El vacilar de las cosas

Juan José Sebreli

Fragmento

INTRODUCCIÓN

La terminología actual en el lenguaje cotidiano del hombre común pero también de los políticos profesionales, los escritores de divulgación, los profesores, los periodistas, los comunicadores de los medios masivos, y aun con demasiada frecuencia de los especialistas en ciencias sociales y políticas, utiliza palabras equívocas que no responden a su significado ni concuerdan con la realidad que pretenden designar. Términos como izquierda y derecha, progreso y atraso, socialismo y fascismo, democracia y liberalismo, revolución, ideología, están hoy manipulados, distorsionados, contaminados, y se los emplea en un sentido tan amplio, vago, fluctuante e incierto que ya no es posible saber bien qué es lo que significan; lo mismo pueden referirse a una cosa o a algo completamente distinto, o no decir nada. Hace falta pues establecer un código, confeccionar un nuevo diccionario, redefinir, resemantizar, volver a examinar estas palabras, de tal modo que sepamos de qué estamos hablando cuando las mencionamos.

El desgaste de términos como derecha e izquierda ha llevado a muchos, no sólo desde la derecha sino también desde la izquierda —algunos social-demócratas—, a declarar que están obsoletos o que son simplificaciones incapaces de reflejar la compleja realidad actual. Disiento con estas aseveraciones y considero que, siempre que existan políticas alternativas, y en tanto no se imponga la unanimidad totalitaria, una de las opciones deberá estar a la izquierda —relativamente de la otra— y viceversa.

Consideradas como tipos ideales, en el sentido weberiano, derecha e izquierda pueden definirse por los pares de opuestos: integración-oposición, conservación-cambio, autoridad-libertad, desigualdad-igualdad, heteronomía-autonomía, tradición-modernidad.

Entre la derecha y la izquierda —como suele suceder en las parejas de opuestos, tanto en el pensamiento como en la acción— se produjeron raras mezclas, y los rasgos de una se deslizaron hacia la otra, provocando una confusión inextricable.

Ya desde los orígenes del socialismo, hubo una izquierda que expresaba ideas y sentimientos de derecha, y una derecha que se creía o se decía de izquierda, a tal punto que Marx y Engels dedicaron el capítulo III del Manifiesto Comunista a la crítica de lo que llamaron el “socialismo reaccionario” en sus distintas variantes, el “socialismo feudal”, el “socialismo pequeñoburgués”, el “socialismo alemán”, el “socialismo burgués o conservador”, el “socialismo utópico”.

Si exceptuamos el fugaz apoyo de los socialistas proudhonianos a la dictadura bonapartista de Napoleón III, puede decirse que el boulangismo fue el primer punto de fusión entre la derecha y el socialismo antidemocrático. Los socialistas blanquistas apoyaron el golpe de Estado del general Boulanger en 1889, constituyendo el primer ejemplo histórico de un paradigma político del siglo siguiente: la izquierda que adhiere a un militar nacionalista. Paul Lafargue, el yerno de Marx, trató de convencer a Engels de que el boulangismo podría revestir una forma socialista.

Este resbalón de la izquierda a la derecha y viceversa aparece en forma más extrema en nuestro siglo. Los enemigos del socialismo descubrieron que la mejor manera de atacarlo era usando su nombre. En Francia Maurice Barrès lanzó el término “socialismo nacionalista”. Mussolini surgió de las filas del socialismo y su mentor ideológico, Georges Sorel, era un sindicalista socialista. Charles Maurras definió al fascismo como un “socialismo liberado de la democracia”, y Drieu La Rochelle escribió Socialismo fascista. En Alemania existía un movimiento, el “conservadorismo revolucionario”; Spengler hablaba de “socialismo prusiano” y el nazismo se denominaba nacional-socialismo. En la República de Weimar circulaban sectas a mitad de camino entre el nazismo y el comunismo que se llamaban “nacional-revolucionarias” o “nacional-bolcheviques”. La extrema izquierda de la izquierda coincidía con la extrema derecha de la derecha. Franz Schauwcker, amigo de Ernst Jünger, lanzó una consigna: “La derecha no puede estar lejos de donde está la izquierda”. Durante el pacto Stalin-Hitler, fascistas y comunistas del mundo entero manifestaban juntos contra el imperialismo anglosajón.

Después de la Segunda Guerra Mundial, las dictaduras nacionalistas populistas del Tercer Mundo se proclamaron “socialistas” y también “revolucionarias”, y lo grave es que fueron creídas por las izquierdas y los progresistas del mundo entero. Los fascismos y populismos constituyeron la izquierda de la derecha, del mismo modo que los estalinismos fueron la derecha de la izquierda.

En los años 60 y 70 los sectores más diversos creían, decían o aparentaban ser de izquierda, socialistas o revolucionarios, aun aquellos que en otras épocas hubieran sido ubicados inequívocamente a la derecha. Salvo insignificantes grupos anacrónicos ya nadie quería ser de derecha; parecía que la derecha había desaparecido del espectro político. A partir de los 80 se produjo el giro contrario; desde entonces se habla de la obsolescencia de la izquierda, de la muerte del socialismo, del fin de las revoluciones, de las utopías, de las ideologías, y algunos van más allá y proclaman el fin de la historia.

No se trata de caer en un fundamentalismo, de retornar a la pureza de los orígenes, pues debe admitirse que los conceptos políticos no son entidades metafísicas definitivas y eternas, y se modifican de acuerdo con la época y las circunstancias. En especial en la izquierda —que es un pensamiento esencialmente dinámico y evolutivo— los contenidos no pueden permanecer estáticos; en consecuencia, parecería inútil tratar de establecer comparaciones entre la izquierda tal como se la entendía en los tiempos de Marx y la izquierda de hoy, denunciar desviaciones de un eje que sería la “verdadera” izquierda. Pero admitir la fluidez de los vocablos no es autorizar el “todo vale”, caer en la confusión de designar con nombres distintos al mismo fenómeno o con el mismo nombre a fenómenos distintos, pues cuando se producen cambios de cierta magnitud algo deja de ser lo que era y se transforma en otra cosa. Esto es lo que ha ocurrido con la izquierda de nuestro siglo, que principalmente a partir de 1930 y más aún después de la Segunda Guerra Mundial, se fue alejando de los valores que la definieron como tal, y confundiéndose cada vez más con formas no tradicionales de la derecha, incluido el fascismo. Llamaré a esta tendencia, por darle algún nombre, y aun reconociendo la imprecisión, la mala izquierda. Excluyo de esta crítica a la social-democracia —en todas sus variantes— pues desde el Congreso del Partido Socialdemócrata Alemán de 1958 adhirió abiertamente al capitalismo, constituyéndose en ala izquierda de la democracia capitalista. No se identifica, por lo tanto, con la izquierda clásica que se proponía la superación del capitalismo, pero tampoco con lo que llamamos la mala izquierda, ya que cumple, dentro del sistema, un papel necesario de defensa de las instituciones democráticas y a la vez de freno a la competencia salvaje, de impulso a las reformas y de red de seguridad a los más desfavor

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