Tenía que pasar

David Yoon

Fragmento

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1

El Lago de la Novia

Ha dado inicio el último año de instituto.

«Ha dado inicio» suena más guay que el habitual «ha empezado», porque si lo dices bien, pareces el último caballero superviviente dando malas noticias a un rey cansado al borde de la derrota, que se pasa una mano flácida por la cara, asustado. «Majestad, nuestras filas han dado inicio a su rompimiento. Ha dado inicio la caída de la Casa Li.»

Por cierto, en ese escenario yo soy el rey que se pasa la mano por la cara, asustado.

Porque ha dado inicio el último año de instituto.

A veces pienso en hace seis meses, en los felices días del curso anterior. Cuando saltábamos por el campo tras haber hecho el examen del PSAT, un ensayo del SAT, que en Playa Mesa, California, Estados Unidos, se utiliza para evaluar si un ser humano joven es apto para matricularse en una institución de enseñanza superior.

Pero ¿el PSAT?

«Es solo un ensayo», decimos los alumnos de penúltimo año. «No vale una mierda, majestad.»

Cómo holgazaneábamos al sol y bromeábamos sobre un comentario de texto que trataba de un experimento para descubrir si a los perros les resultaba más fácil volcar un recipiente (más fácil) o tirar de una cuerda (más difícil) para conseguir comida. Basándose en el texto y en los resultados de la figura 4, los perros:

a) resolvían con más frecuencia la tarea de la cuerda que la del recipiente.

b) se frustraban más con la tarea de la cuerda que con la del recipiente.

c) a menudo, se enfadaban con sus cuidadores humanos por plantearles tareas tan absurdas, esto es: «Dadnos la comi­da en un puto comedero para perros, como hace todo el mundo».

O:

d) se pasaban una pata por la cara, asustados.

La respuesta era la d).

El día que dieron las puntuaciones, descubrí que había obtenido 1.400 puntos de 1.520, el percentil 96. Mis amigos me chocaron la mano con fuerza, pero a mí me sonaban como palmas de las manos golpeando la puerta sellada de una cripta.

Mi objetivo era obtener 1.500.

Cuando se lo dije a mis padres, me miraron con pena e incredulidad, como si fuera un gorrión muerto en el parque. Y mi madre me dijo lo siguiente, de verdad:

«No te preocupes. Te queremos igual».

Mi madre me ha dicho «Te quiero» exactamente dos veces en mi vida. Una por los 1.400 puntos, y otra cuando yo tenía diez años, que llamó desde Corea después del funeral de su madre. Hanna y yo no fuimos. Mi padre estaba en La Tienda, así que tampoco fue.

Pensándolo retrospectivamente, me parece raro que no fuéramos todos.

Pensándolo retrospectivamente, confieso que me alegro de no haber ido. Solo vi a mi abuela una vez, cuando yo tenía seis años. Ella no hablaba inglés, y yo no hablaba coreano.

Así que pensándolo retroretrospectivamente, quizá no me parece tan raro que no fuéramos todos.

Mi padre me ha dicho «Te quiero» exactamente cero veces en mi vida.

Volvamos a la puntuación del PSAT.

Como indicador, guía, augurio, presagio y muchas otras palabras del vocabulario de la guía de estudio del PSAT, una puntuación de 1.500 significaría que seguramente en el SAT me iría tan de puta madre que llamaría la atención de Harvard, que, según mis padres, es la mejor universidad de todo Estados Unidos.

Una puntuación de 1.400 significa que seguramente a lo máximo que podré aspirar es a la Universidad de California en Berkeley, que para mis padres es un triste premio de consolación comparada con Harvard. Y a veces, por una milésima de segundo, su compresión mental hace que piense:

«Berkeley es una mierda».

Mi hermana mayor, Hanna, acuñó la expresión «compresión men­tal», que es como la compresión de la médula espinal, pero en la mente. Hanna vive en Boston, cerca de la otra Berkeley, la Escuela de Música Berklee.

Berklee es la escuela de mis sueños. Pero mis padres ya han rechazado la idea. «¿Música? ¿Cómo ganas dinero? ¿Cómo comes?»

Los dos nombres de Hanna son Hanna Li (siete letras) y Ji-Young Li (nueve). Mi padre le puso Hanna Li por Honali, de un famoso himno de los años sesenta sobre la marihuana disfrazado de canción infantil, «Puff, el dragón mágico». La canción se abrió camino hasta las clases de inglés de los institutos de Seúl en la década de los setenta. Mi padre no se ha fumado un porro en su vida. No tenía ni idea de lo que estaba cantando.

Hanna es la mayor. Hanna lo había hecho todo bien. Mis padres le decían que estudiara mucho, y ella solo sacaba sobresalientes. Le dijeron que fuera a Harvard, y eso hizo, y se graduó con honores. Pasó a la Facultad de Derecho de Harvard, y se graduó con notas tan altas que le permitieron catapultarse por encima de ayudantes de su misma edad en Eastern Edge Consulting, especializada en negociar patentes ridículas para empresas tecnológicas de miles de millones de dólares. Ahora incluso se dedica a la inversión de capital desde el despacho de su casa, en Beacon Hill. Entre semana lleva trajes pantalón carísimos; los fines de semana, adecuados (aunque también carísimos) vestidos. Alguien debería sacarla en la portada de una revista de viajes de negocios o algo así.

Pero entonces Hanna cometió su único error. Se enamoró.

Enamorarse no es malo en sí mismo. Pero enamorarse de un chico negro bastó para borrar de un plumazo todo lo que había hecho bien en su vida. El chico le regaló un anillo, que mis padres no han visto y seguramente nunca verán.

En otra familia de quizá otro planeta, mi hermana traería al chico negro a casa en las vacaciones de verano para que conociera a la familia, y todos diríamos su nombre abiertamente: Miles Lane.

Pero estamos en este planeta, y mis padres son mis padres, así que Hanna no vendrá este verano. La echo de menos. Pero entiendo por qué no vendrá. Aunque eso significa que me quedaré colgado, sin nadie con quien burlarme del mundo.

La última vez que vino fue en las vacaciones de Acción de Gracias de hace dos años. Estaba en una Reunión. Esa noche tocaba cenar en casa de los Chang. No sé por qué hizo lo que hizo aquella noche. «Bueno, estoy saliendo con un chico» dijo. «Y es el hombre de mi vida.»

Pasó el móvil con una foto de Miles a mis padres y a todos los demás. Fue como lanzar un hechizo que los dejó mudos. Nadie dijo ni pío.

Tras un largo minuto, la pantalla del móvil se apagó.

Mis padres se dirigieron a la puerta, se pusieron los zapatos y esperaron desviando la mirada a que nos reuniéramos con ellos. Nos marchamos sin decir una palabra —no era necesario—, y a la mañana siguiente Hanna desapareció en un vuelo de regreso a Boston, cuatro días antes de lo previsto. Un año después, tras seis o siete Reuniones sin Hanna, Ella Chang se atrevió a decir la palabra «repudiada».

Y la vida continuó. Mis padres ya no hablaban de Hanna. Actuaban como si se hubiera ido a vivir a un país extranjero sin formas de comunicación modernas. Cada vez que yo la mencionaba, desviaban la mirada, literalmente —literalmente—, y se callaban hasta que me rendía. Al rato, me rendía.

Hanna también se rindió. Sus respuestas por mensaje pasaron de diarias a cada dos días, luego una vez por semana, y así sucesivamente. De este modo se produce el repudio. No es la sentencia definitiva

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