Fin de semana en el paraíso 3

María Inés Falconi

Fragmento

Capítulo 1

La barrera de entrada del country se abrió para dejar pasar la camioneta de la familia Garmendia, la familia de Carla.

—¡Pará, pa! Es Gónzalez —gritó Carla al ver al empleado de Seguridad que los saludaba—. Pará, que le quiero preguntar por Oso.

—¿Qué Oso? —contestó el papá, distraído.

—El cachorro, pa…

—No, nena, es re-tarde —protestó Luciano—. ¡Tengo partido a las once!

—Es un segundo, nada más, ¿qué te hace?

—Me hace que voy a llegar tarde. No pares, pa.

—Sí, dale, pará, pa.

Agustina suspiró. Venía sentada entre Carla y Luciano con Patán acostado sobre sus piernas, escuchando cómo se peleaban desde que habían salido. Lo único que quería era llegar, sacarse al perro de encima y tirarse a la pileta. Se estaba derritiendo.

—Pará, pa… porfi… No seas malo.

El papá frenó junto a González, que los saludó sonriente. Luciano, enojado, se tiró con fuerza contra el asiento y dio vuelta la cabeza hacia la ventanilla. ¿Por qué siempre le hacían caso a su hermana? Ella podía venir a preguntar por el perro en cualquier momento, en cambio, si él llegaba tarde al partido, corría el riesgo de que lo dejaran afuera del equipo. Ese día era el primer partido de las eliminatorias del Intercountries, donde se decidía cuál era el equipo de El Paraíso que iba a participar en el campeonato y, por supuesto, no se quería quedar afuera por nada del mundo.

—Hola —saludó Carla abriendo la ventanilla—. ¿Cómo está Oso?

—Bien —contestó González.

—¿Está grande?

—Sí.

—¿Se porta bien?

—Sí.

—¿Come mucho?

—Sí.

—¿Está en tu casa?

—Sí.

Agustina se dio cuenta de que la comunicación con González no era la cosa más fluida del mundo.

—Bueno, chau —se despidió y cerró la ventanilla.

—¿Podemos irnos? —preguntó su papá, casi tan molesto como Luciano.

—Sí. ¿No viste que le dije chau? —contestó Carla de mal humor.

—¿Seguro que no querés saber si Oso hizo mucha caca? —se burló Luciano.

—¡Luciano! —lo retó la mamá—. No digas guarangadas.

—Decir caca no es ninguna guarangada —contestó Luciano.

—No le contestes así a tu madre —lo retó el papá.

—Entonces no me hagan perder tiempo por una pavada. No sé para qué le pregunta, si González nunca cuenta nada. Todos los fines de semana lo mismo…

Agustina volvió a suspirar. La familia de Carla tenía una habilidad especial para pelearse por cualquier tontería y el desastre estaba a punto de explotar.

—Parece que a vos no te importa lo que le pase a Oso —le reprochó Carla a su hermano.

—No, no me importa. Ya no es más mi perro. Ahora es el perro de González, por si no te diste cuenta.

—Siempre va a ser nuestro perro —protestó Carla—, aunque papá y mamá sean unos desalmados y lo hayan regalado.

—¡Ay, Carla, por favor! No vamos a volver sobre el tema, ¿no?

—intervino la mamá.

—Sí, vamos a volver sobre el tema. Siempre vamos a volver sobre el tema, hasta que te convenzas de que Oso tiene que volver a casa.

—Asunto cerrado, Carla. Terminala, ¿querés?

—No, no quiero.

Agustina la pateó y Carla se calló, pero también se dio vuelta y se puso a mirar por la ventanilla. Por la otra.

La camioneta siguió desplazándose en silencio por las cuidadas calles del country.

Carla todavía seguía enojada con sus papás porque no la habían dejado quedarse con Oso, uno de los cachorros de Penélope y Patán. Ella argumentaba que todos se habían quedado con uno: los abuelos de Diego con Heidi, Gonzalo con Kenso y hasta Christian y el Facha, los chicos que vivían en la villa que lindaba con el country, se habían llevado a Lisa y a Bob. Los únicos que no habían podido tener un cachorro eran ellos. Y eso no era justo. ¿Qué problema había? ¡Si ya tenían un perro…! Podían tener dos, ¿o no? Y ese mismo argumento había sido el de su mamá: “Ya tenemos un perro, no vamos a tener dos”. No vamos, dijo. Eso sólo quería decir que era porque ella no quería. No dijo, no podemos. Dijo no vamos, como si fuera una ley. El que tiene un perro, no puede tener otro. ¿Y los abuelos de Diego, entonces? Y eso que son viejos. Los abuelos de Diego que se compliquen la vida como quieran, problema de ellos. No hubo promesas ni juramentos de cuidar a los perros que la convencieran de lo contrario. Carla hubiera podido sacarle un sí a su papá, estaba segura, pero su mamá fue inconmovible. Así que Oso vivió una semana con ellos (peor que peor, porque se habían encariñado más) y el fin de semana siguiente volvió al country y terminó en los brazos de González, que se lo llevó a su casa a cambio de una buena propina.

Carla sentía que eso era lo peor que le habían hecho en la vida. Una injusticia que jamás les iba a perdonar. Había pasado ya un mes y cada vez que podía, se los recordaba de la peor manera. Pero su mamá parecía tener el corazón de hielo y no importaba lo que dijera Carla, no daba marcha atrás en su decisión.

La camioneta entró por el sendero que llevaba hasta la casa. Casi antes de que frenara totalmente, Luciano se había bajado pidiendo que le abrieran la puerta.

—Vení a ayudar —ordenó el papá.

Siempre lo mismo, los mil bolsos y bolsitos.

—¿Ustedes no escuchan cuando les hablo? Llego tarde al partido.

—Todos tenemos cosas que hacer, Lu… —dijo la mamá tratando de calmarlo.

—Entonces dejen los bolsos para después —dijo Luciano—. Dale, abrí, que me tengo que cambiar.

La mamá sacó las llaves y abrió la puerta.

—¡Pero no le abras! —gritó el papá—. Que espere. ¿Ves por qué después no hace caso? Vos no sabés ponerle un límite.

—Es que tiene razón. Se hizo tardísimo —comentó la mamá.

El papá resopló.

Luciano ya estaba adentro.

Carla, sin hablar con nadie, bajó sus cosas y también entró a la casa, dejando sola a Agustina para ayudar a sus papás. “Se ve que ya soy como de la familia”, pensó Agustina mientras recibía órdenes de la mamá de dónde tenía que poner cada cosa.

Patán era el único que conservaba el buen humor. Se sacudió, movió la cola y pegó un ladrido.

—¡Basta, Patán! —gritó el papá—. Este perro está cada día más insoportable.

Patán gruñó y se fue para el fondo. El horno no estaba para bollos y ya se sabe que, cuando todos están de mal humor, el que la liga es el perro.

Agustina entró con el último bolso y se chocó con Luciano, que salía corriendo con su equipo de fútbol puesto.

—Pa, ¿vas a venir a ver el partido? —preguntó.

—No, Lu. Tengo cancha once y media.

—¿Y vos, ma?

—No. Tengo Pilates.

—Si querés, nosotras vamos —se le o

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