El candelabro de plata y otros cuentos

Abelardo Castillo

Fragmento

Prólogo

[Prólogo]

Por Guillermo Saccomanno

La intensidad

I

El escritor del primer cuento de este libro tiene poco más de veinte años. El escritor del último tiene ahora setenta. Lo que va de un cuento a otro es la historia de una generación que juzgó que escribir representaba, además de una necesidad, una urgencia. La juventud, por entonces, duraba menos. Los jóvenes buscaban, cuanto antes, dejar de serlo. Sartre, en tanto, alertaba contra el juvenilismo. “Los pobres no conocen la juventud, esa etapa burguesa de la vida”, decía Sartre. “Los pobres pasan de la cuna a la fábrica”, denunciaba. Castillo escribió: “Los hombres de mi edad tuvimos la fortuna de entrar en la adolescencia acompañados por el pensamiento y las ficciones de Sartre: gracias a la diferencia de edad, y en Latinoamérica, gracias a la distancia, nos hicimos jóvenes al compás de su adultez creadora [...]. Cuando teníamos entre quince y veintitantos años esperábamos sus libros, sus declaraciones, sus artículos”.

La infancia de un jefe, esa novela corta de Sartre en la que se describe la iniciación de un francesito pequeño y burgués, termina con una frase tremenda, que lo dice todo: “Me dejaré crecer el bigote”. Paul Nizan, amigo de Sartre, para no convertirse en un burgués más, huyó a Arabia. Allí escribió: “He tenido veinte años. Y no permitiré que nadie diga que ésa es la edad más feliz de la vida”. Conviene subrayar ahora mismo esta frase. "Veinte años", la edad aproximada que tenía Castillo cuando escribía sus primeros cuentos.

II

Sepan disculpar una intrusión autobiográfica: es que uno lee con esa cosa abstracta que es el alma, pero también con eso concreto que es el cuerpo. Volver a esos cuentos me impone una pregunta: ¿quién era yo cuando los leía? Intento contextualizar una tarde a fines de los 60. Yo andaba por los quince. Trabajaba, estudiaba de noche y militaba. Con la misma fe —sí, dije fe: no se rían— que militaba, intentaba ser escritor y leía lo que se consideraba literatura de izquierda. Desde los ensayos de Lenin y Fanon hasta los escritores norteamericanos (Hemingway, Scott Fitzgerald, Faulkner & Co.) pasando por las ficciones del boom: Fuentes, García Márquez, Vargas Llosa, Cabrera Infante, Carpentier. Por supuesto, había leído y subrayado Sobre héroes y tumbas y Rayuela (con un entusiasmo que hoy, es verdad, me enternece y lo asumo, porque ese lector que yo era construyó el que escribe esta línea). Mientras el peronismo estaba proscripto y la picana empezaba a ser una práctica cotidiana, la insurgencia se iba formando como un tsunami que derivaría en el Cordobazo y la lucha armada. La Revolución quedaba a un tiro de piedra. En tanto, el cine que se proyectaba en el Lorraine de Corrientes era desde el free cinema inglés hasta Bergman y Godard pasando por el post neorrealismo con Pasolini puntero. El montgomery le daba paso al gamulán. Infaltable el jean. También mucha polera negra, mucho cigarrillo negro. Y sin filtro. La actividad artística de Buenos Aires era, en esos años, inabarcable: tocaban el Gato Barbieri y Astor Piazzolla. Fue esa tarde de invierno, como dije, a mediados de los 60. Yo estaba parado esperando el colectivo 104 delante de una galería de Flores. En la vidriera de una librería pude ver Las otras puertas de Abelardo Castillo. Podría afirmar que ese libro me silbó, que hubo un magnetismo en ese ver el libro, comprarlo, subir al colectivo, empezar su lectura. Puedo evocar el viaje en colectivo hasta pasar el Parque Avellaneda, el frío del anochecer, las sombras, el barrio de calles de tierra y ya en casa, seguí leyendo hasta que mi madre me interrumpió para la cena. Apenas terminamos de comer, agarré otra vez el libro y no paré de leer, siempre en la cocina, hasta terminarlo. No quiero permitirme la evocación melancólica de una edad infeliz. No hubo ni azar ni inocencia —me doy cuenta ahora— en el encuentro de ese libro y el lector que yo era. La sensación que me atacó al leerlo fue la misma, de algunos años atrás, al descubrir El juguete rabioso en la biblioteca de mi padre. Había una lógica en ese pasaje: de Arlt a Castillo.

III

Aunque de Arlt, cuando lo leí, lo ignoraba todo y lo fui sabiendo de a poco, de Castillo yo sabía, de antemano, quién era. Por entonces, “la joven promesa” que se resistía por igual a lo de “joven” y a lo de “promesa”. Lo había leído en su revista El escarabajo de oro. (Cabe acotarlo, precedida por El grillo de papel, El escarabajo de oro se convirtió más tarde en El ornitorrinco, la revista literaria resistente a la última dictadura militar). En esa época, a fines de los 60, en algún lado había visto también un retrato en carbonilla de Castillo por Carlos Alonso. Me acuerdo ahora de que en la tapa de El juguete rabioso había un retrato de Arlt: el mechón sobre la frente, la mirada fuerte, los labios contraídos. Aquel dibujo de Alonso, el retrato de Castillo, tenía un aire de Arlt. También, por esa época, Castillo había escrito Israfel, una obra de teatro que representó a sala llena Alfredo Alcón, donde encaraba la vida trágica de Edgar Poe, el escritor borracho. Castillo celebraba a Poe, el maestro del cuento corto, y admiraba su Filosofía de la composición. Esa imagen, recuerdo: lo que debía ser un escritor joven y torturado. Hasta se parecía un poco al Poe actuado por Alcón. Sin embargo, más allá de la pose (y un escritor es también la imagen que propone de sí), en su escritura reverberaban zumbonas otras marcas: Marechal, Cortázar y Borges. En Castillo se leía la visión vitriólica de Arlt, pero mediante la construcción precisa del cuento corto heredero de Poe, podía virar hacia el humor angélico de Marechal, las paradojas que seducían a Borges y las vueltas de tuerca fantásticas de Cortázar (quien probaba que el humor y el juego no eran patrimonio exclusivo de gente bien como Borges y Bioy). Me acuerdo de que en algún ejemplar de El escarabajo se publicaban fotos del grupo de escritores que la conformaban: brindaban con Marechal. Todos eran jóvenes: Liliana Heker, Miguel Briante —tal vez el más precoz, autor de Las hamacas voladoras, a los diecisiete— Ricardo Piglia, Vicente Battista, entre otros. A esa edad una diferencia de pocos años constituye una distancia insalvable. Todos eran jóvenes, sí, pero me daba la impresión de que ya eran (o estaban) maduros. Y, en absoluto, les disgustaba esta madurez. Porque lo que estaba en juego era la relación entre literatura y compromiso, que derivaba en una discusión sobre cómo tomar el poder.

IV

En el principio está todo. El principio es “La madre de Ernesto”, el primer cuento de Las otras puertas. El cuento representa un doble debut: el debut de los muchachos de pueblo que quieren sacarse la virginidad de encima y, a la vez, el debut de Castillo como narrador. Por su temática, se trata de un cuento de iniciación (de hecho corresponde al primer bloque de ese libro, subtitulado “Los iniciados”), pero la narración, más allá de su trama, los muchachos que quieren “debutar” y van al quilombo, lo que acá se juega es una poética, un estilo que, de entra

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