Reina de sombras (Trono de Cristal 4)

Sarah J. Maas
Sarah J. Maas

Fragmento

Título

CAPÍTULO 2

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Aelin Ashryver Galathynius, heredera de fuego, amada de Mala la Portadora de la Luz, y reina legítima de Terrasen, se recargó en la barra de roble desgastado y escuchó con cuidado los sonidos del salón del placer, entre los gritos, los gemidos y las canciones obscenas. A pesar de haber tenido varios dueños en los últimos años, esta guarida subterránea del pecado conocida como los Sótanos seguía siendo la misma: demasiado caliente, con un tufo a cerveza rancia y cuerpos desaseados, y llena hasta el tope de malvivientes y criminales de carrera.

En varias ocasiones algún joven lord o el hijo de un comerciante entró orgulloso por las escaleras de los Sótanos y nunca volvió a ver la luz del día. A veces se debía a que presumían su oro y plata frente a la persona equivocada. A veces, a que eran tan vanidosos o estaban tan borrachos que pensaban poder meterse a las Arenas de pelea y salir vivos de ahí. A veces trataban mal a alguna de las mujeres en venta en las alcobas que flanqueaban el espacio cavernoso y aprendían, por las malas, quiénes eran realmente valorados por los dueños de los Sótanos.

Aelin dio sorbos al tarro de cerveza que el tabernero sudoroso había deslizado en su dirección momentos antes. La bebida estaba rebajada con agua y era pésima, pero al menos estaba fría. Aparte del olor a cuerpos sucios, le llegó el aroma de carne asada y ajo. Su estómago protestó, pero no era tan tonta como para ordenar comida. En primer lugar, la carne por lo general era cortesía de las ratas del callejón de arriba; en segundo, los clientes más ricos solían encontrarla adicionada con algo y terminaban despertando en dicho callejón con los bolsillos vacíos. Eso en caso de que despertaran.

Su ropa estaba sucia aunque era lo bastante fina como para convertirla en el objetivo de algún ladrón. Así que examinó su cerveza con cuidado, la olisqueó y después le dio pequeños sorbos antes de decidir si era segura. Tendría que buscar alimento pronto; antes debía averiguar lo que buscaba en los Sótanos: qué demonios había pasado en Rifthold durante los meses que ella no estuvo. Y quién era el cliente que Arobynn Hamel tenía tantas ganas de ver, en el caso de que se arriesgara a reunirse con él ahí, en especial considerando que había una jauría de guardias brutales uniformados de negro patrullando la ciudad como lobos.

Había logrado escabullirse de una de esas patrullas durante el caos del embarcadero, pero alcanzó a ver que sus uniformes tenían bordado un guiverno de ónix. Negro sobre negro: tal vez el rey de Adarlan ya se había cansado de fingir que no era una amenaza y había emitido un decreto real para abandonar el tradicional rojo y dorado de su imperio. Negro por la muerte; negro por sus dos llaves del Wyrd; negro por los demonios del Valg, que ahora estaba usando para construirse un ejército imparable.

Sintió un escalofrío subir por su espalda y se terminó de un trago el resto de la cerveza. Cuando dejó el tarro sobre la barra, el movimiento hizo que su cabello cobrizo reflejara la luz de los candeleros de hierro forjado.

Saliendo de los muelles, se había apresurado a llegar directamente al Mercado de las Sombras junto al río, donde se podía conseguir cualquier cosa, ya fueran artículos raros, contrabando o mercancía común. Compró un poco de tinte para el cabello. Le pagó al comerciante una pieza de plata adicional con el fin de que le permitiera usar la pequeña habitación de la parte trasera de la tienda para teñirse el cabello, que le llegaba apenas a la clavícula. Si los guardias hubieran estado monitoreando los muelles y la hubieran logrado ver a su llegada, estarían buscando a una joven de cabello dorado. Todos estarían buscando a una joven de cabello dorado cuando se supiera en unas semanas que la campeona del rey había fracasado en su tarea de asesinar a la familia real de Wendlyn y robar sus planes de defensa naval.

Hacía unos meses, había enviado una advertencia a los reyes de Eyllwe para que tomaran las debidas precauciones. Pero aún quedaba una persona bajo riesgo antes de que pudiera echar a andar su plan: la misma persona que podría explicar la presencia de nuevos guardias en los muelles, y por qué la ciudad estaba notablemente más callada, más tensa. Apagada.

Si quería averiguar información sobre el capitán de la guardia y si se encontraba a salvo, estaba en el sitio correcto. Sólo era cuestión de escuchar la conversación oportuna o de sentarse con los compañeros de cartas adecuados. Por lo tanto, fue una afortunada coincidencia que se hubiera topado con Tern, uno de los asesinos favoritos de Arobynn, cuando lo encontró surtiéndose de su veneno preferido en el Mercado de las Sombras.

Lo siguió a la taberna justo a tiempo para ver a varios asesinos de Arobynn reunidos ahí. Nunca lo hacían, a menos que su maestro estuviera presente. Por lo general, sólo cuando éste iba a reunirse con alguien muy muy importante. O peligroso.

Después de que Tern y los demás entraron a los Sótanos, esperó unos minutos en la calle, escondida entre las sombras, para ver llegar a Arobynn, pero no tuvo suerte. Seguramente ya estaba dentro.

Así que entró mezclada con un grupo de borrachos, hijos de comerciantes, localizó el sitio donde estaba Arobynn e hizo su mejor esfuerzo por pasar inadvertida y no llamar la atención mientras esperaba en la barra y observaba.

La capucha y ropas oscuras que traía puestas le servían para estar encubierta y no llamar demasiado la atención. Pero si alguien fuera lo suficientemente tonto como para intentar robarle, en su opinión eso la justificaría para robarle a su vez. Ya se estaba quedando sin dinero.

Suspiró por la nariz. Si la gente pudiera verla: Aelin del Incendio, asesina y ladronzuela. Sus padres y su tío probablemente estarían revolcándose en la tumba.

Aun así. Algunas cosas valían la pena. Aelin hizo una seña con uno de sus dedos enguantados al tabernero calvo para que le sirviera otra cerveza.

—Yo me moderaría con la bebida, niña —se burló una voz a su lado.

Lo miró de reojo y vio que era un hombre de talla mediana que se había acercado a ella en la barra. Lo hubiera reconocido por su sable antiguo de no haberlo hecho por su rostro increíblemente común. La tez rojiza, los ojos pequeños y las cejas pobladas: una máscara insípida que ocultaba al asesino hambriento que existía debajo.

Aelin recargó los antebrazos en la barra y cruzó un tobillo sobre el otro.

—Hola, Tern.

Era el segundo de a bordo de Arobynn, o al menos era el puesto que ocupaba hacía dos años. Era un vil calculador, siempre más que dispuesto a hacer el trabajo sucio de Arobynn.

—Me imaginé que era sólo cuestión de tiempo para que alguno de los perros de Arobynn me olfateara.

Tern se recargó contra la barra y le dedicó una sonrisa demasiado radiante.

—Si no mal recuerdo,

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