Fricciones

Tomás Abraham

Fragmento

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Ellos

En el año 1936 en la revista Studio de la ciudad de Varsovia se publica un intercambio de cartas entre dos escritores polacos. Este epistolario compuesto sólo por una carta que va —la de Witoldo Gombrowicz— y otra que viene —la de Bruno Schulz— produjo una estampida de letras y variados comentarios que tuvo la forma de un círculo, es decir, que no salió de Varsovia y sus cercanías. Nada de lo escrito por la nueva generación de autores polacos salía de Polonia, ni los textos de Gombrowicz, ni los de Schulz, ni los de Witkiewicz. A pesar de eso, la energía intelectual de estos escritores tenía alcance universal, su potencia era filosófica, ponía en juego sensibilidades extremas y singulares. La vida de sus portadores rubricó con gestos definitivos la fuerza de sus posiciones, pero toda su densidad no atravesaba en aquella época los límites de una sola nación y una única lengua.

Aquel trío selló la década del treinta, su reverberación progresó geométricamente, sus integrantes son más importantes aun hoy que hace setenta años, más actuales, igualmente trágicos. De todos modos, la importancia literaria de sus exponentes no se basa en una amplia difusión, siguen siendo escritores minoritarios.

Lo que les sucedió a ellos tres es lo que les viene sucediendo y les puede suceder a nuevas generaciones de escritores, el desarraigo por un lado, la expulsión, el éxodo, la persecución. Son situaciones en las que el ejercicio de la profesión se vuelve prácticamente insostenible, en que no se puede escribir más, en que se cayeron los papeles, desaparecieron los lectores, se vaciaron de contenido las palabras que sólo acompañan a los hechos. Son etiquetas.

La guerra impone situaciones. Arranca a la gente de sus lugares y la tira en medio de un remolino que los zarandea y arroja a cualquier lugar. Y a veces sin que se muevan de su límite geográfico, como le sucedió a Bruno Schulz.

Existe un punto en el que la labor literaria toca una zona de extrema realidad. Un escritor escribe y recién luego y sin seguridad podrá tener lectores. Esto hace que escribir sea por lo general una tarea incierta. Un escritor polaco fuera de Polonia tiene lectores potenciales entre los emigrados de su propia nacionalidad, más aún si en su lugar de origen todo ha sido barrido. Fuera de su país es desconocido. Un escritor polaco en su propio país pierde sus lectores en la medida en que ha perdido su tiempo y espacio, y en la misma medida en que sus lectores potenciales también han perdido el control de sus vidas.

Esta extrema realidad es un acontecimiento extraordinario, no hay una guerra todos los días, y menos una guerra mundial, ni un genocidio. Sin embargo, hay algo familiar en un suceso que una vez purgado de su espectacularidad apocalíptica nos devuelve una escena íntima, una muestra mínima del desamparo de un escritor sin pluma y sin lector. Hasta sin idioma, porque es cierto que Gombrowicz conocía a otros polacos en la Argentina o que Isaac Bashevis Singer podía hablar en ídish con un par de personas en Nueva York, pero una lengua vive de un continuo de habla y escucha, y vive muy de otro modo como islote en un mar extraño.

La presencia polaca en la literatura argentina nos llega a través de Gombrowicz. No porque no haya polacos o descendientes de éstos que hayan escrito en nuestra lengua, sino porque la “polonidad” aterriza con Transatlántico, Ferdydurke y Recuerdos de Polonia. La diatriba sobre la nación polaca incursiona en la argentinidad y sus mitos. Gombrowicz ha meditado sobre el plural “nosotros” en sus variadas formas. Más mítica aún ha sido su figura. Se lo ha investido con la figura del héroe. Es un símbolo de la irreverencia que ha suscitado una devoción triste, depresiva. Hay quienes lo tienen como única anécdota de sus vidas. Otros han embalsamado su cabeza embutida sobre una chimenea crepitante. Son parte de los cazadores de malditos que necesitan legitimar sus obras. Yo mismo soy su discípulo, un ferdydurkista hacendoso que, como buen alumno, no lo aguanto más, ni hablar de aguantar a sus admiradores (salvo el Ruso, que es auténtico y sabe). La lucha poética entre Bruno y Witoldo es una pieza filosófica, un condensador de energía semántica. Volví a abrir el sobre de aquel intercambio epistolar y me encuentro con las calles del shtetl. Witoldo nos hizo olvidar la presencia de lo judío en Polonia. Y esto a pesar de Bruno, él, que quería convertirse al catolicismo. En la historia de la epopeya gombrowicziana hay un manchón, Bruno le mojó la oreja. Empleo esta figura de nuestra liturgia cotidiana porque sé que a Witoldo le habría encantado este gesto rabelaisiano del arte de la humillación. Bruno, asesinado por la Gestapo en 1942, es el único que evocaba la nueva “polonidad” en los años cuarenta. Esa “polonidad” desconocida por Witoldo.

Ya no se trata del café Ziemienska ni del Zodiak, en el que se reunía la vanguardia literaria, la mesa bulliciosa de Witoldo, apodado por sus colegas “rey de los judíos”, debido a ciertas afinidades que tenía.

Fui en busca de Gombrowicz y Schulz, me encontré con la familia Singer —Isaac Bashevis, Israel Joshua y Hinde—, Najdorf, Henryk Grynberg, Eva Hoffman y Simja Sneh. Quise volver a Maloszyce, Sandomierz, Zakopane, la calle Venezuela y la confitería Rex, y llegué a Drohobycz, Leoncín, Debro, Bilgoray, Majdane y Coney Island de los hermanos Singer.[1]

Los griegos llamaban basanós a la piedra de toque donde se frotan los metales para verificar su autenticidad. Llamaban a Sócrates basanós, porque contra su palabra se frotaba el alma de sus interlocutores y mostraba su verdadera valía. Friccionar. La Polonia judía hace de piedra de toque en la que fricciona nuestra “polonidad” literaria argentina.

Hay enigmas mal resueltos. ¿Cómo es posible que Witoldo Gombrowicz y Miguel Najdorf hayan llegado a la Argentina el 21 de agosto de 1939 en dos barcos diferentes? Gombrowicz dice haber bajado del barco el 22. Los dos polacos en el mismo puerto el mismo día para un mismo destino, el de no volver. ¿Qué le sucede a una persona cuando sale a comprar fósforos y, al volver a su casa, ésta desapareció con su gente adentro? Un fenómeno de la dimensión desconocida. Es un fenómeno trau-mático, como los que describió Freud. No es una lesión psíquica derivada de un ataque sexual, ni proviene de una caricia indebida, ni de una herida abierta o una violencia excesiva; sí, claro, es esto último, pero a la necesaria violencia hay que sumarle su imprevisibilidad. No estamos preparados para eso, no lo digerimos, nos hemos comido un sapo, es una risotada del destino y el borde de la locura.

El tiempo nos ha violado, revolvió nuestro ser, nos ha dejado fuera de todo, somos esclavos de lo intempestivo. Aquel que logre perdurar, si atraviesa el infierno, volverá a hilar, a contar una historia, a tejer su vida, a percibir algún continuo.

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