1
Hay un hombre aquí, fuera de esta casa que da a la playa de La Xanga. Mira el mar. Yo juraría que no es el mismo que he visto antes de acostarme todas las noches de mi infancia. No porque el agua haya adquirido otra tonalidad ni porque el rumor de las olas sea más fuerte. Todo permanece intacto. Sin embargo, ya no refleja a la niña que se detenía al final del espigón. Ni tampoco a mi hermano, el niño que siempre tenía miedo. Miedo a nadar, a las medusas, al frío del agua y a los monstruos que podían aparecer de improviso en las profundidades.
El mar es el mismo, pero nosotros hemos cambiado.
El hombre vigila a un niño que no tiene miedo y que lanza piedras y guijarros pequeños que ha ido recolectando en la playa. Cuando las piedras se hunden en el agua grita contento: ¡Mira, papá!
La casa que tengo a mis espaldas ya no es nuestra. Desde donde estoy escucho a dos niñas que hablan en un idioma que no comprendo. Son danesas, y juegan en el mismo jardín en el que lo hicimos nosotros. Pero nosotros nos hemos ido de esta casa, de la playa, de la isla. Estamos cada uno en otro sitio. Vendimos la casa y los nuevos dueños volvieron a pintar de blanco las paredes y le cambiaron el nombre. Ahora se llama como un viento: Mistral.
Hace un rato, el niño que no tiene miedo ha querido ver una torre abandonada. Ha preguntado si ahí vivían piratas y le he dicho que ya no. ¿Y antes de que naciera yo? Sí, antes de que nacieras tú sí. ¿Y antes de que naciera mi abuelo? Sí, antes de que naciera tu abuelo también.
Me resulta extraño, ahora, pensar en esta casa y en esta isla. Pensar en la cajita roja que llevo en el bolso. En su cierre de rosca. En lo que cabe dentro.
Recorro el pequeño espigón y me detengo al final. Abro la caja, vuelco el contenido, la vuelvo a guardar en el bolso.
Me quedo unos instantes ahí, de pie. Sin saber muy bien dónde empieza el horizonte y dónde termina el mar.
Regreso a la orilla, y el hombre que mira el mar vuelve la mirada hacia mí y me adivina.
—Está bien. Es hora de irse.
El niño que no tiene miedo me pregunta si creo que quedan restos de alguna espada enterrados en la playa y me da la mano.
2
Mi padre creía que Groenlandia no era una isla.
A lo largo de su vida como geólogo había sostenido algunas teorías extravagantes con respecto a las islas. La mayoría están en el mítico Todo es una isla, un libro que continúa siendo una referencia para el Consejo Científico Internacional para el Desarrollo de las Islas. Su tesis principal ponía en tela de juicio la certeza de que Australia, por ser el continente de Oceanía y el sustento de todos esos atolones de islas minúsculas, no fuera una isla, y que, sin embargo, el vasto territorio de Groenlandia sí lo fuera. Sus detractores argumentaron que de darle semejante estatuto a Groenlandia se abrirían cientos de debates. ¿Por qué no Madagascar? ¿Y la Antártida?
¿Dónde estaban los límites, y cuáles eran?
La disputa acerca de lo que era o no una isla duró muchos años y hoy sigue siendo un debate irresuelto. Sospecho que, aunque el tiempo le quitara la razón, mi padre nunca dejó de creer que el mundo se equivocaba. Y que tras esa discusión, a mi juicio inútil e infructuosa, había otra cuestión un poco más compleja. Algo sobre lo que mi padre nunca escribió pero que definió su vida: la materialidad de los límites. La línea que marca la diferencia entre lo que es y lo que no. Entre una isla y un continente. El horizonte y el mar. Lo que era una familia y lo que dejaba de serlo.
Nosotros éramos una familia compuesta por cuatro islas encerrada dentro de otra isla: Ibiza.
Aunque algunos dicen que Ibiza es una isla y otros, un invento, un acto de la imaginación.
—Ebesos, Ibosim, Ebusus, Yebisah, Eivissa, Ibiza —nos hacía repetir mi padre cuando éramos pequeños, con la ingenua ilusión de que nombrar es poseer. Aunque eso es algo que no aprendimos de niños sino más tarde, cuando entendimos que mi padre hubiera querido haber llegado a Ibiza en los años treinta, en el mismo barco que Walter Benjamin. Sin embargo, llegó con cincuenta años de retraso y lo hizo como veraneante. Como turista.
«Haber llegado antes», le repetía mi madre. Ninguno de los dos entendía que, en la vida, la gente y las cosas llegan cuando tienen que llegar.
Mi padre se estableció en Ibiza en 1982, el año que se casó con mi madre. Inevitablemente, mientras escribo estas líneas, me viene esa frase a la cabeza: «Haber llegado antes». Y se marchó en mayo de 2015, un año después de que ocurriera todo aquello.
«Laura, no digas todo aquello», me advirtieron. No sirve para nada.
Durante aquellas tres décadas, su isla, su pequeña porción de tierra, había cambiado ensanchándose hacia otros horizontes. Había invertido los mejores años de su vida en amar profundamente, hasta las últimas consecuencias, dos cosas: su isla, Ibiza, y a su mujer, mi madre. Uno puede argumentar que es absurdo amar algo que, dada su naturaleza, es incapaz de devolver el amor. Pero eso solo serviría para Ibiza.
Después estaba mi madre, alguien que se le parecía: era de carne y hueso, respiraba, escuchaba a la francesa Barbara cantar aquel Le mal de vivre, y le gustaba andar descalza por la casa. También tenía un corazón.
Él las perdió a las dos. Aunque uno solo pierde aquello que ha sido suyo.
Nos habíamos ido marchando todos de Ibiza y el último año solo quedábamos él, yo y aquella casa que vaciamos en una semana. Queríamos irnos. De repente, los dos teníamos prisa por hacerlo. En el salón solo quedaron cajas y muebles viejos que no habíamos vendido ni tirado a la basura. Muebles que significaban. También había dos objetos que habían sobrevivido a la quema de los años, incluso a la de las cajas. Uno era una fotografía en blanco y negro con un marco de cristal. Era de Francesc Català-Roca, de 1950, y en ella veíamos a un niño pequeño, de tres o cuatro años, sentado dentro de una vieja casa payesa. El niño estaba en el centro de un amplio porxo con columnas y arcos. La luz se filtraba en el interior, iluminándolo. Era verano en la fotografía y había quietud, cierta sensación de soledad. De una de las vigas colgaba una jaula con un pájaro y yo, de niña, me quedaba hipnotizada mirándolo, como si en algún momento alguien pudiera abrir la jaula y liberarlo.
El otro superviviente era ese mapamundi inmenso y desactualizado que había estado durante los años de nuestra infancia en su despacho, pero que luego, cuando mi padre descolgó los cuadros pintados por mi madre —«no sirven para nada, solo ocupan espacio»—, había sido destinado a cubrir espacios blancos. Una tirita, un apósito, eso era aquel mapa. En él, el gigante de la URSS se mantendría en pie por los siglos de los siglos y Alemania tendría eternamente una capital compuesta: Berlín-Bonn.
Porque mi padre era también un amante de los mapas, sobre todo de esas líneas misteriosamente aleatorias que separan un país de otro. Gracias al mapamundi, nos convertimos en viajeros sin movernos del sillón. Un mapa es un tesoro inagotable de nombres, formas y lugares. De promesas. Nosotros nos sentábamos frente a él y, como aquellos viajeros que volvían siempre a los mismos sitios para observar una misma puesta de sol y captar un nuevo detalle inadvertido en anteriores ocasiones, buscábamos nuevos detalles en aquella superficie gigantesca. Calculábamos distancias, imaginábamos qué cabría en las extensiones vacías de la Antártida o en el interior de Australia. «¿Cuántas Ibizas caben dentro de China, papá?» Marcábamos puntos casi imperceptibles a lápiz —lo único que estaba con boli eran las equis de mi padre—. Como si fuéramos exploradores, Pablo y yo dibujábamos nuestro itinerario particular de lugares a los que queríamos ir. Lugares inexplorados. Como la terra nullius, una minúscula porción de desierto en forma trapezoidal llamada Bir Tawil, en la frontera entre Egipto y Sudán, que, debido a un tratado internacional, no podía ser reclamada por ningún país. Aquel pedacito de tierra era uno de los últimos territorios del mundo que no pertenecían a nadie. Tierra de nadie: el territorio donde mi padre, cuando se enfadaba con nosotros, amenazaba con mandarnos. «Y os aseguro que ahí nadie va a ir a por vosotros.»
Aquel último día que estuvimos juntos, mi padre lo observaba de pie, en medio del salón, desorientado. Su cabeza enmarcada en el hueco inmenso del océano Atlántico Sur, a su izquierda Brasil, a su derecha Angola y Namibia. Miraba el mapa. Avanzó de perfil y vi cómo su nariz, ligeramente aguileña, se adentraba en la República Centroafricana. «¿Capital?» «Bangui, papá.» Se giró hacia mí, pero tuve la sensación de que no me veía. Tenía la mirada perdida en alguna de las marcas de la pared.
—Estas paredes están mucho más sucias de lo que pensaba.
Lo miré extrañada.
—Tampoco creo que sea el momento para ponerse a limpiar, ¿no te parece?
—¿Tú ya lo tienes todo?
Asentí con la cabeza y observé las maletas.
—¿No vas a quitar el mapa de la pared? ¿Se lo vas a dejar a los nuevos propietarios? Está viejo y gastado. Lo van a tirar…
—Que lo hagan. Yo no voy a arrancarlo. No creo que el pobre soporte otra mudanza. Apenas sobrevivió cuando lo quitamos de la pared del despacho, ¿te acuerdas? ¿Cómo soportaría otra pared, otra casa? —lo dijo con una sonrisa triste y se quedó callado. Como si quisiera decir algo más.
En realidad no estaba hablando de esa reliquia amarillenta alrededor de la cual, como si fuera una hoguera, nos arremolinábamos para que nos diera calor. Porque en esa casa siempre hacía frío. Humedad.
Mi padre había cumplido cincuenta y ocho años hacía dos semanas, pero aparentaba muchos más. Estaba cansado. Le decía que tenía que parar, que dejara de trabajar, que se jubilara, e invariablemente me respondía que de lo único que se iba a jubilar era de la vida y que lo haría sin avisar. Tenía eso: la ironía. El sarcasmo. Eso le protegía de todo lo que no formaba parte de su profesión. De la vida.
Se dedicaba, como él solía decir, a contar islas. Y aunque aquello resultara una definición infantil e insuficiente, básicamente era cierta.
Durante años había trabajado como experto y consultor para la Unesco y la Comisión Europea, coordinando varios proyectos europeos sobre las regiones insulares, la innovación, la gestión de recursos y el turismo. En 1985 la Unesco estimó necesaria la creación de una organización que salvaguardara el olvidado universo insular, y de ahí nació el Consejo Científico Internacional para el Desarrollo de las Islas. Ese mismo año, mi padre empezó a trabajar en un proyecto faraónico que se enmarcaba en el Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente, en Ginebra, y que definiría su vida: el establecimiento del atlas global de las islas. Pasó los mejores años de su vida coordinando ese proyecto, pero hoy el atlas sigue incompleto. Hay más de cien mil islas, pero esa cifra no se ha logrado concretar, ni siquiera con la ayuda de Google o de los satélites. El problema no son ni Google ni los satélites, sino la falta de definición: se sigue sin saber qué es una isla.
—Una isla no es solo un territorio rodeado de agua —explicaba mi padre—. También lo es por su cultura, distinta a la continental, y por lo que los habitantes se consideran a sí mismos… ¿Reino Unido es una isla? Sí, ¿verdad?
En el colegio nos habían enseñado una definición más simple: una isla es una porción de tierra completamente rodeada por agua. Habíamos visto islas de todo tipo y nos habíamos fijado en las que quedaban más despegadas de la tierra, tan lejanas que estaban desterradas a las esquinas del mapa sin ningún tipo de información sobre su ubicación real.
Observando un globo terráqueo, mi hermano Pablo y yo comprendimos que, al fin y al cabo, todo era una isla.
Por eso mi padre insistía en que había que fijar unos límites. Pero ahí estaba el problema. ¿Quién determinaba lo que era un bosque? ¿O un camino? ¿Qué arroyo es riachuelo y qué riachuelo es río? El problema de las mediciones era que nunca se sustentaban en criterios lo suficientemente consistentes. Porque los límites eran y son arbitrarios, una mera invención del ser humano para definir y comprender. Sin límites no podríamos hablar de nada. No existirían los lugares. Todo es una isla, el libro que le hizo famoso, habla de los lugares y las identidades. De todos los criterios arbitrarios que no significan nada.
En aquel mapamundi completamente desfasado, mi padre había ido marcando con una cruz los territorios que eran islas. Nosotros habíamos nacido en uno de ellos: Ibiza. Vivíamos dentro de una X. Mucho antes de que nadie me hablara de ecuaciones o de complejas operaciones matemáticas, yo relacionaba ese signo con lo conocido. Con lo que uno sabe y puede definir: con las certezas y los nombres.
Mi padre, sin embargo, siempre había tenido problemas con las palabras: era incapaz de ir al grano, se perdía. Hacía esfuerzos por dar rodeos, por llegar a los sitios evitando el camino recto, porque creía que aquello enriquecía el mensaje. Y claro, los demás teníamos que entenderlo, tratar de adivinar cuál era la parte del discurso que tenía importancia.
Debía de tener nueve o diez años cuando, en clase, mi tutor me preguntó por la profesión de mi padre. Estaba rellenando un formulario informativo de cada alumno y, después de decirle que mi madre era «pintora de cuadros», un dato que me gustaba remarcar para que no creyeran que era pintora de brocha gorda (como me había enseñado a decir ella, que se definía como artista), me quedé en silencio cuando me preguntó por mi padre.
—Es un contador de islas —dije finalmente.
—¿Cómo dices?
—Tiene una oficina en Ginebra y se reúne con hombres que también cuentan islas.
Recuerdo la mirada del profesor, las cejas arqueadas. Apuntó «contador de islas», y por mucho que luego mi padre rectificara aquella información —«geólogo», corrigió— él se convirtió para mí en el contador de islas. En mi imaginación, cuando se ausentaba por trabajo, mi padre se convertía en una especie de Saint-Exupéry —«pero con pelo, Laura», matizaba él— que sobrevolaba territorios vírgenes aún por descubrir. Iba en busca de islas, pedazos de tierra completamente rodeados de agua que pudiera después marcar con una X en su mapa de las seguridades.
Gracias a esa imagen, a la de un hombre en busca de cosas que no existen o que no se sabe bien qué son, empecé a escribir. Mi primer relato se llamó «El contador de islas». Se trataba en realidad de una especie de cómic que combinaba palabras y dibujos, y narraba las peripecias de un hombre que viajaba en una avioneta —la tuvo que dibujar mi madre— y se enfrentaba a distintos contratiempos: tormentas, malvados científicos que querían inmiscuirse en su proyecto. El protagonista tenía una hija que le ayudaba en sus viajes. La hija era yo y se llamaba incluso como yo: Laura.
A mi padre le gustaban aquellos cómics. A mí me gustaba que le gustaran. Hacía que me sintiera orgullosa.
Con el tiempo escribí más aventuras, e incluso fui depurando mi técnica hasta que logré dibujar yo misma las avionetas con hélices. Aquellas aventuras tenían dos fases. En la primera, él se marchaba en avioneta con su hija y emprendían largos viajes por tierras lejanas y exóticas. En la segunda, viajaba solo y hablaba por walkie-talkie con Laura. Todos los episodios transcurrían a lo largo de un día, porque por la noche volvía a su isla, a Ibiza, donde su hija cuidaba de ella misma y de su hermano, porque vivían en una casa sin madre. Su hijo era mi hermano. Y mi madre, claro, mi madre se había ido.
Mi padre, en cambio, nunca había querido irse de Ibiza, pero al final desistió. El último año en la isla había sido malo. Muy malo. Y un viernes de octubre me llamó para decirme que ya estaba harto, que no podía más.
Yo estaba saliendo de la editorial en la que trabajaba entonces, y en Barcelona llovía. Cuando vi su nombre en la pantalla, Román —insistía en que era infantil aquello de guardar su número de teléfono como papá—, intuí que llamaba para decirme algo importante. Hacía meses que cuando hablaba con él sentía que, al otro lado de la línea, alguien estaba perdido y no sabía por dónde tirar. No sé si era él o era yo quien se sentía así.
—Tiro la toalla.
Esa fue la frase que escuché frente a esa panadería, El Fornet, en Travessera de Gràcia, casi en Vía Augusta. Hay frases que pertenecen a lugares. Me detuve frente a las puertas correderas de cristal, obstaculizando la salida a los clientes. Estaba tan concentrada en lo que mi padre decía atropelladamente que no me di cuenta de los malabarismos que hacían los demás para esquivarme. Alguien me tocó en el hombro, «¿le importaría apartarse?», y lo hice. Entonces fue cuando le respondí, casi como un acto reflejo, que yo también tiraba la toalla. A través del cristal miraba embelesada el mostrador, como si las palmeras de chocolate, las ensaimadas rellenas de crema, las flautas de jamón y queso o aquel niño que trataba de convencer a su madre para que le comprara uno de esos huevos gigantes de chocolate, pudieran serme de alguna utilidad o decirme qué más tenía que añadir.
Después corté y seguí andando hacia mi casa, la casa en la que había vivido los últimos doce años, en la calle Encarnació, muy cerca de la Plaça de la Virreina.
Al entrar entendí que yo tampoco podía quedarme ahí.
«Tiro la toalla», me repetí a mí misma.
Mi manera de hacerlo, de renunciar, se concretó días más tarde, cuando respondí un email y acepté un trabajo lo suficientemente lejos de Ibiza, de Barcelona y de todo aquello. Tenía esa necesidad, la de irme.
Nueva York: eso me bastaba, un nombre que no significaba nada para mí. Podía haber sido cualquier otra ciudad. Así que dejé mi casa, y durante los meses que me quedaban en Barcelona me mudé al piso de mi amiga Inés.
Cerré mi casa, la llené de cajas, cubrí los sofás con sábanas, vendí gran parte de mis libros y los de mi hermano, y le devolví al hombre con el que salía, el hombre al que quería, Diego, su cepillo de dientes, la ropa que tenía en mis armarios, los juguetes de su hijo Lucas, el niño al que yo también quería, sus libros llenos de sonidos y de llamativos colores, y le dije que no podía ni quería verlo más. Incluso le devolví, por equivocación, dos vinilos y un libro de fotografía de Francesca Woodman que me había regalado por mi aniversario el primer año que pasamos juntos.
Eso no hacía falta, me escribió luego en un mensaje.
¿Sabía yo, acaso, lo que hacía falta o no?
3
Para mi padre, su manera de tirar la toalla fue poner en venta nuestra casa y abandonar su isla.
La casa se vendió en pocos meses. O mejor dicho, se malvendió. Pero mi padre tenía prisa. Como si decir adiós a la casa significara también decir adiós, por fin, a todo lo demás.
No sé si sabías que hay gente que dice que mudarse es lo más estresante que puede pasar, sin contar con la muerte de algún miembro de la familia —me escribió en un email—. El baremo más conocido para medir este tipo de asuntos es la Escala de Reajuste Social o de Estrés de Holmes y Rahe (SRRS), desarrollada en 1967 por los psiquiatras Thomas Holmes y Richard Rahe, quienes preguntaron a la gente cuán estresantes les parecían cuarenta y tres sucesos diferentes. Así hicieron una lista que mide el impacto de esos eventos. Por ejemplo, se le dan cien puntos a la muerte de un cónyuge y once a un robo.
Yo estoy pensando que las mudanzas están en el top cinco. Top tres incluso: muerte, divorcio, mudanza.
Por eso, cuando apenas quedaban dos semanas para marcharme a Nueva York, me fui a Ibiza a ayudar a mi padre. Fuimos recogiendo y clasificando los restos que mi padre, mi madre, Pablo y yo habíamos ido acumulando en los últimos treinta y tres años. Hicimos cajas que cerramos y marcamos con rotulador permanente: cubiertos antiguos, libros de la tesis, Todo es una isla recortes, ropa de invierno, notas del colegio Pablo eran algunos de los títulos con los que las bautizamos, y después alquilamos un trastero en el puerto de Ibiza para guardarlas. Pero, sobre todo, lo que hicimos fue llenar contenedores enteros de basura hasta que el 30 de mayo, el último día, apenas quedaba en nuestra casa ninguno de los objetos a los que comúnmente llamamos pasado. Había cosas que no sabíamos dónde poner. En realidad, el lugar para pantalones viejos, láminas sin marco o libros polvorientos estaba claro, pero existían aquellas pequeñas cosas —notas, artículos, un mechero de recuerdo, un abanico o las peladillas de un bautizo— que no sabíamos dónde iban o qué tipo de caja podían inaugurar: ¿una en la que se leyera VARIOS? La vida está llena de aquellos «varios»: objetos inclasificables que no sobrevivirían a las mudanzas, porque no veríamos la manera de conectarlos con el futuro.
Había llegado el momento de irse y era difícil no reparar en aquel sentimiento de orfandad, el de no tener ya un lugar o el de que aquel lugar tan nuestro ahora estuviera vacío y lleno de ecos.
El último día mi padre se pasó un buen rato cambiando las cosas de lugar, moviendo los pocos objetos que quedaban. Entraba y salía de su despacho, atravesaba el salón o se dirigía hasta la cocina arrastrando los pies, diciendo cosas como: «¿Te puedes creer que he encontrado moho en el queso?», o «¿Crees que la leche aún aguantará un par de días más?».
Eran preguntas sin respuesta. Hacía un inventario de lo que quedaba y del estado de las cosas. Llevaba sus viejos pantalones de pana gris y un jersey de lanilla negra, a pesar de que fuera mayo.
Sus ojos volvían a las marcas de la pared. Esas señales contaban una historia, como una antigua cicatriz. Aún podía distinguirse, sobre la cómoda, el lugar exacto que había ocupado el espejo donde aprendí a pintarme los labios sin salirme de la raya. Como si las comisuras de los labios fueran un dibujo de colegio.
Se acercó con una foto.
—Mira, ¿qué te parece?
La chica de la fotografía era yo. En un marco de madera, adornado con conchas de playa que fui pegando con mi hermano, mi pelo castaño, enmarañado, ondeaba al viento. Estaba de espaldas, apoyada en una barandilla que daba a un mar en calma. En la imagen parecía verano, pero en realidad era invierno.
—La encontré hace poco entre tus libros. Se cayó cuando los metía en una caja. ¿Quién te la hizo? Es bonita.
La había hecho Pablo. Observé ese marco viejo; muchas de las conchas se habían caído y quedaban agujeros.
—Mejor esta, ¿no? —la que sostenía con la otra mano estaba ya amarillenta, y era Pablo sentado en un trineo rojo en Groenlandia—. Tu hermano está siempre tan serio…
Abrió un cajón de la cómoda, en el que solía dejar las facturas y la propaganda, las cosas que no sabía dónde guardar, y dejó ahí la foto.
—Al final nunca te lo pregunté… ¿Pudiste cambiar aquellos billetes de Groenlandia el verano pasado?
—Sí, claro —mentí.
Me quedé observando a la chica de la fotografía que miraba a un mar que no aparecía en la imagen. Llevaba un jersey de color malva, y no noté que alguien me estaba retratando. El sol brillaba en lo alto pero hacía viento. Tenía frío.
—La pongo allí, ¿te parece? —dijo sin esperar mi respuesta y la dejó en la mesa de roble del salón.
—Papá, si nos estamos yendo de aquí.
No me escuchó y siguió con sus preguntas.
—¿Y qué hago con este calendario? ¿Lo tiro? ¿Lo quieres? —dijo de repente.
—Son tus cosas… Haz lo que quieras.
—No. Es un calendario de hace años. Tu madre hizo algunos dibujos. ¿Lo quieres o no?
Lo cogí: era un calendario de mesa. Había días dentro de un círculo, anotaciones al margen con la letra redonda de mi madre. Dibujos de un mar en calma, el sol poniéndose en el horizonte. Notas: Comprar huevos. Falta jamón. Dentista. Su nombre, subrayado. Tres líneas rectas y paralelas debajo de Adriana. Como si tuviera que apuntalarlo para que no se cayera.
Mi madre nunca tuvo firma. Contaba que siempre esperó a ser mayor para inventarse una bonita, original, pero que nunca encontró el momento. Así, terminó firmando los documentos y las cartas únicamente con su nombre acompañado de una, dos o incluso tres rayas, dependiendo del día.
También dejó escrito en su diario, diario que mi padre tiró, que los primeros treinta años de su vida habían sido una larga espera sin color, sin sonido incluso. Monotonía, un grito silencioso.
Nunca llegué a saber qué fue lo que estuvo esperando en esos años en los que nacimos Pablo y yo, y tampoco lo que llegó con los cuarenta, o si los años que vivió entonces, ya lejos de mi padre y de lo que quedaba de nuestra familia, tuvieron color por fin.
—Laura, ¿nos marchamos? Antes de dejarte en el aeropuerto quiero desviarme para pasar por la ciudad.
La ciudad era Ibiza. Era así como la llamaba mi padre.
Me ayudó a meter las maletas en el coche y no dijimos nada. Cerré la puerta con llave, consciente de que era la última vez que lo hacía. Miré la fachada. Can S’Aleria, el nombre que había contemplado tantas veces. Un nombre cojo, porque cuando se compró la casa se llamaba Can S’Alegria. La Alegría, con mayúsculas.
Treinta y tres años antes, mi padre le había comprado la casa a un turista alemán que decidió marcharse a Mykonos. Era una casa payesa rehabilitada con el peculiar nombre de Can S’Alegria: un nombre que había tratado de cambiar en varias ocasiones. Algunas tardes de sobremesa, con un par de whiskies que lo inspiraban, pensaba en nombres de islas, pero nunca se decidió por ninguno.
Llamar Madagascar, Papúa o Ítaca a una casa payesa era algo absurdo y ridículo. Pero fue debido a la indecisión crónica de mi padre que la casa se quedó con su nombre originario: Can S’Alegria, y siempre pensé que aquel nombre, escrita cada una de sus letras en un azulejo distinto, era casi una burla contra una familia coja y maltrecha.
Días antes de que mi madre se marchara, el azulejo de la ge apareció una mañana pintado con espray negro. Mi padre se echó las manos a la cabeza y culpó a esas hordas de turistas que estaban de paso en La Xanga en dirección a sus apartamentos de Platja d’en Bossa. Pero fue mi madre: había utilizado ese mismo espray en alguno de sus cuadros de la serie La foscor. Yo lo sabía. Mi padre trató en vano de borrar el espray y acabó arrancando el azulejo. Desde aquel día empezamos a vivir en una casa con un nombre que no significaba nada: S’Aleria.
Mi padre condujo en silencio hasta la ciudad. Concentrado en la carretera, porque había sido siempre un pésimo conductor e intentaba que los demás no nos diéramos cuenta de ello. Como si fuera fácil obviar esas dobles continuas en las que no se fijaba o hacer caso omiso a los cláxones o a los insultos de los conductores de otros coches que no consideraban oportuno que fuera tan pegado a la línea del carril contrario.
Aparcó en Vara de Rey. Bajó y lo seguí. Sabía adónde me estaba llevando: a la terraza del hotel Montesol. Sin embargo, cuando llegamos estaba cerrada; de hecho, llevaba cinco meses así. Se lo había advertido el día anterior, pero él tenía que verlo con sus propios ojos.
Allí, delante de esa terraza que ya no existiría nunca más, esa terraza en la que nos habíamos pasado tantos domingos, se quedó quieto.
—Llevaba más de ochenta años aquí… Cuesta creerlo.
El Montesol era un emblema para nosotros. Para Pablo, para mí, porque nos encantaban las ensaimadas que preparaban. Pero sobre todo para mi padre, porque simbolizaba lo poco que quedaba de la Ibiza a la que él había llegado por primera vez o esa Ibiza soñada, la de los años treinta, que él solo conocía por documentos y fotografías. Le hubiera gustado ser uno de aquellos primeros intelectuales que llegaron a crear el mito cultural de la isla. Le hubiera gustado establecerse en el Montesol cuando se llamaba Grand Hotel, o incluso un poco más tarde, ya en los cincuenta, cuando pasó a llamarse hotel Ibiza.
Walter Benjamin llegó a Ibiza el 19 de abril de 1932, tenía cuarenta años. Mi padre tenía en su despacho una foto del escritor berlinés. Cuando era niña y veía aquella instantánea en blanco y negro, con sus gafas redondas, pensaba que se trataba de su abuelo.
—A tu hermano y a ti os encantaban las ensaimadas. Podemos ir a Los Andenes entonces.
Compramos un par de ensaimadas rellenas de cabello de ángel y nos sentamos en uno de los bancos del paseo frente al mar.
Habíamos pasado incontables días ahí, en el puerto, observando cómo atracaban los barcos y la gente surgía del interior de esos enormes ferris, como ballenas panzudas. La estampa tenía algo mágico. La espera. Papá, mamá. La ilusión de descubrir si nos habrían traído algún regalo de sus viajes.
Muchas veces fuimos a buscar a mi madre cuando llegaba de Formentera. Nos conocíamos de memoria los nombres de los barcos: La joven Dolores, Tanit, San Francisco. O a mi padre, de Barcelona, en el Ciudad de Ibiza, el Ciudad de Barcelona, todos de la Transmediterránea. Porque si podía evitaba coger el avión. Le daba miedo volar, aunque él no utilizaba la palabra «miedo» sino «respeto». Para un vuelo de media hora se tomaba un whisky y un diazepam.
—Me quedaré un par de meses en Barcelona. Al final sí que daré ese curso en la universidad. Después me iré.
—¿Adónde?
—No lo sé. Hay una isla en Yemen… Se llama Socotra.
—¿Socotra?
—Sí. Socotra.
—Pero… A ver, papá, llevo aquí dos semanas. ¿Por qué me lo cuentas ahora de repente y no cualquiera de estos días?
—No lo sé. Es que tampoco he decidido seguro que vaya a ir.
—Pero ¿qué se te ha perdido ahí?
—En realidad nada, pero tampoco aquí. La isla está a trescientos kilómetros de Yemen, y hay unas setecientas especies de flora únicas en el mundo. Es Patrimonio de la Humanidad, uno de los lugares más aislados de la tierra, no hay electricidad, ni agua corriente o carreteras. Hace tiempo que le doy vueltas a la idea de irme a otro lugar. Socotra es como volver cien años atrás. Mira esto.
Sacó su teléfono móvil y me mostró unas imágenes que parecían de otro planeta. Un árbol con forma de paraguas que tenía la savia roja, el árbol de sangre de dragón lo llamaban, parecido al drago canario. Una planta, la higuera de Socotra capaz de almacenar litros de agua. Parecía un árbol pintado por Botero.
—Es la isla de Simbad el marino, Laura —añadió.
—Pero ¿por qué?
Se encogió de hombros.
—No lo sé. Me he peleado demasiado con esta isla, y en realidad con todos vosotros. Estoy cansado. Y ahora encima sin casa —lo dijo como si se la hubieran robado.
Cuando lo miraba, se me hacía difícil asumir lo mucho que había envejecido aquel último año. No era muy mayor, pero tampoco tan joven como a veces le gustaba aparentar. Debajo del jersey negro llevaba una camiseta de punto, vieja, dada de sí, por la que asomaban unos brazos que ya no eran fuertes. Su piel era más blanda —«chiclosa», decía él, riéndose— y poco quedaba del pelo castaño y espeso, ahora grisáceo. Seguía utilizando las mismas gafas de carey grandes, cuadradas, y sus ojos pequeños de color ámbar observaban el mundo protegidos por esos cristales.
Cuando estaba en silencio su mirada parecía concentrada en algún lugar, como si estuviera tratando de resolver algo. Nunca estaba tranquilo, ni siquiera allí, en ese banco, con la ensaimada a medias en la mano. Su cabeza jamás se encontraba en el mismo sitio que su cuerpo.
Bajó la mirada al bolsillo de la parca, doblada sobre sus rodillas, y sacó un libro viejo que reconocí al instante, por el tamaño, por las páginas amarillentas y, sobre todo, por el miedo que siempre me había inspirado la mera visión de su cubierta.
—Ten. Me gustaría que lo tuvieras tú. Yo lo iba a tirar estos días.
Quise decirle que no lo quería ni lo necesitaba: no iba a saber qué hacer con él; esa primera edición, que siempre había estado en la estantería de su despacho observándonos desde las alturas. Todo es una isla.
La portada era una fotografía que mi padre tomó