Me lo tenía merecido

Pepe Eliaschev

Fragmento

UNA MIRADA

P adecemos unos justificados pudores para con nuestraspropias peripecias.

Deliberadamente colocados bajo los reflectores de la inquietud de muchos, seres como quien ha escrito este libro tendemos, con recomendable prudencia, a ocultar o, al menos, a difundir lo menos posible circunstancias y detalles de nuestra existencia íntima.

¿Las razones? Al menos yo las encuentro en el hecho de haber sufrido esa inevitable intromisión de oyentes, lectores y televidentes en mis muy terrenales andares periodísticos. Aun cuando suele ser afectuosa y reconfortante, esa intrusión también puede producir una sensación de pérdida de libertad importante. Intuí durante muchos años que el conocimiento de esas circunstancias personales, tan cotidianas y carnales, afectaría inexorablemente y de manera negativa la interpretación de lo que escribo y digo hace ya tantas décadas.

Por eso, este libro no fue inicialmente planificado por mí e incluso me negué a escribirlo durante un tiempo largo. Los editores suelen ser convincentes, y Pablo Avelluto en particular no es uno de los que se arredran por la negativa de un autor. Desde luego que la responsabilidad de desnudarse, mostrar, contar y revelar es mía y sólo mía, pero será el tiempo el que dirá si lo que sigue debía ser contado, si alcanzaban la densidad de lo significativo, y si éste era el momento.

Este libro es una memoria, no mis memorias. Es un recorrido gozoso y doloroso por años, países, aventuras, amores, odios, lealtades, traiciones, logros y fracasos.

No pretendo afirmar que este libro contiene veracidades absolutas: el periodista queda aquí en pausa momentánea, al menos en algunos tramos, no porque haya inventos o mentiras descomedidas, sino porque entré en territorios donde la memoria se hace más sutilmente imprecisa y da a luz realidades que no sabemos si son literarias, derivan de ensoñaciones o son pesadillas innombrables.

No es, pues, una autobiografía, fundamentalmente porque quien escribió estas páginas no se considera acreedor de un emprendimiento similar. En anteriores libros, sí he contado mucho de momentos y ocasiones en los cuales mi humano involucramiento ameritaba una crónica en primera persona. Es el caso de dos de mis libros, USA, Reagan, los Años Ochenta, editado en 1980, en el exilio, y Lista Negra, la Vuelta de los 70, que se publicó en 2006. Este libro es, en este sentido, un momento inicial: es un relato pormenorizado del que emergen, con una fuerza que a mí mismo me sobresaltó y me tuvo en vilo durante un año, recónditos instantes solamente recuperables desde la emotividad.

La “memoria” no siempre se ajusta a controles de fría fidelidad con lo acontecido. Al encarar este Me lo tenía merecido, quise soltar y dejar en libertad las estremecedoras borrascas de subjetividad que durante décadas tuvieron que ser reprimidas por un oficio en el que me tocó entrevistar periodísticamente a Salvador Allende, Jorge Rafael Videla, Edward Kennedy, Muhammad Alí, Norman Mailer, Hugo Chávez, Octavio Paz, Jorge Luis Borges, Ernesto Sabato, Alicia Moreau de Justo y Raúl Alfonsín, entre otros. No debe buscarse en este libro, en cambio, la contundente solvencia de la pura crónica, enhebrada con rigor de reportero.

Antes bien, lo que ahora quise, y ya a esta altura no puedo arrepentirme de haber hecho, es desnudar la entretela de un tiempo privado al cabo del cual debo pronunciarme un hombre privilegiado. Es lo que pienso, por el mero hecho de vivir, de haber tenido descendencia, haber plantado (muchos) árboles y haberme permitido amar y ser amado.

Mujeres y hombres aquí citados, y son muchísimos, han pasado y siguen estando en mi vida, y su mención, como la crónica que recojo de su paso por mi existencia, que sólo alude a mis propias evocaciones, conclusiones y sentimientos, en nada los compromete.

Confieso, además, que este libro es un enésimo y muy vulgar intento de perduración. En eso somos proverbiales los muchos que admitimos la sensación de que lo visto, vivido, sufrido y gozado, merece ser relatado. Que nadie encare esta memoria, pues, como materia prima de reclamos o denuncias.

Ésta es mi mirada, no la mirada; lo que me pasó, no lo que pasó. Y éstas son mis esperanzas, hechas desde un camino largo y misterioso, que me llevó a intuir la epifanía de aquel pasado inmemorial, un viaje en el cual me encontré dialogando con esos tatarabuelos míos que habitaron remotas estepas imperiales.

Los uruguayos tienen un delicioso modo de retribuirle a uno cuando se les expresa gratitud. Uno dice: “¡Muchas gracias!”, y ellos replican “merece”. Por eso, con todo el debido respeto, y por muy variadas razones, esto me lo tenía merecido.

Punta del Este, enero de 2009

Arriba: Bebé recién nacido, balcón palermitano, 1946. Abajo: Córdoba 1948, a los tres años, hamacándome.

Todos somos invitados de la vida.

George Steiner, Errata

“NO JUEGUEN EN PELOTA”

El 141 es un ómnibus plateado y municipal. Se agarra uno a esos caños lustrosos y lisos, cromados palos a los que hay que aferrarse en las esquinas cuando dobla. Me lleva desde Santa Fe y Canning hasta Acoyte y Rivadavia. Ahí me bajo, eso es Caballito en los años 50 y me impresiona la deslumbrante galería comercial recién inaugurada, novedad prestigiosa que enorgullece a los vecinos del barrio.

Primeros pantalones largos, a los tres años.

En el 143 de Acoyte viven mis primos, pero sobre todo José Roberto, con quien voy a jugar, a estar, a quedarme. Porque es viernes y el fin de semana palpita como promesa de estallido gozoso. Ya viajo solo, debo de tener once años y la Revolución Libertadora gobierna el país. 

Jugar allí es diferente a jugar acá. En mi casa, hacemos “cabeza” con una pelota de goma en el pasillo de la planta baja al que da el departamento de mi abuela Rosa. Es el mismo edificio de Palermo donde nosotros vivimos en el 4º B, pero los partidos entre José Roberto y yo son ahí abajo, ese pasillo al que sale de vez en cuando la abuela y pide, más dulcemente que nada, “chicos no jueguen en pelota”. Nos reímos, claro, de esa rusa para la que jugar a la pelota es hacerlo en pelota.

Sucedió que una tarde de enero de hace cuarenta y seis años esos caños cromados ardieron. Los pasamanos del 141 están incandescentes. La 141 es

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