Memorias imperfectas

Josefina Delgado

Fragmento

ANTES QUE NADA (O PRÓLOGO)

Los recuerdos: ese inútil infinito…

GIUSEPPE UNGARETTI

La idea de poner por escrito mis vínculos con escritores nació en la cabeza de mi editora Florencia Cambariere. Hablábamos de la posibilidad de nuevos libros. Agradezco que ella viera en mí alguien que podía reflejar estas imágenes.

Lo cierto es que, llegada cierta etapa de la vida —y en mi caso ésta lo es—, hay recuerdos que deben ser compartidos. Que sorprenden, pero a la vez enseñan a los más jóvenes, que a menudo se interesan por los detalles de la vida de ciertas figuras literarias.

La memoria es un arte. Arte, para los latinos ars, significa trabajo, construcción, oficio. Porque parece fácil la tarea de reproducir los recuerdos, pero lo cierto es que, una vez comenzada, las asociaciones se ramifican y llevan a senderos muchas veces transitados pero sin haberles dado demasiada importancia.

Recordar es, también, resumir la propia historia. Por qué estuve allí, por qué aquella vez que me crucé con aquel personaje no hubo encuentro y sí lo hubo años después, por qué preferí no acercarme a tal escritor que me había cautivado y en cambio pasé horas con algún otro que no había sido para mí tan importante.

Estos ejemplos quizás revelan el carácter de quien los propone. Hace tres años, en la Feria del Libro de Guadalajara, se celebraron los ochenta de Carlos Fuentes. Hubo varios encuentros, pero este al que me voy a referir fue quizás el más entrañable. Estaban en la misma mesa, en el estrado, Sergio Ramírez, Vicente Quirarte, Gabriel García Márquez y el propio Fuentes. García Márquez no habló. Alguien, en su lugar y entre bromas, dijo —y era creíble— que no le gustaba hablar en público. Al terminar, todos se acercaron a saludar a los disertantes. Yo lo buscaba a García Márquez, había llevado mi primera edición de Cien años de soledad. Y al mirar hacia mi derecha, lo veo a él, sentado en la primera fila del público, acosado por sus lectores. No voy a olvidarme de su expresión: fastidio, quizás un poco de temor.1 Pensé: “No quiero ser una más en un acto mecánico”. Y me fui, con mi amado libro apretado contra el pecho.

Coetzee, uno de mis escritores más admirados, visitó Buenos Aires para un festival literario. Los encargados de ordenar a los asistentes nos manejaron como si fuéramos los asaltantes al Palacio de Invierno en la Rusia de 1917.

No es sencillo distinguir entre admiración y fetichismo. Tampoco decidir cuándo el acercamiento a un escritor va a significar una desilusión o un enriquecimiento personal. Muchas veces me he acercado a ellos como periodista, otras me ha tocado hacerlo desde mi trabajo editorial. Siempre estuvo presente mi formación académica. Pero, sobre todo, mi espíritu decididamente novelesco, es decir, lo que me hace no solamente querer escribir novelas sino también leerlas, o mejor dicho, construirlas, en los episodios que la vida me va presentando.

Una escena cualquiera en la que un escritor esté presente, y para mí —ya sea como observadora, testigo o participante—, rápidamente se constituye en un episodio literario, en una estampa. En una imagen. José Donoso saludando con el pelo blanco al viento en el escenario del Teatro San Martín. José Bianco subiendo a un colectivo y hablando con una chica que va sentada. Julio Cortázar entrando a un patio de San Telmo. Orhan Pamuk tomando el té en Villa Ocampo. Javier Marías en una mesa de plaza Dorrego. Borges apoyándose en mi brazo mientras bajamos la escalera de un restaurante chino. Todo esto, y muchas otras escenas como estas, son para mí parte de una vida que se encaminó hacia ellas. Seguramente porque aquella chica que leía incansablemente, quién sabe para evadirse de qué —aquellos años posteriores a la segunda guerra en nuestro país no fueron fáciles—, encontró una manera de sentirse ella misma a través de ficciones, propias y ajenas, pero sobre todo, a través de la búsqueda de un sentido que permita afirmar que la vida vale la pena.

Buenos Aires, junio de 2014

1 Años después vería la misma expresión en Sergio Pitol.

PRIMERA PARTE

… habría que pensar en una actitud, o en un estilo, por los cuales lo escrito se volviera documento.

CÉSAR AIRA, Las tres fechas

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