Di mi nombre (El affaire Stark 1)

J. Kenner

Fragmento

cap-1

1

El rítmico zumbido de las aspas del helicóptero, tump-tump, tump-tump, se ha instalado en mi cabeza, y me susurra un mensaje en clave que no me cuesta descifrar: «Él no, ahora no. Él no, ahora no».

Pero sé de sobra que mi súplica es inútil, que mis palabras son en vano. No puedo salir corriendo. No puedo esconderme. Solo puedo continuar como estoy, precipitándome a más de ciento cincuenta kilómetros por hora hacia un destino que creí haber eludido hace cinco años. Y hacia el hombre que ya formaba parte de mi pasado.

Me digo que ya no deseo a ese hombre. Sin embargo, no puedo negar que aún lo necesito como el aire que respiro.

Estrujo la revista Architectural Digest que tengo en el regazo. No me hace falta bajar la vista para ver al hombre de la portada. Su imagen está tan nítida en mi memoria como si lo hubiera visto ayer. Tiene el cabello negro y brillante, con reflejos cobrizos cuando le da el sol. Y sus ojos son tan azules y profundos que podría ahogarme en ellos.

En la revista está sentado con aire despreocupado en la esquina de una mesa, con la raya de los pantalones, de color gris oscuro, perfectamente marcada. Su camisa blanca se ve planchada con esmero; los gemelos resplandecen. Detrás de él, la silueta de Manhattan se alza enmarcada por una pared acristalada. Transmite arrojo y seguridad, pero, en mi imaginación, yo veo más.

Veo sensualidad y pecado. Poder y seducción. Veo a un hombre con el cuello de la camisa desabotonado y la corbata floja. A un hombre que se siente completamente a gusto en su piel, que se adueña de una habitación con solo entrar en ella.

Veo al hombre que me deseó.

Veo al hombre que me aterrorizó.

¡Jackson Steele!

Recuerdo el roce de su piel con la mía. Incluso recuerdo su olor, a madera, almizcle y un tenue toque a humo.

Sobre todo recuerdo cómo me seducían sus palabras. Cómo me hacía sentir. Y ahora, mientras sobrevuelo el Pacífico, no puedo negar la excitación que electriza mi cuerpo solo por saber que voy a verlo de nuevo.

Por supuesto, eso es lo que me asusta.

Como si me hubiera leído el pensamiento, el helicóptero se ladea con brusquedad y el estómago me da un vuelco. Pongo una mano en la ventanilla para sujetarme mientras contemplo el intenso color azul del océano y compruebo que el escabroso litoral de Los Ángeles cada vez está más lejos.

—Estamos llegando, señorita Brooks —dice el piloto poco después. Su voz me llega con nitidez a través de los auriculares—. Faltan solo unos minutos.

—Gracias, Clark.

No me gusta volar; menos aún, en helicóptero. Quizá tenga una imaginación desbordada, pero soy incapaz de dejar de pensar en que el movimiento continuo de estas máquinas afloja con su vibración montones de tuercas y cables que son imprescindibles.

He acabado por asumir que debo viajar en avión o en helicóptero de vez en cuando. Soy asistente ejecutiva de uno de los hombres más ricos y poderosos del mundo, así que volar forma parte de mi trabajo. Pero, aunque me he resignado a esa realidad e incluso he conseguido tomármela con cierta actitud zen, sigo poniéndome muy nerviosa durante el despegue y el aterrizaje. Que la tierra se acerque mientras, al mismo tiempo, el helicóptero se inclina hacia ella me resulta tan antinatural que me asusta.

Aunque lo cierto es que ante mis ojos no hay tierra por ninguna parte. Que yo vea, seguimos sobrevolando el agua, y estoy a punto de mencionar al piloto ese detalle sin importancia cuando un trozo de isla aparece tras mi ventanilla. ¡Mi isla! Sonrío solo de verla, e inspiro una vez y otra hasta sentirme más calmada y bastante recuperada.

La isla no es mía de verdad, claro. Es de mi jefe, Damien Stark. Bueno, para ser exacta, pertenece a Stark Vacation Properties, que forma parte de Stark Real State Development, que, a su vez, forma parte de Stark Holdings, una corporación empresarial de las más rentables del mundo cuyo propietario es uno de los hombres más poderosos del mundo.

No obstante, en mi imaginación la isla Santa Cortez es mía. Y no solo la isla; también el proyecto y todo lo que promete.

Santa Cortez es una de las islas más pequeñas del archipiélago del Norte, próximo a la costa de California. Se encuentra poco más allá de la isla Catalina y se utilizó durante muchos años como instalación naval, junto con la isla San Clemente. A diferencia de esta última, que sigue en manos del ejército y en la que hay una base militar, así como barracones y otros signos de civilización, Santa Cortez no está urbanizada; se utilizaba para el combate cuerpo a cuerpo y el entrenamiento con armas. Al menos eso fue lo que me contaron. El ejército no se distingue precisamente por hablar con claridad de sus actividades.

Hace unos meses leí un artículo de Los Angeles Times acerca de la presencia militar en California. En él se citaban las dos islas, y se hacía mención de que el ejército ya no llevaba a cabo operaciones en Santa Cortez. No había más datos al respecto de la isla. Aun así, se lo mostré a Stark.

—A lo mejor está en venta y, en tal caso, he pensado que deberíamos actuar con rapidez —le dije a la vez que le ofrecía el periódico.

Acababa de informarle de su agenda del día e íbamos a buen paso por el pasillo camino de una sala de reuniones donde nada menos que doce banqueros de tres países distintos esperaban con Charles Maynard, el abogado de Stark, a que comenzara una reunión sobre estrategias de inversión e impuestos programada desde hacía tiempo.

—Sé que está buscando una isla de las Bahamas para construir un resort para matrimonios —continué—, pero, como aún no hemos encontrado la adecuada, he pensado que mientras tanto un centro vacacional de lujo para familias con un acceso cómodo desde Estados Unidos podría tener muchas posibilidades como modelo de negocio.

Stark cogió el periódico y leyó el artículo sin detenerse hasta que estuvimos delante de las puertas acristaladas de la sala de reuniones. Ya llevo alrededor de cinco años trabajando para él y he aprendido a interpretar sus expresiones, pero en aquel momento no tuve la menor idea de lo que pensaba.

Me devolvió el periódico, levantó un dedo para indicarme que esperara, entró en la sala y se dirigió a los banqueros:

—Caballeros, les pido disculpas, pero me ha surgido un imprevisto. Charles, ¿serías tan amable de encargarte tú de la reunión?

Y salió de nuevo al pasillo, sin molestarse en aguardar la respuesta de Maynard ni el consentimiento de los banqueros, totalmente seguro de que todo iría bien y justo como él quería.

—Llama a Nigel Galway del Pentágono —me dijo en el pasillo mientras nos dirigíamos a su despacho—. Lo encontrarás en mis contactos privados. Dile que me interesa comprar la isla. Luego localiza a Aiden. Ha ido a la obra de Century City para ayudar a Trent con un problema que ha surgido durante la construcción. Pregúntale si puede ausentarse el tiempo suficiente para comer con nosotros en The Ivy.

—Oh —exclamé intentando no caerme redonda—. ¿Nosotros?

Contar con Aiden tenía sentido. Aiden Ward era el vicepresidente de Stark Real Estate Development y en ese momento estaba supervisando la construcción de Stark Plaza, tres edificios de oficinas próximos a Santa Monica Boulevard en Century City. Lo que no entendía era por qué quería el señor Stark que yo los acompañara, cuando solía limitarse a informarme tras sus reuniones solo de aquellos detalles que deseaba que supervisara o investigara.

—Si vas a dirigir este proyecto, es lógico que estés presente desde la primera reunión.

—¿Dirigir?

Juro que la cabeza empezó a darme vueltas.

—Si te interesa la promoción inmobiliaria, en particular para proyectos comerciales no podrías tener mejor mentor que Aiden —respondió—. Por supuesto, tu horario laboral se alargará ya que seguiré necesitándote como asistente. De todos modos puedes delegar tareas, siempre que no te excedas. Además, creo que a Rachel le gustaría trabajar más horas —añadió refiriéndose a su asistente de los fines de semana, Rachel Peters—. Básate en el plan de negocio que Trent presentó para la propuesta de las Bahamas y redacta tu propio borrador con un calendario. —Consultó la hora en su reloj—. No lo tendrás listo antes de la comida, seguro. Pero puedes plantearnos algunos temas de discusión. —Me miró a los ojos y percibí un brillo de humor en los suyos—. ¿O estoy suponiendo demasiado? Pensaba que el sector inmobiliario era uno de tus intereses personales, pero si no quieres cambiar a un puesto directivo…

—¡No! —exclamé casi sin pensar al tiempo que me erguía—. No… Es decir, sí. Sí, señor Stark, quiero trabajar en este proyecto.

De hecho, lo que quería era no hiperventilar, aunque no tenía claro que fuera a conseguirlo.

—Bien —dijo. Habíamos llegado a mi mesa, situada ante la puerta de su despacho—. Llama a Nigel. Organiza la comida. Veremos adónde nos lleva esto.

«Esto» me ha llevado en una línea más o menos recta a este momento. Oficialmente soy la directora de proyecto del resort de Cortez, propiedad de Stark Vacation. Al menos, lo soy a día de hoy.

Con suerte, aún lo seré mañana. Porque de eso se trata, ¿no? De si la noticia que me han dado hace dos horas echará por tierra el proyecto de Santa Cortez o de si podré salvarlo junto con mi incipiente carrera en el sector inmobiliario.

Es una lástima que necesite a Jackson Steele para lograrlo.

El estómago me da un vuelco y me digo que no debo preocuparme. Jackson me ayudará. Tiene que hacerlo; todo lo que anhelo depende de él.

Teniendo en cuenta mis nervios crispados, agradezco especialmente que el aterrizaje sea suave. Meto la revista en mi bolso de piel, me desabrocho el cinturón de seguridad y espero a que Clark abra la portezuela. En cuanto lo hace aspiro la fresca fragancia del océano y alzo la cabeza para notar la brisa en la cara. De inmediato me siento mejor, como si ni mis preocupaciones ni mi mareo pudieran competir con la belleza de este lugar.

Y no cabe la menor duda de que es bello. Bello y virgen, con prados y árboles, dunas y playas sembradas de conchas.

Lo que quiera que los militares hayan hecho en esta isla no ha dañado el hábitat natural. De hecho, los únicos signos de civilización están justo donde hemos aterrizado. Aquí hay un helipuerto con cabida para dos helicópteros, un muelle, una caseta metálica utilizada como almacén y otra caseta con dos váteres químicos. También hay una carretilla elevadora, un generador y varias máquinas más que han traído para empezar a despejar el terreno. Por no mencionar las dos cámaras de vigilancia que han instalado para contentar tanto al departamento de Seguridad de Stark International como a la compañía de seguros.

Hay un segundo helicóptero y, detrás de él, un caminito que parte de esta desvencijada área de trabajo y me llevará al interior aún virgen de la isla. Y supongo que también hasta Damien, su mujer, Nikki, y Wyatt Royce, el fotógrafo que Damien ha contratado para retratar a su esposa en la playa y hacer un reportaje de la isla antes de que la urbanicemos.

Mientras Clark se queda con el helicóptero sigo el camino. Casi de inmediato me arrepiento de no haberme cambiado la falda y los zapatos de tacón por algo más cómodo antes de emprender esta excursión. El terreno es pedregoso y desigual, y voy a acabar con los zapatos rozados y estropeados. Quería ponerme vaqueros y botas de senderismo, pero tenía prisa. En fin, si consigo volver a encauzar este proyecto consideraré que mis stilettos azules favoritos serán un pequeño sacrificio.

El terreno asciende en suave pendiente y, cuando culmino una loma baja me descubro mirando una pequeña cala de arena al abrigo de unas rocas. Las olas azotan las piedras y las gotitas de agua que salen despedidas relucen como diamantes. En la arena, veo que Damien rodea a su mujer por la cintura y que ella apoya la cabeza en su hombro mientras ambos contemplan el inmenso mar azul.

Nikki y yo nos hemos hecho buenas amigas, de modo que no es la primera vez que los veo juntos. Con todo, este momento me parece tan dulce e íntimo que siento que debería dar media vuelta y dejarlos solos. Pero no tengo tiempo que perder, de manera que carraspeo y sigo adelante.

Por supuesto, sé que no me oirán. El ruido del mar al chocar contra la orilla ha bastado para ahogar el zumbido del helicóptero que me ha traído aquí; sin duda, podrá ahogar mis pisadas.

Como si quisiera darme la razón, Damien besa a Nikki en la sien. Me da un vuelco el corazón. Pienso en la revista de mi bolso y en el hombre de la portada. Él me besó de la misma forma y, al recordar la suave caricia de sus labiosen mi piel, me escuecen los ojos. Me digo que es el viento y la espuma salada, pero, por supuesto, no es cierto.

Es la pena y la nostalgia. Y, sí, es el miedo.

El miedo de estar a punto de abrir la puerta a algo que deseo con todas mis fuerzas y que, aun así, sé que no puedo controlar.

El miedo de haber metido la pata hasta el fondo hace tantos años.

Y la amarga certeza de que, si no me ando con muchísimo cuidado, el muro que he erigido alrededor de mí para protegerme se derrumbará y mis horribles secretos quedarán a la vista del mundo entero.

—¿Sylvia?

Doy un pequeño respingo, sobresaltada, y caigo en la cuenta de que llevo un rato aquí parada, con la mirada ausente y la cabeza en otra parte.

—Señor Stark. Disculpe, yo…

—¿Estás bien? —Es Nikki quien lo pregunta mientras se acerca con cara de preocupación—. Pareces un poco nerviosa.

Ya está junto a mí y me coge del brazo.

—No, estoy bien —miento—. Solo un poco mareada a causa del traqueteo del helicóptero. ¿Dónde está Wyatt?

—En la otra playa —responde Stark—. Hemos pensado que era mejor que se adelantara y empezara con las fotografías para el catálogo.

Hago una mueca de disculpa. Me he retrasado más de una hora. Mi idea era pasar la mañana en Los Ángeles mientras Nikki, Damien y Wyatt llegaban temprano a la isla. Yo vendría cuando ya hubieran terminado su sesión privada de retratos, y pasaría el resto de la mañana con Wyatt tomando unas cuantas fotografías para promocionar con ellas el resort.

Damien regresaría a la ciudad en su helicóptero y Wyatt, Nikki y yo lo haríamos más tarde con Clark. Nikki y yo descubrimos hace poco que ambas somos aficionadas a la fotografía, y Wyatt se ofreció a darnos unas nociones básicas cuando termine el trabajo.

—No has traído la cámara —observa Nikki con la frente arrugada—. ¿Ocurre algo?

—No —respondo. Pero enseguida añado—: Vale, sí. Puede. —Miro a Stark a los ojos—. Tengo que hablar con usted.

—Voy a ver cómo le va a Wyatt —se excusa Nikki.

—No, quédate. Es decir, si al señor Stark, si a Damien no le importa.

Aún me cuesta llamarlo por su nombre de pila en horas de trabajo. Pero, como él ha señalado más de una vez, me he pasado bastantes horas ya tomando cócteles con su mujer en la piscina de su casa, así que, después de tantos cosmopolitans, la formalidad cuando estamos a solas empieza a resultar forzada.

—Claro que no me importa —responde—. ¿Qué ha ocurrido?

Respiro hondo y les doy la noticia que he estado guardándome.

—Martin Glau ha dejado el proyecto esta mañana.

Veo que Damien cambia de cara al instante. Su expresión de sorpresa da paso al enfado, que enseguida es sustituido por una determinación inflexible. A su lado, Nikki reacciona con mucha menos moderación.

—¿Glau? Pero ¡si estaba entusiasmadísimo…! ¿Por qué diablos iba a querer dejarlo?

—Querer no —aclaro—. Lo ha dejado. Se ha ido.

Por un momento Damien se limita a mirarme fijamente.

—¿Se ha ido?

—Por lo visto, se ha marchado al Tíbet.

A Damien se le agrandan los ojos de forma casi imperceptible.

—¿Lo dices en serio?

—Ha vendido sus propiedades, ha cerrado su empresa y ha dicho a su abogado que comunique a sus clientes que ha decidido pasar el resto de su vida meditando y rezando.

—Qué hijo de puta —masculla Damien con la ira contenida que rara vez le veo mostrar en sus tratos de negocios, aunque la prensa haya magnificado su mal genio con el paso de los años—. ¿De qué coño va?

Comprendo su enfado. De hecho, lo comparto. Este es mi proyecto y Glau ha conseguido jodernos a todos. Aunque el resort de Cortez sea propiedad de Stark Vacation, eso no significa que Damien o sus empresas lo financien en su totalidad. No, hemos sudado tinta estos tres últimos meses para captar a los mejores inversores, y todos y cada uno de ellos mencionaron dos razones por las que se comprometían con el proyecto: la reputación de Glau como arquitecto y la reputación de Damien como empresario.

Damien se pasa los dedos por el pelo.

—Bueno, pues hay que ponerse manos a la obra. Si su abogado se lo está notificando hoy a sus clientes, la prensa se enterará enseguida y todo irá muy rápido.

Hago una mueca. Me entra un sudor frío solo de pensarlo, porque este proyecto es mío. Yo lo he concebido, lo he defendido y me he dejado la piel para ponerlo en marcha. Para mí, es más que un resort; es el trampolín hacia mi futuro.

Tengo que mantener vivo este proyecto. Y lo haré, maldita sea. Aunque para ello tenga que reanudar el contacto con el único hombre a quien juré que no volvería a ver jamás.

—Necesitamos desarrollar un plan —digo—. Un plan de acción definitivo para presentarlo a los inversores.

Pese a la situación, percibo un atisbo de diversión en los ojos de Damien.

—Y ya tienes una propuesta. Bien. Oigámosla.

Asiento y agarro el bolso con más fuerza.

—A los inversores les causó buena impresión la reputación de Glau y su trayectoria profesional —comienzo—. Pero es imposible que encontremos otro arquitecto igual.

Glau ha sido el impulsor de algunos de los edificios más imponentes e innovadores de la historia de la arquitectura contemporánea; no solo es un arquitecto célebre, sino también reputado, y todo ello aseguraba el éxito del proyecto.

—Así que sugiero proponer al único hombre que, a decir de todos, está listo para igualar o superar la valía profesional de Glau.

Meto la mano en el bolso, saco l

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