La conspiración de los idiotas

Marcos Aguinis

Fragmento

PRÓLOGO

El fanatismo enceguecía a la guerrilla y a la represión. Ambas creían tener abundantes razones para destrozar al país con sufrimiento, ofensas y muerte.

El ascenso de la temperatura criminal empezó a ser acompañado por una extraña palabreja: sinarquía. Casi nadie sabía su significado y por eso, tal vez, logró tanta popularidad. Se refería en forma ambigua al gran cenáculo que manejaba los hilos del universo. Tenía obvio parentesco con viejas teorías conspirativas en las que se apoyaban ciertos delirios paranoicos.

Quise escribir un ensayo sobre la etimología, historia y riesgos de esa palabra. Pero advertí a tiempo que era un propósito ingenuo: contestar al absurdo con la lógica, a la locura con la razón. Pretendía detener un alud de nieve soplando con la boca. Situaciones de este tipo exigen una réplica distinta. Al grotesco hay que ponerle enfrente un grotesco más grande aún.

Nació entonces el núcleo de esta novela. La poderosa inteligencia que maneja el universo tenía que ser algo extremadamente contrario a lo verosímil para tornar evidente que un delirio, aunque mueva montañas, no necesita de la sensatez. Concebidos el personaje y algunas de sus peripecias, me introduje en su alma turbulenta. No sospechaba que, para seguirlo, debía recorrer varios círculos del infierno, el asombro y la carcajada. Natalio Comte era más real y seductor de lo previsible; el magnetismo de sus construcciones mentales tenía demasiada fuerza. Me convertí en el atento escriba de sus ideas, aventuras y desatinos, que él, por supuesto, consideraba una ruta ejemplar.

Yo creía que por primera vez la literatura tomaba como protagonista a un agente de propaganda médica. Es una profesión que le permite al personaje cabalgar sobre dos monturas y ser, al mismo tiempo, aliado y enemigo de su trabajo. Su frustración en la Facultad nutre un inconsolable resentimiento, útil para su fanatismo. Las numerosas críticas que formula con vehemencia mezclan verdad con mentira, información comprobable con datos apócrifos, tal como ocurre en la mente de los que se fascinan con sus distorsionadas construcciones. Habla mucho de medicina porque no es médico, y rechaza precisamente lo que tanto envidia. Es inteligente y culto, lo cual no impide que su agresividad, insolencia e histrionismo lo tornen desopilante y hasta atractivo. No es un líder fundamentalista, pero merecería serlo.

Algunas de sus acciones me generaron susto, otras me hicieron reír mientras escribía. Llegó un momento en que no pude continuar. Natalio Comte me exigía demasiado; y yo no soportaba ir tan lejos. Suspendí el proyecto por meses y hasta decidí quemarlo. Pero el clima feroz que reinaba en el país me susurraba que tenía el deber de continuar.

Cuando llegué a la última página, guardé los originales en un cajón. Temía llevarlos a la Editorial Planeta, donde había publicado mis últimos libros. Finalmente leyeron la obra y ocurrió lo presentido: no se animaban a imprimirla. Entonces fui a la Editorial Emecé. Carlos Frías también opinó que, así como estaba escrita, el gobierno militar ordenaría su secuestro; debía cancelar o modificar varios capítulos. Comenté esta situación a mi esposa y algunos amigos. Alguien sugirió que escribiese un post scriptum y explicase que todo era ficción, que no quería ofender a ninguna franja social. «Es obvio», dije. Pero trasladé la iniciativa a la editorial, que la consideró una solución razonable. El libro no fue secuestrado, obtuvo buena crítica y agotó varias ediciones en poco tiempo. Cuando se estaba por imprimir la segunda edición, Frías me llamó para avisarme que podíamos suprimir el post scriptum. «Prefiero que permanezca como testimonio de las ridículas condiciones en que se publicó este libro», contesté.

Al revisar la presente edición de Editorial Sudamericana, me reencuentro con fantasmas y sensaciones que poblaron mi cabeza durante aquellos años de locura. Revivo el humor negro cuyas ráfagas cruzaban la cotidianidad, las denuncias directas o elípticas, las dificultades de edición, el clima de violencia, la busca de enemigos imaginarios, el cinismo, la debilidad del amor, el ubicuo clima hostil, los clandestinos chistes catárticos. Ingredientes de una sociedad autoritaria al rojo vivo que nos intoxicaron en la Argentina y siguen vigentes en la mayor parte del mundo.

Marcos Aguinis

Buenos Aires, enero de 1996.

1. EL DETONANTE

Para poner término a la fatigosa discusión, acepté a regañadientes la propuesta de mi mujer. Yo había escrito un libro explosivo, grávido de denuncias, que le produjo miedo. Miedo de que me expulsaran de Pharmat, el laboratorio donde trabajaba como visitador (distribuía prospectos suntuosos, muestras gratis y versitos azucarados para buena parte del cuerpo médico). Miedo, también, a que me entablaran juicio por injurias, me arrebataran los exiguos bienes y me zamparan en la cárcel.

Inés era profesora de música en el muy católico colegio San Ignacio y ella misma era una católica muy vendada por infinitos temores y pudibundeces. Su propuesta consistía en recabar la opinión de un amigo informado sobre el tema de mi obra, antes de entregarla a una editorial. Y como no había mucho para elegir, sugirió a Matilde Vanolli, rubia amiga de infancia y, además, psicopedagoga. Dije que sí para complacerla, aunque la opinión de esta amiga, por fundada que pudiese parecer, no me interesaba ni haría cambiar mi determinación.

Cuando vino a casa para recoger los originales, advertí sus apetitosos labios de mandarina y, con adúlteras ganas de morderlos, pregunté si los labios pálidos necesitan del estímulo de los cócteles.

Alzó las cejas, se acarició el tenso rodete y dijo sí, me gusta ser invitada a los cócteles.

—A mí, en cambio, me cansan los pies —argüí con un pellizco verbal—. Resultan peor que visitar un museo.

La sonrisa coloreó mórbidamente su piel. Reflexionó un instante y estiró los dedos. Apeló a una inesperada imagen.

—En esas reuniones nado como en agua mansa.

—Pero es un agua plagada de tiburones.

—¡Bienvenidos! —soltó una carcajada breve, translúcida—, y cuanto más hambrientos, mejor. Es un desafío a salvarse.

—¿Te salvás? —la contemplé con malicia.

—Por supuesto: caminando lentamente, sonriendo, y escupiendo gansadas con el mentón erguido.

La miré con intensidad:

—A mi obra no podrás leerla con el mentón erguido.

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