Los dedos de Walt Disney

Juan Sasturain

Fragmento

1
La Acrópolis según Quico

Nacho se preguntaba de quién habría sido la idea. Quién habría inventado ese tipo de exámenes modelo tribunal, especie de consejo de guerra o interrogatorio al pie del patíbulo frente a tres profesores; seguramente no había otro colegio en el país que examinara así a sus alumnos. Quico, su amigo del alma y del aula, iba más lejos y afirmaba, convencido, que era el único en el mundo. Las sospechas sobre la diabólica invención recaían en la implacable señorita Virginia Luján, experta en detección de mentiras y olvidos, enemiga del verano, castradora de vacaciones, profesora de Historia Antigua y Medieval.

Y lo increíble es que en un primer momento les pareció que sería más sencilla una última prueba oral que un cuestionario escrito.

–Hablando puedes arreglártelas mejor –dijo Nacho.

–Cierto, escribir no es lo mío –asintió Quico convencido.

Acaso recordaba cuando intentó declararle su amor por escrito a Lucrecia Borges, la mejor alumna del tercer año, los mejores ojos grises del continente y el mejor perfil a la hora de la gimnasia, con una remera ajustadita que lo dejaba bizco. El pobre Quico estaba tan loco por ella que se atrevió a escribirle una carta en verso libre y desprejuiciado en la que “mediodía” rimaba con “te esperaría”, “mi sueño” con “desempeño” y “disimulo” con lo único que puede rimar. Fue un desastre. No sólo porque desde ese día Lucrecia no lo miró más ni se acercó a él a menos de cinco metros, como si fuera un leproso, sino porque la traidora se encargó de difundir entre sus amigas el contenido de la pieza poética. La carta circuló largamente en fotocopias y entre risas hasta que Nacho y algunos amigos fieles lograron recuperarla en una operación comando que los llevó a introducirse en el baño de mujeres con buenos resultados y muchos gritos.

Pero ahora Quico estaba frente a un desafío mayor que el desamor de Lucre, estaba ante una mujer o algo parecido a eso: la vetusta señorita Luján. Según las malas lenguas, el último beso que había recibido se lo había dado una enfermera –y no su madre– al nacer. Ella, en cambio, se emocionaba todavía al recordar que, años atrás, había besado a la momia de Ramsés II durante su viaje a Londres y la visita tantas veces contada al Museo Británico...

–Si no sabes el tema, habla de otra cosa; pero no te quedes callado –fue la recomendación final de Nacho, mientras empujaba a su amigo hacia la mesa examinadora como si fuera un paracaidista tembloroso ante la puerta abierta y el vacío.

–Tú, tranquilo... Y ruega para que me pregunten sobre los fenicios; es lo único que sé –dijo Quico cruzando los dedos.

Y allá fue y se sentó, bastante sereno ante el terceto profesoral formado por el gordo Díaz Parra, la Luján y el estirado Ramón Cos.

Es que Quico había estudiado así: entre casete y casete en el walkman, había echado algunas miradas de ceño fruncido al texto jeroglífico. Por eso comenzó bien y hasta estuvo ingenioso al principio: le preguntaron por la civilización cretense y al minuto estaba hablando de los fenicios; lo pasaron a Cartago y se ingenió para volver a los fenicios apenas se distrajeron; después no desbarró, y aunque dudó en el momento de nombrar los animales que había utilizado Aníbal para cruzar los Alpes y vaciló entre camellos y rinocerontes, no iba tan mal. Lo perdonaron y entró en la temible zona final de la serie de preguntas sueltas, algo que para él, que soñaba con ser tenista, resultaba una especie de tie break contra Boris Becker, Navratilova y Stefen Edberg juntos:

–Bien, bien, joven Reyes... –dijo la Luján–. ¿Puede decirnos ahora qué era la Acrópolis?

No se sabe qué le pasó. Una nube de confusión y atolondramiento se apoderó de Quico Reyes; la bestia analfabeta que se escondía agazapada en los recovecos de su rapada cabezota salió a la superficie como un Alien iletrado y le hizo responder:

–La Acrópolis... la Acrópolis... –y el inconsciente sonreía, casi en confianza con la inconmovible señorita Luján, rostro de piedra asiria, examinadora y cirujana de almas–, ¿no era el nombre de la loba que amamantó a...

–¿A quién? –dijo el gordo Díaz Parra más divertido que enojado mientras lo miraba con cara de observar un eclipse sin anteojos negros.

–... que amamantó a... Romeo y Julieta –completó Quico muy seguro.

Se produjo un silencio mortal, una tensión que bien podía resolverse en carcajadas o en un alarido a lo Tarzán. Nadie podía afirmar semejante barbaridad, dar tal prueba irrefutable de ignorancia y confusión y sobrevivir a un examen de Historia Antigua y Medieval. Quico había conseguido mezclar en una sola respuesta no sólo la geografía histórica griega y los orígenes romanos sino todo eso con el insospechable Shakespeare, nadie más ajeno a sus lecturas y preocupaciones, por lo demás.

Pero no hubo ni gritos ni risas. Sólo un leve gesto: sin volverse hacia sus compañeros de mesa, sin consultarlos ni decir una palabra, la Luján movió el índice, señaló primero a Quico y después la puerta. Nada más.

En síntesis: tarjeta roja para Reyes y la temida convocatoria de su amigo del alma ante el tribunal militar con ese inmediato antecedente.

–Ignacio Saravia –dijo la señorita Luján.

–Soy yo –dijo Nacho como si fuera culpable de algo.

–Siéntese.

Y en verdad, aunque Nacho sabía más, duró menos que Quico. Arrancó con los egipcios, subió y bajó las pirámides con soltura, pero a la tercera pregunta se le mezclaron los faraones y, al pasar a los griegos, confundió de modo imperdonable la Guerra de Troya con las Guerras Médicas. Cayó fulminado por un golpe de espada espartana que le partió el fin de año y las flamantes vacaciones sin inaugurar.

–Volveremos –dijo Quico casi desafiante mientras salían, juntos y desolados.

Los profesores parecieron no registrar la amenaza.

Y sin embargo volverían, claro que sí. Como dicen que vuelve el asesino al lugar del crimen. Ese infernal sistema de exámenes orales daba dos aparentes oportunidades, aunque en realidad era como si los viernes fusilaran y los lunes dieran el tiro de gracia a los sobrevivientes.

Así, en tres días tendrían la única y última oportunidad de salvar la cursada, el tren que no podían perder después de un año accidentado en que habían tropezado en casi todas las asignaturas hasta quedar colgados de una ramita y con el abismo bajo los pies, a lo Indiana Jones.

–No puedo volver a casa, Nacho... –dijo Quico mientras se quitaba la campera transpirada.

Estaban en la esquina del colegio, al sol, junto al resto de los rumiantes que habían suspendido.

–¿Es por Demoléitor? –preguntó Nacho.

Quico asintió:

–Regresó ayer.

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