Shakespeare, el antifilósofo

Tomás Abraham

Fragmento

¿Q ES UN AUTOR?

Cuando inicié mis clases en la Universidad de Buenos Aires, quise comenzar por el umbral que establece una pregunta máxima a la vez que inauguraba un paso mínimo. Pregunté: ¿qué es la filosofía? La pregunta parecía una parodia del modo enigmático en que enunciaban sus adivinanzas y sortilegios los oráculos délficos. Estos templos del conocimiento poseían el saber de lo oblicuo y castigaban a quienes se atrevían a desafiarlos con respuestas directas. Así les preguntaba a los alumnos de psicología sobre el qué del ser de la Filosofía con mayúscula y en singular, y ampliaba el interrogante al preguntar las razones por las cuales las autoridades habían considerado que la filosofía debía ser una materia obligatoria a la vez que introductoria, y que no ponderaran atributos similares en una disciplina como la teología.

Les preguntaba a los alumnos por el motivo que pudiera explicar la ausencia en una casa de estudios que invocaba al creador del Inconsciente, al intérprete de la ley mosaica, a quien nos inquietaba por el porvenir de una ilusión y al pensador de la psicología de las masas —sin dejar de mencionar para sumar al ideario del creador del psicoanálisis nuevas sentencias pronunciadas por el gurú francés en nombre del Padre o del amor místico como en su seminario “Encore” inspirado por el goce de Santa Teresa— y sin por eso detenerme con nuevas invocaciones a las autoridades del saber de la psique, preguntaba por la no invitación del dictado de una materia como Introducción a la Teología.

Cuando se me ocurrió hace casi tres años proponerles un seminario sobre William Shakespeare, sólo les dije que me rondaba la idea de que además de confrontarnos con un autor considerado como el más grande que dio la literatura universal de acuerdo a los cánones diversos establecidos por las autoridades académicas de todo el mundo, pensé después de leer tan sólo unas pocas obras de su autoría, que Shakespeare nos presentaba un singular desafío porque representaba a la antifilosofía.

Pensar la antifilosofía de parte de aficionados a la filosofía puede llegar a ser una propuesta curiosa, estimulante, y, claro, también engañosa, en especial para quienes creen que existe una vía regia de acceso a la obra del gran Bardo.

Pero después de todo este tiempo, y luego de haber leído parte de su obra sin completarla, la intuición de aquel momento no ha desaparecido, sigue oficiando de guía para un lector extraviado, y mantiene su facultad de ordenamiento para un corpus lingüístico que no puede ser ordenado.

¿Qué es la antifilosofía? Volviendo a la pregunta anterior ¿qué es la filosofía? de hace tres décadas, en aquel momento en el aula magna de la Facultad de Psicología, separé una palabra de la pregunta inicial referida a la invocada identidad de la filosofía, y subrayé la correspondiente al artículo determinante, femenino y singular: “la”. ¿Por qué la y no las?, interrogué, o por qué no un artículo masculino en lugar del femenino que pudiera referirse a “él”, un interrogante que eligiera la pregunta por “el” primer filósofo de la historia.

Ahora, en este nuevo espacio y tiempo, lo que nos interesa no es la sílaba determinante de una supuesta identidad, sino el prefijo “anti”, que no es separable de la palabra que le sigue, ni le corresponde un guión de enlace por el hecho de que no hay espacio entre anti y filosofía, ni lazo que las vincule. Son una sola palabra con su correspondiente dirección.

Propongo pensar a Shakespeare como un antifilósofo, pero no como la figura que enarbolan los lacano-althusserianos para conservar su idea de verdad y sujeto en sus batallas teoricistas contra sofistas y opinadores. No me refiero a una “interna filosófica”, sino en todo caso a una figura más de lo que Foucault llama “pensamiento del afuera”.

Y si quisiéramos repetir el ritual precedente en el que por provocación al pensamiento filosófico invitaba a la teología a presentar sus credenciales, ante un público freudiano y lacaniano —en este caso, ante un público variopinto— el invitado debería ser otro. Si el filósofo invitaba al teólogo, la filosofía a la teología, sugiero que esta vez en nombre de la antifilosofía invitemos a otro comensal, me refiero al teatro, nada menos que el teatro invitado en el teatro en el que hacemos nuestro seminario.

¿Por qué no, en este ciclo de antifilosofía, por qué no invitar al teatro en un teatro para hablar de él?

Modalidad shakesperiana que tanto en Hamlet como en otras obras le permite jugar a las muñecas rusas y exhibe su artificio representacional montando escenas teatrales en la misma obra de teatro, por la que mediante un espejo retórico duplica la escena en la que los protagonistas se convierten en espectadores de una obra en la que son vistos como actores, al tiempo que el público por el carácter especular de la puesta se ve distanciado de la trama primera.

Entonces, invitamos al teatro en un teatro para hablar de él, como nuestro pasajero frecuente en este viaje de la antifilosofía.

Presentado el proyecto de estudios, trataremos de organizar un crucero placentero, no exento de cierto confort. No queremos bailar en el Titanic. Por eso “no está malo” (para completar el “está bueno” que se ha hecho muletilla en la prosa nacional) eludir en la medida de lo posible la pregunta iceberg contra la cual astillaríamos nuestro medio de transporte. Preguntar, en este caso, qué es la antifilosofía, nos evita la pregunta indecidible, inconmensurable, imposible, de ¿quién es Shakespeare?, o ¿quién era Shakespeare?

Preguntar por la esencia de la antifilosofía no es muy diferente a interrogarnos por el verdadero rostro de Shakespeare.

Creer que hay una respuesta es un camino de derrota, cuando no una escalada al absurdo. Recibe la sanción oracular acostumbrada. Insistir obcecadamente en solucionar el enigma no sólo confunde la puerta de salida sino que desperdicia imaginación. No será menos intrincado que la búsqueda del caliz sagrado o del sudario de Cristo. Con Shakespeare se nos presenta el mismo ejercicio reflexivo que sugiere practicar Martin Heidegger —a quien a menudo me gusta citar en el comienzo de un trabajo porque siento que me da suerte, es como una patita de conejo— cuando nos habla del pensar.

Se piensa lo que no se sabe, y cuando se sabe no se piensa. Por eso el título de esta charla inaugural debería tomarse de un modo literal: Introducción a mi desconocimiento de Shakespeare, o si quieren traducirlo en lengua socrática: sólo sé que nada sé de Shakespeare.

¿Cuáles son las tentaciones que se presentan para suturar la herida del desconocimiento o para colmar la fisura que se abre inevitablemente ante el fenómeno shakesperiano?

Son varias. Una es la de decir que no se sabe si Shakespeare existió. Se han hallado documentos que confirman el nacimiento el 23 de abril de 1564 de un ser con ese nombre en el pueblo de Stratford-upon-Avon, hijo de un fabricante de guantes ornamentados llamado John. Se pueden seguir los detalles biográficos de este señorito hasta su casamiento a los dieciocho años con la ocho años mayor Anne

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