Anna vestida de sangre (Anna vestida de sangre 1)

Kendare Blake

Fragmento

Anna vestida de sangre

CAPÍTULO UNO

El pelo envaselinado delata que está muerto.

También la chaqueta de cuero, amplia y desgastada, aunque no tanto como las patillas. Y la manera en que mueve la cabeza incesantemente adelante y atrás al tiempo que abre y cierra el Zippo siguiendo el ritmo. Parece que forma parte de los bailarines de acompañamiento de West Side Story.

No obstante, tengo ojo para estas cosas. Sé en lo que hay que fijarse, porque me he topado con casi cualquier tipo de aparición y espectro que te puedas imaginar. El muchacho que pide aventón ronda por un tramo de carretera lleno de curvas de Carolina del Norte, con vallas de madera sin pintar y una gran extensión de nada a ambos lados. Los conductores desprevenidos paran seguramente para escapar del aburrimiento, suponiendo que se trata de un estudiante que lee demasiado a Kerouac.

—Mi chica, me está esperando —dice con entusiasmo, como si fuera a verla en el mismo instante en que pasemos la próxima colina. Golpea el tablero con el encendedor, dos veces, y echo una ojeada para asegurarme de que no haya dejado ningún rasguño en el panel. El coche no es mío. Y tuve que trabajar ocho semanas cortando el césped del señor Dean, el coronel del ejército retirado que vive al final de la cuadra, solo para poder pedírselo prestado. Tiene la espalda más recta que jamás he visto en un hombre de setenta años. Y, si hubiera tenido más tiempo, habría pasado todo el verano escuchando historias interesantes sobre Vietnam. En cambio, he tenido que limpiar arbustos y preparar un terreno de tres por dos para plantar rosales mientras él me observaba con mirada hosca, asegurándose de que su pequeño estaría seguro en manos de un muchacho de diecisiete años vestido con una vieja camiseta de los Rolling Stones y los guantes de jardinería de su madre.

Si soy sincero, sabiendo para lo que iba a utilizar el coche, me sentía un poco culpable. Es un Camaro Rally Sport de 1969 color azul oscuro, nuevecito, que funciona como la seda y ruge en las curvas. No puedo creer que me lo haya prestado, con trabajo de jardinería o sin él. Pero gracias a Dios lo hizo porque, si no, hubiera estado perdido. Era algo que atraería al chico del aventón —algo por lo que valía la pena arrastrarse fuera de la tumba—.

—Debe de ser muy guapa —digo sin mucho interés.

—Sí, hombre, lo es —responde él, y por centésima vez desde que se montó hace ocho kilómetros, me pregunto cómo es posible no darse cuenta a estas alturas de que está muerto. Parece salido de una película de James Dean. Y, además, está el olor, no a podrido sino a mohoso, que flota a su alrededor como una niebla. ¿Cómo es posible confundirlo con alguien vivo? ¿Cómo pueden llevarlo en el coche durante los dieciséis kilómetros que hay hasta el puente de Lowren, donde inevitablemente agarra el volante y precipita coche y conductor hacia el río? Lo más seguro es que se sientan intimidados por su vestimenta y su voz, y por el olor a huesos, ese olor que las víctimas parecen reconocer aunque probablemente nunca lo hayan percibido. Pero, para entonces, es siempre demasiado tarde. Tomaron la decisión de llevar a un muchacho que pide aventón y no están dispuestos a echarse atrás empujados por el terror. Racionalizan sus miedos para desecharlos. La gente no debería hacer eso.

En el asiento del copiloto, el chico sigue hablando con voz distraída de la chica que lo espera en casa, una tal Lisa, de que tiene el pelo rubio más brillante y los labios rojos más hermosos que ha visto nunca, y de que se van a escapar y a casarse tan pronto como regrese pidiendo aventón desde Florida. Estuvo trabajando allí parte del verano con su tío, en una concesionaria de coches: era la mejor oportunidad de ahorrar para la boda, aunque eso implicara permanecer separados durante meses.

—Debe de haber sido duro, estar tanto tiempo fuera de casa —digo yo, y mi voz transmite cierta pena—. Pero estoy seguro de que se alegrará de verte.

—Sí, hombre. De eso es de lo que estoy hablando. Tengo todo lo que necesitamos en el bolsillo de mi chaqueta. Nos casaremos y nos mudaremos a la costa. Tengo un colega allí, Robby. Nos podemos quedar con él hasta que yo consiga un trabajo en algo relacionado con coches.

—Claro —digo yo. El rostro del chico, iluminado por la luna y el resplandor de los faros del coche, muestra una expresión tristemente optimista. Por supuesto, nunca vio a Robby, ni tampoco se encontró con su novia Lisa. Porque en el verano de 1970, tres kilómetros antes del puente, se subió a un coche, probablemente muy parecido a este, y le contó a quienquiera que fuera conduciendo que llevaba en el bolsillo de la chamarra algo que le permitiría empezar una vida.

Los lugareños cuentan que le dieron una buena paliza y luego lo arrastraron entre los árboles, donde lo apuñalaron un par de veces y lo degollaron. Empujaron el cuerpo por un terraplén y lo tiraron a un afluente del río. Allí lo encontró un granjero casi seis meses después, cubierto de enredaderas y con la mandíbula desencajada por la sorpresa, como si no se creyera todavía que estuviera atrapado en aquel lugar.

Y aún ignora que se ha quedado atrapado aquí. Ninguno de ellos parece saberlo. Ahora mismo, el chico del aventón está silbando y meneando la cabeza al ritmo de una música inexistente. Probablemente siga escuchando lo que sea que estuvieran emitiendo por la radio la noche que lo mataron.

Es simpático. Un tipo con el que resulta agradable viajar. Pero cuando lleguemos a ese puente, se enojará tanto y se volverá tan violento como cualquiera que puedas imaginar. Se afirma que su fantasma, apodado con muy poca originalidad el Chico del aventón del Condado 12, ha matado al menos a una docena de personas y herido a otras ocho. Pero, realmente no puedo culparlo. Nunca logró regresar a casa para ver a su novia, y ahora no quiere que nadie más lo consiga.

Pasamos el kilómetro 23 —el puente está a menos de dos minutos de distancia—. He recorrido esta carretera casi cada noche desde que nos mudamos aquí con la esperanza de iluminar su pulgar con los faros de mi coche, pero sin suerte. Hasta que me senté al volante de este Rally Sport. Así que he pasado medio verano en esta maldita carretera, con un maldito cuchillo escondido bajo la pierna. Odio cuando es así, como Condado 12 una excursión de pesca horriblemente larga. Pero no me doy por vencido. Siempre acaban apareciendo.

Levanto un poco el pie del acelerador.

—¿Pasa algo, amigo? —pregunta.

Yo niego con la cabeza.

—Es solo que el coche no es mío, y no tengo dinero par

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