La fábrica del terror 1

Ana María Shua

Fragmento

Los dos jóvenes iban muy erguidos sobre sus caballos y llevaban katanas (sables de samurai). Iban cubiertos de polvo por el largo viaje, y la seda de sus vestiduras colgaba hecha jirones. Pero los campesinos que los veían pasar sabían que se trataba de dos caballeros.

Junchiro y Koichi eran dos hermanos que volvían a la casa de sus padres. Su señor y jefe había sido vencido en la guerra. Habían luchado mucho y con valor pero ahora, a pesar de ser jóvenes, se sentían viejos, tristes y cansados. Aunque nunca hubieran aceptado decirlo en voz alta, aunque nunca se lo dijeran ni siquiera a sí mismos. Aunque siguieran hablando como hablan los hombres en Japón: con voz ronca y cortante, como si todo lo que dicen, hasta una pregunta o un comentario, fuera una orden violenta.

La guerra los había llevado lejos y deseaban llegar lo más pronto posible a su ciudad natal. Por eso apuraban el paso de sus caballos y se detenían apenas lo necesario para comer y dormir.

Descansaban en las horas más calurosas del día, cuando el sol estaba alto en el cielo, y aprovechaban para avanzar el fresco del amanecer y las últimas horas de la tarde.

Una noche, cuando ya estaban a pocos días de viaje de su ciudad natal, llegaron a un bosquecillo. Junchiro, el más joven, propuso seguir adelante.

—El bosque no es espeso. La noche es fresca pero no fría. Del otro lado debe haber una aldea o tal vez una posada donde podremos descansar más cómodos.

—Tenemos que cuidar nuestros caballos —le contestó Koichi—. Necesitan descanso. No tenemos dinero para comprar otros. Mañana al amanecer seguiremos adelante.

Junchiro se burló de su hermano mayor con todo el mal humor que su propio cansancio le provocaba. Le acusó de cobarde, sabiendo que era mentira.

—Los fantasmas del bosque le dan miedo a un guerrero. ¿O acaso está asustado de los zorros y los conejos?

Koichi, sin contestarle, empezó a desensillar tranquilamente su agradecido caballo.

Pensando que después de todo ya estaba tan cerca de su casa que no le importaría seguir solo (y con la secreta esperanza de que Koichi lo alcanzara), Junchiro apuró a su caballo y entró en el bosquecillo.

Estaba muy oscuro. Después de dormir durante todo el día, el mundo de la noche había despertado: había luciérnagas y mariposas nocturnas y búhos y gatos salvajes, y se escuchaban los crujidos de los árboles y el canto de las cigarras.

Junchiro se sentía feliz: era bueno escuchar esa música en lugar del sonido de las espadas y los gritos de los hombres heridos.

Sin embargo, lo sorprendió que el bosquecillo fuera tanto más grande de lo que había supuesto. Antes de cruzarlo le había parecido divisar sus límites. En cambio ahora, a la luz de la luna, no alcanzaba a ver más allá de los árboles más cercanos, que crecían cada vez más juntos, como si se espesaran para cerrarle el paso.

Hacía ya dos horas que cabalgaba, enojado consigo mismo por no haber sabido calcular hasta dónde llegaban los árboles, cuando vio, en un claro, una casa iluminada. El cartel de la puerta decía así: Posada de las Tres Cuerdas.

Junchiro desmontó, muy contento de haber encontrado un lugar agradable donde pasar el resto de la noche. Ató su caballo, se quitó las sandalias y entró en una habitación grande, iluminada por una lámpara de aceite.

Era un lugar cómodo y limpio. El suelo estaba cubierto (como en todas las casas japonesas) por esterillas nuevas. Junto a la lámpara había una tetera de porcelana, y al costado, sobre una bandeja de plata, había una botella de sake y un tazón pequeño. La habitación estaba vacía y el silencio era absoluto.

Junchiro estaba agotado. La discusión con su hermano le había dado fuerzas para llegar hasta allí, pero ahora lo que más deseaba en este mundo era acostarse y dormir.

Si no hubiese estado tan cansado, tal vez le hubieran llamado la atención algunos detalles: ese silencio tan grande en toda la casa, la puerta abierta, la bandeja servida como esperándolo.

La noche en el bosque era húmeda y fría, y Junchiro se sintió satisfecho de estar en un lugar caliente y cómodo, sin pensar en nada más.

Sin ninguna preocupación, el joven se sirvió un tazón de sake caliente. Mientras el vino de arroz corría agradablemente por su garganta, escuchó unos pasos livianos y claros en las escaleras que llevaban al primer piso.

Una jovencita bellísima, vestida de seda, entró en la habitación. Junchiro ya estaba casi arrepentido de haber entrado solo en el bosque, pero cuando vio a la joven se felicitó por la decisión que le iba a permitir pasar la noche en tan buena compañía.

El cansancio y la sensación de confusión provocada por el vino, más fuerte de lo que parecía al probarlo, le quitaban las ganas de hablar. Miró a la muchacha y sonrió.

Era verdaderamente hermosa, con su carita delicada pintada de blanco, los brillantes ojos negros y la cabellera larga y espesa sostenida en lo alto de la nuca por un peine de marfil y agujetas de plata. Su kimono de seda roja estaba bordado de flores, y un cinturón dorado apretaba su finísima cintura, tan ajustado que casi parecía cortarla en dos.

En sus manos blancas y graciosas sostenía un instrumento de cuerdas japonés, un shamizen, con sus tres cuerdas tensas sobre la caja de resonancia cubierta de cuero negro.

La joven se arrodilló con elegancia, inclinándose ante Junchiro. El guerrero quiso pedir disculpas por haber entrado así, sin haber sido invitado. Pero ella no lo dejó hablar. Con una sonrisa maravillosa, le ofreció otro tazón de sake.

De pronto Junchiro notó que la joven no había pronunciado ni una sola palabra desde que entró en la habitación, ni siquiera un saludo. Probablemente sería sordomuda. Y le agradeció por señas el segundo tazón de vino que ella le alcanzaba ahora y que, servido por sus manos, parecía tener un sabor todavía más delicioso.

Sin embargo, cuando quiso ofrecerle un tazón a ella, la muchacha no lo aceptó. En cambio tomó su instrumento y comenzó a tocar. Una melodía como Junchiro nunca antes había escuchado llenó la habitación. Por momentos era dulce y melodiosa, por momentos era violenta. Parecía asaltarlo casi como un dolor, desde todas partes, atrapándolo en sus notas.

Mientras tocaba, la muchacha no le quitaba de encima esos ojos que parecían despedir rayos. Junchiro quiso levantarse para acercarse más a ella, pero las piernas y los brazos no le obedecían. Tampoco él podía separar su mirada de la de ella, y pronto fue como si no hubiera nada más en el mundo que esas pupilas negras y enormes que lo quemaban por dentro y esa música que lo encadenaba.

Junchiro había olvidado todo lo que lo rodeaba. Había olvidado a su hermano Koichi y las tristezas de la guerra y también a sus padres y a su ciudad. Recostado contra una de las columnas que sostenían el techo de la casa, bebía con la mirada la belleza de la muchacha, mientras la extraña música se apoderaba del aire y del espacio.

Cada vez que la joven tocaba la cuerda del medio del shamizen, una nota

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