Parecido S.A.

Juan Sasturain

Fragmento

1
El aeropuerto

Lo primero y lo último que recuerdo de mi padre es un empujón:

—Colócate ahí, en la otra fila... —gruñó en mi oído—. ¡Vamos, vamos! —acompañó sus palabras con la presión de su pesada mano en mi espalda.

Vacilé porque no entendía a qué se debía tanta prisa, pero al volver la cabeza insinuó un patadón a mi retaguardia mientras me empujaba así con los ojos... Conozco a mi padre, que es muy bueno pero calza zapatones calibre 45 (digo, número 45) y dispara más rápido de lo que disparo yo.

Por eso me cambié de fila, porque sé cómo es mi papá, justito antes de que llegaran los policías. Pero mejor empiezo por el principio: el aeropuerto estaba lleno de policías. Fue lo primero que noté al llegar: que hacía un frío que pelaba y que había polis por todas partes. Al bajar del avión, mi viejo me puso la campera sobre los hombros y me recordó que habíamos cambiado de hemisferio, que habíamos pasado del verano al invierno y que no debía hablar de más ni preguntar estupideces, es decir, que callara para siempre mi trucha boca.

Así que me las guardé; las preguntas, digo. Siento que tengo como cajoncitos en la cabeza y los voy llenando o imagino que los lleno cuando pienso, hasta que los vacío al hablar. Y si pienso demasiado en algo y no hablo, el cajón se desborda y chorrea, porque las ideas son blandas, no líquidas, pero húmedas y de colores. Bah, me parece. Y ya en el camino desde el avión al edificio del aeropuerto yo tenía los cajones llenos de preguntas, pero no dije ni mu porque vi que mi viejo estaba raro: no hablaba con Los Cumbiambé a gritos y con grandes risotadas como siempre, sino que hablaba en voz baja y miraba a los lados como cuando con mi prima Chabela nos escondemos para fumar y siempre nos descubren porque tose.

Mientras esperábamos que saliera el equipaje por el túnel, me entretuve mirando a la gente y tratando de adivinar de quién era cada cosa. Una mujer gorda vestida de rojo y amarillo recogió una maleta pequeñita que parecía un monedero en sus manos, cuando yo hubiera apostado que era de una pareja de japoneses muy calladitos que habían puesto a su gordo bebé con gorrito rosa sobre una pila de bolsos y maletas como si fuera la fresa de una torta demasiado grande para los dos. La trucha cosa es que en todo ese rato no adiviné ningún dueño. Es que los pasajeros me resultaban muy raros, como si fueran un Arca de Noé, pero de gente, no de animales. Me puse a comparar a todos esos tipos y tipas con parejas de animales y me fue mejor: encontré dos que no podían ser sino ratas, otro que tenía cara de pato y una vieja con tanta pinta de gallina que me fijé si no había dejado un huevo en el asiento donde había apoyado su gorda retaguardia, al levantarse para retirar su equipaje.

—Mira el trasero de esa gorda —le comenté por lo bajo a Bambuco, el percusionista de Los Cumbiambé.

—No te prives, pejerto... Aquí se puede decir “culo”, que no suena mal... —y se rió con varias docenas de dientes.

En ese momento sentí un nervioso apretón en el codo; era la manera como mi viejo me transmitía que nuestros bultos habían aparecido por la cinta transportadora. Era muy gracioso ver los estuches de los instrumentos de Los Cumbiambé: las trompetas, las tumbadoras, los saxos, el bajo eléctrico, las guitarras... Cada uno fue agarrando el suyo al pasar. Mientras yo esperaba mi maleta, papá fue a una ventanilla cercana y cambió el dinero que traíamos —billetes grandes, como revistas dobladas en cuatro, con la imagen del General Soberano— por el del país, que eran papeles más pequeños y angostos, y monedas grandes y pesadas. Mi padre volvió, y sin decir una palabra me metió un puñado de billetes y monedas en el bolsillo de la campera. Raro en mi viejo, que cada vez que soltaba algo no dejaba de llenarme de recomendaciones...

“Mi padre”, “papá”, “mi viejo”... Me doy cuenta de que paso de una forma a la otra casi sin sentirlo. Acaso sea mi padre cuando dirige la orquesta, mi papá cuando rebuzna por cualquier cosa y mi viejo cuando vamos juntos los domingos a ver los goles del “Manija” Bermúdez en Deportivo Porteño y grita como un hijo de nifa más, en la tribuna.

La cuestión es que cuando finalmente apareció mi maleta, que también llevaba las etiquetas de Los Cumbiambé, el pianista, “Treintadedos” Hayes, quiso recogerla en mi lugar y se sorprendió por el peso:

—¿Qué instrumento tocas, chico?

—El ladrillo, “Treintadedos” —le contesté y se la arranqué de un tirón.

Se rió al ver que caminaba escorado como un barco, torcido por el peso, hacia la fila donde estaban los demás junto a mi padre. Pero no la solté ni un momento, no la apoyé en el piso aunque sentía los dedos como cuando con mi amigo Beto nos colgamos del puente de hierro del ferrocarril que pasa sobre la calle de nuestro barrio; hay que aguantar sin soltarse, pendientes de los hierros mientras el expreso de Santa María hace temblar toda la estructura y nosotros gritamos como locos, tapados por el estruendo del tren pero sin aflojar... Yo siempre he aguantado y por eso no soltaba la maleta. Siempre me ha gusta do ser aguantador, sobre todo cuando hay mayores.

—No debes ser dueño de más cosas de las que puedas llevar contigo —dijo el Treintadedos, que no sólo era rápido con los dedos sino que también, como decía mi papá, pensaba ligerito.

—No soy el dueño de estas cosas; son mías, que es diferente —dije por encima del hombro y disimulando el esfuerzo con una sonrisa forzada.

Lo dejé pensando.

En nuestra fila había muchísima gente y se movía muy lentamente porque los empleados de la aduana revisaban todas las maletas. Pensé que las de Los Cumbiambé les resultarían particularmente interesantes. Las etiquetas brillaban en las cajas de los instrumentos y en todos los bultos; también en el mío, y eso me gustaba.

Eran cuatro filas de pasajeros. En una de ellas había muchos chicos, varones y mujeres de alguna delegación internacional, que hablaban todos al mismo tiempo en distintos idiomas; nadie entendía nada pero se reían como turrejos, y hacían gestos a los parientes o amigos que los esperaban del otro lado de los cristales que daban al hall del aeropuerto. En nuestra fila, en cambio, no había chicos y nadie se reía.

Comenzamos a pasar. El que revisaba las maletas te nía a un policía al lado que observaba los pasaportes como si fueran estampillas raras. Cuando le llegó el turno al trompetista Rondinelli, el funcionario comenzó a revisar sus papeles por todos lados, a echarle miradas de asco, como a un montón de garqueta de buey, y a consultar con el poli.

Y ahí fue en realidad cuando empezó el jaleo. Precisamente en el momento en que llevaban a Rondinelli a un costado, donde había otros dos polis, se me ocurrió preguntar qué pasaba. Y entonces saltó mi padre:

—Cállate, hijo, no seas bolerdo... ¿quieres?

Y eso me extrañó. Mi papá no es precisamente un hombre tranquilo pero tampoco es de ponerse así, a usar palabrotas que son cosas de muchachos, al menos en mi país y en mi casa; nunca mi viejo me había dicho bolerdo...

Y fue la primer

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos