Historia de dos ciudades

Charles Dickens

Fragmento

Indice

Índice

Cubierta

Portadilla

Índice

Libro primero. ¡Resucitado!

Aquella época

La diligencia

Las sombras de la noche

Los preparativos

La taberna

El zapatero

Libro segundo. El hilo de oro

Cinco años después

La vista de una causa

Una decepción

Enhorabuena

El chacal

Centenares de visitas

Monseñor, en la Corte

Monseñor, en el campo

La cabeza de la Gorgona

Dos promesas

Un compañero desagradable

El hombre fino

El hombre sin delicadeza

El honrado comerciante

Haciendo punto

Más labores de punto

Una noche

Nueve días

Una opinión

Una súplica

Ecos de pasos

La marea sigue subiendo

Se enciende la hoguera

Arrastrado hacia el imán

Libro tercero. Las huellas de una tormenta

En secreto

La piedra de afilar

La sombra

Calma en la tormenta

El aserrador

Victoria

Alguien llama a la puerta

Jugando sus cartas

Juego hecho

La sombra toma cuerpo

Ocaso

Tinieblas

Cincuenta y dos

Se acabó el hacer punto

Los pasos se apagan para siempre

Notas

Créditos

Grupo Santillana

Libro primero ¡RESUCITADO!

Libro primero

¡RESUCITADO!

Aquella época

Aquella época

No ha habido tiempos mejores ni peores; eran años de buen sentido y de locuras; época de fe y de incredulidad; temporada de luz y de tinieblas; primavera de esperanza, invierno de desesperación; lo teníamos todo ante nosotros, y no había nada; todos íbamos derechos al Cielo, y marchábamos en sentido contrario. Aquel período era, en una palabra, tan semejante al actual, que algunas de sus personalidades de más renombre pedían que les fuesen aplicados, exclusivamente en lo bueno y en lo malo, los calificativos extremos.

Había en el trono de Inglaterra un rey de ancha mandíbula y una reina de cara vulgar; y en el trono de Francia un rey de ancha mandíbula y una reina de cara bonita. En uno y otro país, los señores que administraban los bienes del Estado veían más claro que el agua que aquella situación estaba asegurada para siempre.

Corría el año 1775 de Nuestro Señor. Inglaterra se vio favorecida por las revelaciones de los espíritus en aquella época afortunada, igual que lo ha sido ésta. La señora Southcott acababa de entrar en su santo vigésimo quinto natalicio, cuya sublime aparición había sido pregonada por un profeta-soldado de los Guardias de Corps, que anunció que se preparaba la desaparición de Londres y Westminster. Hacía justamente doce años que se había enterrado el fantasma de Cock-lane, después de transmitir sus mensajes, más o menos como divulgaron los suyos este último año pasado los fantasmas contemporáneos con una falta de originalidad sobrenatural.

En el orden puramente terrenal de los hechos, la Corona y el pueblo de Inglaterra acababan de recibir unos sencillos mensajes, enviados por un Congreso de súbditos británicos de América del Norte, y aunque parezca extraño, tales mensajes tuvieron una importancia mucho mayor para el género humano que todas las comunicaciones recibidas hasta ahora por intermedio de fantasmas del estilo del de Cock-lane.

Francia, menos favorecida en general en el terreno espiritual que su hermana del escudo y del tridente, se deslizaba sin sentir cuesta abajo, emitiendo papel moneda y gastándolo. Además, y bajo la guía de sus cristianos pastores, se entretenía en hazañas tan humanitarias como la de condenar a un joven a que le fuesen cortadas las manos y arrancada su lengua con tenazas, para ser después quemado vivo por no haberse arrodillado en señal de reverencia ante una astrosa procesión de monjes que pasaba al alcance de su vista, a cincuenta o sesenta yardas de distancia, en un día de lluvia. Para cuando aquel desdichado encontró la muerte, es muy posible que creciesen ya en los bosques de Francia y de Noruega algunos árboles que un Leñador, el Destino, tenía marcados para ser abatidos y aserrados en tablones, a fin de construir con ellos un armazón desmontable, provisto de una cuchilla y de un talego, que serían terribles en la Historia.

Es también muy posible que aquel mismo día algunos labradores de las apelmazadas tierras que rodean París abrigasen de las inclemencias del tiempo unas carretas primitivas en sus destartalados barracones, salpicadas del fango de los campos, olfateadas por los cerdos que merodeaban a su alrededor y aprovechadas por las aves de corral como palos donde encaramarse; eran las mismas carretas que un Granjero, la Muerte, tenía escogidas para conducir en ellas a los ajusticiados de la Revolución. Pero como aquel Leñador y este Granjero trabajan en silencio, aunque sin cesar, nadie advirtió el ir y venir de sus pasos furtivos; al contrario, puesto que barruntar que uno y otro andaban muy despiertos significaba ser ateo y desleal.

Inglaterra no podía sentir gran orgullo nacional del orden y del sosiego que en ella reinaban. Todas las noches ocurrían en la capital atrevidos asaltos domiciliarios a mano armada, y hasta actos de bandolerismo en plena calle. Se advertía públicamente a las familias que no se ausentasen de la ciudad sin antes haber enviado su mobiliario a los grandes guardamuebles, si querían tenerlo seguro; el mismo individuo que de noche actuaba de bandolero, se presentaba de día como comerciante de la City, y al ser reconocido y alertado por otro comerciante compañero suyo, al que había dado el alto en su calidad de capitán de cuadrilla, le volaba gallardamente los sesos y huía a caballo; la diligencia era interceptada por siete bandoleros; el guardia que iba en ella, despué

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