave de entrada al Cielo», le había dicho el Proscrito. «El precio.» ¿A qué se refería? Hasta hacía dos semanas, Luce ni siquiera sabía que los Proscritos existían. Y, no obstante, querían algo de ella, tanto como para enfrentarse a Daniel. Debía de tener que ver con la maldición, la que la condenaba a un ciclo eterno de reencarnación. Pero ¿qué creían que podía hacer ella?
¿Estaba la respuesta oculta en algún lugar de aquella Anunciadora?
El estómago le dio vuelco mientras caía sin sentido en el frío abismo de la oscura Anunciadora.
—Luce…
Las voces comenzaron a apagarse. Pronto apenas fueron susurros. Casi como si se hubieran dado por vencidas. Hasta que…
Volvieron a oírse más altas. Más altas y claras.
—¡Luce…!
—No. —Cerró los ojos en un intento de no oírlas.
—¡Lucinda…!
—¡Lucy…!
—¡Lucia…!
—¡Luschka…!
Luce tenía frío, estaba cansada y no quería oírlas. Por una vez, quería que la dejaran en paz.
—¡Luschka! ¡Luschka! ¡Luschka!
De pronto, sus pies dieron contra algo blando.
Algo muy, muy frío.
Estaba en tierra firme. Sabía que había dejado de caer, aunque no veía nada ante ella salvo un velo de negrura. Miró sus deportivas Converse.
Y tragó saliva.
Las tenía hundidas en un manto de nieve que le llegaba a las pantorrillas. El frío húmedo al que estaba habituada, el oscuro túnel por el que había viajado al pasado desde su patio, estaba dando paso a algo distinto. Algo ventoso y glacial.
La primera vez que Luce había viajado por una Anunciadora, desde la puerta de su dormitorio de la Escuela de la Costa hasta Las Vegas, iba acompañada de sus amigos Shelby y Miles. Al final del túnel, se habían topado con una barrera: una cortina nebulosa que se interponía entre ellos y la ciudad. Miles, que era el único que se había leído el manual sobre cómo viajar por Anunciadoras, había descrito un suave movimiento circular con la mano hasta que la espesa cortina se desconchó como una capa de pintura. Hasta ahora, Luce no sabía que Miles había resuelto un problema imprevisto.
Esa vez, no había ninguna barrera. Quizá porque viajaba sola, a través de una Anunciadora que había invocado ella. Pero salir fue muy fácil. Casi demasiado. El velo negro se disipó sin más.
Una ráfaga de aire frío le caló hasta los huesos y le obligó a juntar las piernas. Las costillas se le agarrotaron, y le lloraron los ojos a causa de aquel súbito viento mordiente.
¿Dónde estaba?
Ya empezaba a arrepentirse de su precipitado salto en el tiempo. Sí, necesitaba una vía de escape y, sí, quería conocer su pasado, evitar que sus antiguos yoes sufrieran, comprender qué clase de amor había tenido con Daniel en aquellas otras vidas. Sentirlo en lugar de oírlo de labios de otras personas. Entender, y después romper, la maldición que pesaba sobre Daniel y ella.
Pero no de aquella forma. Congelada, sola, sin estar en absoluto preparada para el lugar y la época a los que había viajado, fueran cuales fueran.
Veía una calle nevada ante ella, un cielo plomizo sobre unos edificios blancos. Oía algo que retumbaba a lo lejos. Pero no quería pensar en qué significaba nada de aquello.
—Espera —susurró a la Anunciadora.
La sombra nebulosa flotó a un palmo de las yemas de sus dedos. Trató de agarrarla, pero la Anunciadora la eludió y se alejó. Luce se abalanzó sobre ella y atrapó un pedacito húmedo entre los dedos…
Pero, en un instante, la Anunciadora se desintegró y cayó a la nieve convertida en un sinfín de blandos fragmentos negros que palidecieron hasta desvanecerse.
—Genial —masculló—. ¿Y ahora qué?
A lo lejos, la calle estrecha doblaba a la izquierda hasta encontrarse con un cruce sumido en sombras. A lo largo de las aceras, había altos montículos de nieve compacta apilados contra dos largas hileras de edificios blancos de piedra. Los edificios eran imponentes,
más de lo que Luce había visto hasta entonces. Tenían varios pisos, sus relucientes fachadas blancas estaban compuestas por hileras de arcos y trabajadas columnas.
No había luz en ninguna ventana. Luce tuvo la sensación de que toda la ciudad estaba a oscuras. La única luz provenía de una sola farola de gas. Si había luna, se hallaba oculta tras un espeso manto de nubes. Una vez más, algo retumbó en el cielo. ¿Truenos?
Luce se abrazó el cuerpo. Estaba muerta de frío.
—¡Luschka!
Una voz de mujer. Ronca y áspera, como la de una persona que lleva toda la vida gritando órdenes. Pero la voz también temblaba.
—Luschka, cabeza hueca, ¿dónde estás?
La voz se había acercado. ¿Hablaba con Luce? Había algo más en aquella voz, algo que Luce no lograría expresar en palabras.
Cuando una figura renqueante dobló la esquina de la calle nevada, Luce escrutó a la mujer y trató de identificarla. Era muy menuda y un poco cheposa. Aparentaba unos setenta años. Sus ropas holgadas parecían demasiado grandes para su cuerpo. Llevaba el cabello oculto bajo una gruesa bufanda negra. Cuando vio a Luce, arrugó la cara y la miró con una expresión difícil de interpretar.
—¿Dónde estabas?
Luce miró a su alrededor. No había nadie más en la calle. La anciana hablaba con ella.
—Aquí —se oyó decir.
¡En ruso!
Se tapó la boca. Eso era lo que le había extrañado tanto de la voz: la anciana hablaba en un idioma que ella desconocía. Y, no obstante, no solo entendía todas las palabras, sino que, además, lo hablaba.
—Te mataría —dijo la mujer. Resolló cuando corrió hasta ella y la abrazó.
Para una mujer que parecía tan frágil, su abrazo fue vigoroso. Notar el calor de otro cuerpo pegado al suyo después de un frío tan intenso casi hizo llorar a Luce. Abrazó a la anciana con la misma fuerza.
—¿Abuela? —susurró, con los labios pegados al oído de la mujer, sabiendo, de algún modo, que lo era.
—Una noche que no trabajo, y tú te vas —dijo la mujer—. Y ahora te encuentro rondando por las calles como si estuvieras loca. ¿Has ido siquiera a trabajar? ¿Dónde está tu hermana?
Otra vez aquel ruido atronador en el cielo. Parecía que se estuviera avecinando una fuerte tormenta. Con mucha rapidez. Luce tiritó y negó con la cabeza. No lo sabía.
—Ajá —dijo la mujer—. Veo que ya no te da todo igual. —Entrecerró los ojos y la apartó para verla mejor—. Dios mío, ¿qué llevas puesto?
Luce se movió con nerviosismo mientras su abuela de otra vida miraba los vaqueros boquiabierta y pasaba los huesudos dedos por los botones de su camisa de franela. Le cogió la enredada coleta.
—A veces creo que estás tan loca como tu padre, que en paz descanse.
—Yo… —A Luce le castañetearon los dientes—. No sabía que iba a hacer tanto frío.
La mujer escupió en la nieve para manifestar su desaprobación. Se quitó el abrigo.
—Ponte esto antes de que te dé un pasmo. —La envolvió bruscamente en el abrigo, y Luce intentó abrochárselo con los dedos me
dio congelados. Luego, la anciana se quitó la bufanda y se la enrolló alrededor de la cabeza.
Un fuerte estallido en el cielo las asustó. Esa vez, Luce supo que no se trataba de un trueno.
—¿Qué es? —susurró.
La anciana la miró de hito en hito.
—La guerra —masculló—. ¿Has perdido la inteligencia además
de la ropa? Vamos. Tenemos que irnos.
Mientras avanzaban por la calle nevada, recorrida por las vías de un tranvía y pavimentada con adoquines desiguales, Luce se dio cuenta de que, finalmente, la ciudad no estaba vacía. Había pocos coches aparcados junto a las aceras, pero, de vez en cuando, en las callejuelas sin alumbrar, oyó relinchos de caballos a la espera de órdenes y vio el vaho de su respiración. También había sombras correteando por las azoteas. Al final de un callejón, un hombre con el abrigo roto ayudaba a tres niños a acceder a un sótano por una trampilla.
La estrecha calle desembocaba en una ancha avenida bordeada de árboles con una amplia vista de la ciudad. Allí, los únicos coches aparcados eran vehículos militares. Tenían un aspecto anticuado, casi absurdo, como las antiguallas de un museo bélico: jeeps descapotables con gigantescos guardabarros, raquíticos volantes y el símbolo de la hoz y el martillo pintado en las puertas. Pero, aparte de Luce y su abuela, la calle estaba desierta. Salvo por los espantosos retumbos del cielo, reinaba un silencio fantasmal e inquietante.
A lo lejos, Luce vio un río, y, más allá, un gran edificio. Incluso en la oscuridad, distinguió sus recargadas torres y sus cúpulas ornamentadas con forma de cebolla, que le parecieron familiares y míti
cas al mismo tiempo. Tardó un momento en caer en la cuenta y, cuando lo hizo, el miedo la atenazó.
Se hallaba en Moscú.
Y la ciudad estaba en guerra.
Columnas de humo negro ascendían hacia el cielo gris y señalaban las partes de la ciudad que ya habían sido atacadas: a la izquierda del inmenso Kremlin, justo detrás de él y, más lejos, a la derecha. No había combates en las calles, ninguna señal de que las tropas enemigas hubieran entrado aún en la ciudad. Pero las llamas que lamían los edificios carbonizados, el olor a humo que lo impregnaba todo y la amenaza de que aquello no había hecho más que empezar eran, por algún motivo, incluso peores.
Aquella era con diferencia la mayor locura que Luce había cometido en su vida, probablemente en todas sus vidas. Sus padres la matarían si supieran dónde estaba. Daniel podía no volver a dirigirle la palabra nunca más.
Pero, por otra parte, ¿y si ni siquiera tenían ocasión de enfadarse con ella? Podía morir, allí mismo, en aquella ciudad en guerra.
¿Por qué había actuado así?
Porque había tenido que hacerlo. Le había costado rescatar aquella pizca de orgullo del pánico que la atenazaba. Pero allí estaba, en alguna parte.
Había cruzado. Sola. A un lugar distante y a un tiempo lejano, al pasado que necesitaba entender. Eso era lo que quería. Ya llevaban demasiado tiempo moviéndola como una pieza de ajedrez.
Pero ¿qué se suponía que debía hacer entonces?
Apretó el paso y se agarró bien a la mano de su abuela. Era extraño: aquella mujer no tenía ninguna noción de lo que ella sentía, ni
siquiera sabía quién era y, no obstante, el tirón de su mano reseca era lo único que la mantenía en movimiento.
—¿Adónde vamos? —preguntó mientras su abuela la conducía por otra calle sin alumbrar.
Los adoquines se terminaron y el suelo de tierra se tornó resbaladizo. La nieve había empapado la lona de las deportivas de Luce, y los dedos, congelados, comenzaron a darle pinchazos.
—A recoger a tu hermana, Kristina. —La anciana frunció el entrecejo—. La que trabaja de noche cavando trincheras con sus propias manos para que tú puedas dormir. ¿Te acuerdas de ella?
Donde se detuvieron, no había ninguna farola para alumbrar la calle. Luce parpadeó varias veces para habituarse a la oscuridad. Estaban delante de lo que parecía una zanja muy larga, justo en mitad de la ciudad.
Allí debía de haber un centenar de personas. Todas ellas tapadas hasta las orejas. Algunas estaban arrodilladas y cavaban con palas. Algunas lo hacían con las manos. Otras parecían haberse quedado petrificadas mientras observaban el cielo. Unos cuantos soldados se llevaban astilladas carretillas y carros cargados de tierra y piedras que vaciaban en la barricada de escombros levantada al final de la calle. Llevaban recios abrigos militares de lana que se les ahuecaban alrededor de las rodillas, pero, bajo los cascos de acero, estaban tan demacrados como cualquier civil. Lucinda dedujo que los hombres de uniforme y las mujeres y los niños colaboraban para convertir la ciudad en una fortaleza, que hacían todo lo posible, hasta el último minuto, para cortar el paso a los tanques enemigos.
—¡Kristina! —gritó su abuela, con la misma mezcla de amor y pánico que Luce había percibido en su voz al llamarla a ella.
Una chica apareció a su lado casi de inmediato.
—¿Por qué habéis tardado tanto?
Alta y delgada, con el pelo oscuro asomándole por debajo del sombrero de fieltro, Kristina era tan hermosa que a Luce se le formó un nudo en la garganta. La reconoció de inmediato como parte de su familia.
Ver a Kristina le recordó a Vera, otra hermana de una vida anterior. Luce debía de haber tenido un centenar de hermanas a lo largo del tiempo. Un millar. Todas ellas habrían pasado por algo similar. Hermanas y hermanos, padres y amigos a los que Luce debió de querer antes de perderlos. Ninguno de ellos sabía lo que le esperaba. Ella los había dejado a todos entristecidos por su pérdida.
Quizá hubiera una forma de cambiar aquello, de facilitar las cosas a las personas que la habían querido. Quizá eso fuera parte de lo que Luce podía hacer en sus vidas anteriores.
El estruendo de una explosión recorrió la ciudad. Había sucedido tan cerca que Luce notó el temblor del suelo bajo sus pies y creyó que se le había reventado el tímpano del oído derecho. En la esquina, las alarmas antiaéreas se dispararon.
—Baba. —Kristina se agarró al brazo de su abuela. Estaba a punto de llorar—. Los nazis están aquí, ¿verdad?
Los alemanes. La primera vez que Luce viajaba sola en el tiempo y había ido a parar a la Segunda Guerra Mundial.
—¿Están atacando Moscú? —Le tembló la voz—. ¿Esta noche? —Deberíamos haber abandonado la ciudad con los demás —dijo Kristina con amargura—. Ahora ya es demasiado tarde.
—¿Y haber abandonado también a tus padres y a tu abuelo? —Baba negó con la cabeza—. ¿Haberlos dejado solos en sus tumbas?
—¿Es mejor que les hagamos compañía en el cementerio? —replicó Kristina. Se agarró al brazo de Luce—. ¿Sabíais lo del ataque? ¿Tú y tu amigo kulak? ¿Por eso no has venido a trabajar esta mañana? Estabas con él, ¿verdad?
¿Qué creía su hermana que podía saber ella? ¿Con quién podía haber estado?
¿Con quién salvo con Daniel?
Claro. Luschka debía de estar con él en ese momento. Y si su propia familia la confundía con aquella Luschka…
Se le encogió el pecho. ¿Cuánto tiempo le quedaba a Luschka antes de morir? ¿Y si lograba encontrarla antes de que sucediera?
—¡Luschka!
Su hermana y su abuela la estaban mirando.
—¿Qué le pasa esta noche? —preguntó Kristina.
—¡Vamos! —Baba frunció el entrecejo—. ¿Creéis que los moscovitas van a dejar su sótano abierto eternamente?
Oyeron el fuerte zumbido de las hélices de un avión de combate por encima de ellas. Pasó tan cerca que, cuando Luce miró arriba, vio con claridad la esvástica oscura pintada en la parte inferior de sus alas. Se estremeció. Luego, otro estruendo sacudió la ciudad y un oscuro humo cáustico lo impregnó todo. La bomba había caído cerca. Otras dos explosiones fortísimas hicieron temblar el suelo bajo sus pies.
En la calle, se desató el caos. Las personas de las trincheras comenzaron a dispersarse por un sinfín de estrechas callejuelas. Algunas corrieron a refugiarse en la estación de metro de la esquina para esperar bajo tierra a que el bombardeo pasara; otras entraron en oscuros portales.
A una manzana de allí, Luce vio a una persona que corría: una muchacha, de una edad parecida a la suya, con un sombrero rojo y un largo abrigo de lana. La chica solo volvió la cabeza un segundo antes de acelerar el ritmo. Pero fue tiempo suficiente para que Luce lo supiera.
Allí estaba.
Luschka.
Se soltó del brazo de Baba.
—Lo siento. Tengo que irme.
Respiró hondo y echó a correr hacia el humo turbio, hacia la zona donde caían más bombas.
—¿Estás loca? —gritó Kristina. Pero no la siguieron. Tendrían que haber estado locas para hacerlo.
Luce tenía los pies entumecidos mientras trataba de correr por la nieve de las aceras, en la que se hundía hasta las pantorrillas. Cuando llegó a la esquina por la que había visto pasar a su antiguo yo del sombrero rojo, aflojó el paso y respiró hondo.
Justo delante de ella, un edificio que ocupaba media manzana había sido pasto de las bombas. La piedra blanca estaba manchada de ceniza negra. Un fuego ardía en la base del socavón abierto en el lado del edificio.
La explosión había arrojado a la calle montones de restos irreconocibles del interior del edificio. La nieve estaba veteada de rojo. Luce retrocedió hasta advertir que las vetas rojas no eran sangre sino seda roja hecha jirones. Debía de haber una sastrería en el edificio. Varias perchas de ropa chamuscadas sembraban la calle. Un maniquí había terminado en una zanja. Estaba en llamas. Luce tuvo que taparse la boca con la bufanda de su abuela para no asfixiarse con los
vapores. Pisara donde pisara, piedras y cristales rotos se hundían en la nieve.
Debería dar media vuelta, regresar con su abuela y su hermana, quienes la ayudarían a buscar cobijo, pero no podía. Tenía que encontrar a Luschka. Jamás había estado tan cerca de uno de sus antiguos yoes. Luschka quizá la ayudaría a entender por qué su vida era distinta. Por qué Cam había disparado una flecha estelar a su reflejo creyendo que era Luce y había dicho a Daniel: «Era el mejor final para ella». ¿Un final mejor que qué?
Se dio la vuelta despacio y trató de vislumbrar el sombrero rojo en la oscuridad de la noche.
Allí.
La muchacha corría hacia el río. Luce también echó a correr. Las dos corrían a la misma velocidad exacta. Cuando Luce se agachó al oír una explosión, Luschka también lo hizo, en una extraña repetición de su movimiento. Y cuando llegaron a la orilla del río y la ciudad apareció ante ellas, Luschka se quedó petrificada en la misma postura rígida que la propia Luce.
A cincuenta metros de Luce, su reflejo exacto comenzó a sollozar.
Era tanta la parte de Moscú que ardía en llamas… Tantos los hogares arrasados… Luce trató de pensar en las otras vidas que estaban siendo destruidas aquella noche en toda la ciudad, pero le parecieron lejanas e inalcanzables, como algo sobre lo que hubiera leído en un libro de historia.
La muchacha echó de nuevo a correr. Tan aprisa que Luce no habría podido alcanzarla si lo hubiera pretendido. Rodearon gigantescos socavones abiertos en la calle adoquinada. Pasaron junto a edifi
cios en llamas donde el fuego emitía el espantoso rugido de un incendio al propagarse hacia un nuevo objetivo. Dejaron atrás camiones militares destrozados y volcados, con brazos ennegrecidos asomando por las ventanillas.
Luschka dobló a la izquierda, y Luce dejó de verla.
Se le disparó la adrenalina. Siguió corriendo por la calle nevada, con más vigor, más deprisa. Las personas únicamente corrían a aquella velocidad cuando estaban desesperadas. Cuando las impulsaba algo más importante que ellas.
Luschka solo podía estar corriendo hacia una cosa.
—Luschka…
¡Su voz!
¿Dónde estaba él? Por un momento, Luce se olvidó de su antiguo yo, se olvidó de la muchacha rusa cuya vida podía concluir de un
momento a otro, se olvidó de que aquel Daniel no era su Daniel,
aunque, por otra parte…
Claro que lo era.
Él no moría nunca. No se iba jamás. Siempre era suyo, y ella
siempre era suya. Lo único que Luce quería era hallar sus brazos, refugiarse en ellos. Él sabría qué hacer; sabría ayudarla. ¿Cómo podía
haber dudado de él?
Luce siguió corriendo, atraída por su voz. Pero no lo veía por ninguna parte. Ni tampoco veía a Luschka. A una manzana del río, se paró en seco en un cruce desierto.
Sus pulmones congelados apenas parecían capaces de respirar. Un frío dolor lacerante le taladraba los oídos, y las insoportables punzadas de los pies le impedían seguir parada.
Pero ¿hacia dónde debía ir?
Delante de ella había un solar inmenso, lleno de escombros y separado de la calle por andamios y una valla de hierro. Pero, incluso en la oscuridad, Luce supo que aquello era una demolición más antigua y no el resultado de un bombardeo aéreo.
No parecía nada del otro mundo, solo un feo socavón abandonado. No sabía por qué seguía parada delante de él. Por qué había dejado de perseguir la voz de Daniel…
Hasta que se agarró a la valla, parpadeó y vio un destello de luz.
Una iglesia. Una majestuosa iglesia blanca erigida en aquel hoyo inmenso. Tres enormes arcos de mármol en la fachada. Cinco torres doradas que casi tocaban el cielo. Y dentro: hileras de bancos de madera encerada hasta donde alcanzaba la vista. Un altar al final de un tramo de escaleras blancas. Y todas las paredes y altos techos abovedados cubiertos de frescos espléndidos. Ángeles por doquier.
La iglesia de Cristo Salvador.
¿Cómo sabía aquello? ¿Cómo podía sentir con todas las fibras de
su ser que aquel vacío había sido una imponente iglesia blanca?
Porque había estado allí momentos antes. Vio las huellas de otras manos en la ceniza que recubría el metal: Luschka también se había detenido allí. Había contemplado las ruinas de la iglesia y había sentido algo.
Luce se agarró otra vez a la valla, volvió a parpadear y se vio a sí misma, o a Luschka, cuando era pequeña.
Estaba sentada en uno de los bancos de la iglesia y llevaba un vestido blanco de encaje. Alguien tocaba el órgano mientras los feligreses entraban en fila antes de una misa. El apuesto hombre sentado a su iz
quierda debía de ser su padre, y la mujer sentada junto a él, su madre. También estaban la abuela a la que Luce acababa de conocer y Kristina. Ambas parecían más jóvenes, mejor alimentadas. Luce recordó que su abuela había dicho que sus padres habían muerto. Pero allí estaban llenos de vida. Parecían conocer a todo el mundo y saludaban a todas las familias que pasaban junto a su banco. Luce estudió a Luschka cuando ella observó a su padre mientras estrechaba la mano a un guapo joven rubio. El joven se agachó y le sonrió. Tenía unos preciosos ojos violeta.
Volvió a parpadear, y la visión se desvaneció. De nuevo, el solar era poco más que un mar de escombros. Estaba aterida. Y sola. Otra bomba cayó al otro lado del río, y el susto la postró de rodillas. Se tapó la cara con las manos…
Hasta oír que alguien lloraba sin hacer apenas ruido. Alzó la cabeza, entornó los ojos y lo vio, entre las ruinas sumidas en la oscuridad.
—Daniel —susurró. Estaba igual que siempre. Casi irradiaba luz, incluso en aquella oscuridad glacial. El pelo rubio por el que a ella le costaba dejar de pasar los dedos, los ojos grises moteados de violeta que parecían hechos para mirarla únicamente a ella. La cara formidable, los pómulos salientes, los labios. El corazón le palpitó y tuvo que agarrarse con más fuerza a la valla para no correr a su lado.
Porque no estaba solo.
Estaba con Luschka. Consolándola, aca