La casa de los secretos

Magdalena Ruiz Guiñazú

Fragmento

¿Por qué ocurrió esto? Es seguramente una pregunta que todos, en algún momento, nos hemos formulado. En especial cuando la vida comienza a ser una larga historia que se mira con perspectiva. Por mi parte me lo he preguntado muchas veces. Sentía horror por La Casa. Estaba infectada de recuerdos angustiantes y de esa sensación Casatriste que atenaceó mi adolescencia.

Detesté siempre su frente angosto, exiguo, austero sin grandeza, avaro de armonía. Puertas de hierro con herrajes sin lustrar; vidrios biselados pero no como un signo de refinamiento sino, simplemente, porque el arquitecto que la construyó a principios de siglo sabía que un “petit-hotel” era así: con el garage al ras de la vereda; una recepción amplia, oscura y, por supuesto, un comedor con chimenea que ostentaba una abundante boiserie oscurísima; dormitorios grandes y sin gracia y ese piso de mosaiquitos multicolores cuyas piezas tendían a despegarse. Algunos baños se habían modernizado. Otros, no. Conservaban reverentes bañaderas con patas torneadas y esmalte saltado, azulejos ya no blancos sino amarillentos y, como ocurre siempre cuando se es joven, el romanticismo de sus guirnaldas con flores rosas y hojas verdes, me parecía absolutamente despreciable. Años después, también es cierto, los fabricantes de cerámica las han reproducido con éxito pero en aquellos lejanos tiempos eran sólo viejas.

El vetusto calefón a gas “Le Torride” era de noble estirpe francesa y, preciso es reconocerlo, nos proveyó siempre de agua casi hirviendo. También lo maldecíamos por su renuencia a encenderse en un primer intento, y me hacía añorar otros más modernos, como el Orbis, o algo así que adornaban baños resplandecientes de casas ajenas.

Sí, detesté ese lugar, lo que me obligó a inventar lindos pensamientos para huir de él. Podría llenar páginas enteras con subterfugios más o menos hábiles. Seguramente Howard Fast no se imaginó nunca que su libro “El manto sagrado” iba a servirle a una chica de Buenos Aires para recrear la escenografía que rodeaba una hepatitis fulminante que irrumpió en mi universo de robusta adolescente como un huracán devastador.

“Que no se deprima”, le había dicho el médico a mis padres pensando, quizás, que junto con mi hígado maltrecho tenía el oído perdido. Y con esa frase del doctor pude elaborar y comprender lo que estaba pasando: fue seguramente en aquel tiempo cuando me fue administrada la Extremaunción. Jamás había escuchado el término “hepatitis”, y mucho menos imaginado que una chica de quince años como yo pudiera estar al borde la muerte por su culpa.

Creo que toda La Casa entró en conmoción y, como bien dijo el médico, “lo peor” había sido mi decisión infantil de ocultar a la familia una seguidilla de vómitos que me hubieran impedido asistir a una boda familiar que me llenaba de ilusión. Adoraba esas fiestas en las que no faltaba nadie, se preparaban manjares deliciosos que llevaban la marca de la Confitería del Águila y también lograba que mis hermanas mayores terminaran cediéndome (por cansancio) alguno de sus mejores vestidos. ¿Cómo faltar, entonces?

Supuse que algo me había caído mal y consideré prudente no mencionarlo hasta que alguien advirtió que estaba a tono con los limones del patio mientras que Úrsula, siempre aliada de la medicina, comprobaba que tenía cuarenta grados de fiebre.

—Esta chica está enferma. Tiene que quedarse en cama.

La abuela Dolores hizo uso de la preciosa compotera de porcelana que dormía sobre su cómoda, la llenó de hielo y puso a enfriar allí un pañuelo de hilo que luego me aplicó sobre la frente. Las tías se turnaron para acompañarme y cuando el médico diagnosticó que me había deshidratado en forma alarmante mencionó la posibilidad de una transfusión sanguínea. Mis hermanos varones se ofrecieron en el acto y la tía María Teresa completó la cantidad gracias a sus venas celestes que se entrelazaban como brazos de mar en la blancura de sus hombros.

Recuerdo perfectamente la sensación, no del todo desagradable, de flotar en una semiinconsciencia en la que los párpados bajos mantenían una grata penumbra y una privacidad total sobre lo que me estaba sucediendo. El malestar era grande, obviamente, pero la preocupación dominante fue la de perderme esa boda con la que tanto me había ilusionado. Es decir, una ecuación simple donde la enfermedad es un accidente que antagoniza la diversión.

Pero entonces los hechos se precipitaron.

Ya lo he contado muchas veces. Cuando tras la puerta de vidrio y cortinas de hilo rosa apareció el Capellán del colegio de enfrente y mi madre me anunció que el representante de Dios Todopoderoso venía a visitarme recién tomé conciencia de que me estaba muriendo.

Bajo entonces los párpados nuevamente y, si pudiera, me taparía los oídos. No quiero oír esos rezos ni enterarme de que no sólo voy a perderme la boda sino que existe la posibilidad muy concreta de que, para mí, ya no habrá ni casamientos, ni fiestas, ni vestidos, ni novelas, ni películas, ni toda esa familia a la que quiero de verdad.

“No tienen derecho a hacerme esto…” pienso a ojos cerrados porque no quiero tampoco ni enterarme de que estoy recibiendo algunos óleos sobre mi cuerpo. Además no tengo pecados y lamento con enojo no haberme besado de verdad con ese novio del que no sé si estoy enamorada pero con el que me siento contenta y lista para bailar y cantar por unos cuantos meses. No sé realmente qué va a ser de mi vida pero no puedo admitir que se prepare así mi muerte.

Me abstengo entonces de contestar los rezos y plegarias que escucho a mi alrededor. Tengo quince años y detesto encontrarme con rostros preocupados y lágrimas contenidas. Comprendo, con la urgencia del caso, que debo adueñarme de algún personaje que me rescate de la realidad. Pienso entonces inmediatamente en que soy la protagonista de una película que arrastra multitudes. Y elijo, claro, “El manto sagrado”, que nos ha revelado los secretos del Cinemascope. No omito ningún detalle y hasta imagino con cuánta gracia me cubrirá una túnica de lino con bordes de oro y cómo será de cantarina el agua de las fuentes de un jardín romano alejado del tiempo de esta Casa, ese cura amable y un sacramento que no deseo.

Tampoco quiero ofender a nadie y digo algo como “los quiero mucho…” que parece parte del guión de la película pero que termina desencadenando, en cambio, un efecto dramático que no está para nada en mis intenciones. Porque ni me estoy despidiendo ni los quiero a todos por igual. Sé, y no lo confesaría nunca, que mis preferencias son rotativas, por decirlo de algún modo, y que dentro de ese mapa de afectos existen también las circunstancias. Creo que en aquella oportunidad las tías tuvieron una enorme importancia. Por su eficiencia, su discreción, una serenidad sin fisuras y, en el caso de María Teresa, por “saber” lo que realmente podía complacerme. Junto a mi cama colocó una mesa ratona y ubicó allí novelas de amor, revistas de la farándula que me informaban el horario de los mejores radioteatros y una pequeña radio.

Sí, detestaba esa habitación con altas puertas (las de los vidrios biselados) y cortinas de hilo rosa. Ese enorme ropero inglés que hoy hubiera comprado seguramente por su elegancia y su esterilla, pero que en aquel año del Libertador no podía resistir la comparac

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