Índice
Portadilla
Índice
Dedicatoria
Cita
Introducción. Excusatio non petita
Capítulo I. Por una cabeza
Capítulo II. ¡A galopar!
Capítulo III. El león y la gacela
Capítulo IV. Rapsodia húngara
Capítulo V. El momento de la rosa
Capítulo VI. Guineas con Guinness
Capítulo VII. Alma de Epsom
Capítulo VIII. Naná en las carreras
Capítulo IX. Los caballos de julio
Capítulo X. Nostalgia del tiovivo
Capítulo XI. El hipódromo que surge del mar
Capítulo XII. Placeres de balneario
Capítulo XIII. El Arco de Triunfo
Capítulo XIV. Los herederos del alegre monarca
Capítulo XV. ‘Il miglior fabbro’
Capítulo XVI. Crepúsculo oriental
Epílogo. ‘Fast and flat’
Despedida
Apéndice I. El Derby y las chicas
Apéndice II. El Derby del buen ladrón
Apéndice III. El Derby del rey y la reina
Apéndice IV. El Derby fin de siglo
Sobre el autor
Créditos
A los amigos del hipódromo: en la infancia, Juan; en la adolescencia, Enrique; luego, hasta hoy mismo: Ángel y Willie, Antonio y Emilio, Francis y Ezequiel, etcétera.
A Guillermo y Miriam, que nunca han estado en Epsom pero que, por mi culpa, desde hace décadas no se pierden un Derby.
Y también a Sara, porque siempre nos quedará Maison-Laffite.
«Life is full of handicaps».
Robin Goodfellow,
Come racing with me
«El yo es un caballo de carreras en un ascensor».
Roberto Matta
INTRODUCCIÓN
‘Excusatio non petita’
«Ahora es menester gran corazón y hermoso canto…».
Monteverdi, Orfeo
«Intellectuals, like politicians, do not greatly favour animals. The former because they are above consideration for lesser creatures. The latter because animals do not vote».
Peter O’Sullevan, Calling the Horses
Quienes no me conozcan demasiado dirán al echar un vistazo a este libro: «Pero ¿cómo usted, habitualmente dedicado —aunque sin excesiva seriedad, la verdad sea dicha— a cosa tan respetable como la filosofía nos quiere propinar ahora centenares de páginas sobre un asunto culturalmente deleznable como las carreras de caballos? ¿No le basta haber sido frívolo en filosofía para dedicarse luego a serlo contra ella?». Los que me conocen hasta el hartazgo rezongarán: «¡Por favor, otro libro de caballitos no!». Y mi editor, que defiende legítimamente su negocio, insinúa cauteloso: «¿Estás seguro de que las carreras de caballos interesan al menos a trescientas personas, incluyéndote a ti, en este país?». Les escucho a todos, digo que sí y que no con la cabeza, me encojo de hombros, suspiro perplejo… pero sigo escribiendo. Sin remedio, sin enmienda. A lo más que condesciendo es a ofrecer estas embrolladas explicaciones preliminares. ¿Por qué las carreras de caballos? ¿Por qué escribir sobre ellas, sin olvidar del todo la tarea filosófica? ¿A quién le puede interesar —seamos optimistas, alguien habrá— este libro? Intentaré una defensa no expresamente solicitada y que podría volverse por tanto acta de acusación contra mi empeño.
Como me ha sucedido con todas las principales aficiones de mi vida (los relatos de aventuras, los chistes verbales, la lengua francesa, Chesterton, la controversia teórica, las vistas al mar, las rotundidades de la figura femenina y la esencial prominencia de la masculina, las películas de monstruos, lo salado frente a lo dulce, la poesía rimada, la canción mexicana, leer en la cama, no hacer sacrificios), me enamoré para siempre de las carreras de caballos en una época muy temprana: creo que no le he cogido verdadero gusto a nada a partir de los quince años, exceptuando el sabor del whisky. Mi padre empezó a llevarme al hipódromo (al de Lasarte, junto a mi San Sebastián natal) cuando yo no debía de tener más de cinco años. Entonces, como es lógico, no apostaba ni conocía los pedigrís de los corceles pero chillaba como un poseso en las llegadas para animar al «nuestro» (es decir, al que mi padre jugaba y me había indicado). El olor a hierba mojada, a bosta equina, a cuero… el tamborileo afelpado por el césped de los galopes, los rumores o vociferaciones excitadas del gentío… la sólida galanura de los cuadrúpedos y el colorido de las chaquetillas de los jinetes, el revoleo combativo de las fustas en la recta final… la emoción de la incertidumbre, de que aquello está pasando entonces, precisamente entonces y nunca más… me embrujaron definitivamente. También la compañía exclusiva de mi padre, el que tales delicias fuesen algo que compartíamos solos él y yo, sin la presencia de mi madre, con la que compartía todo, todo lo demás. Ella buscaba y me ofrecía los libros, mi padre me llevaba al hipódromo: adoraba por igual sus regalos, pero también me gustaba que viniesen separados.
Al principio siempre veía las carreras lo más pegado a la pi