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Ya no soy joven, al menos no en términos terrestres. Tengo unos cinco mil años, aunque modestamente apenas aparento unos cuatro mil quinientos, y este es mi último viaje. Estoy cansada; el recorrer mundos lejanos durante tanto tiempo ha desgastado mis engranajes, mis turbinas y, lo que es peor, siento que por momentos me fallan las brújulas y que no puedo interpretar claramente las cartas estelares como antes. Pero de todas formas, tengo una misión y debo cumplirla; al fin y al cabo para eso fui creada… Luego vendrán los tiempos de desensamblarme y dejarme reposar para convertirme en algo diferente, para llevar una existencia distinta, más apacible, aunque debo reconocer que voy a extrañar los viajes siderales.
Mi verdadera misión es secreta, aunque intuyo —porque mis sensores están intactos y mis circuitos de emociones funcionan perfectamente— que la tripulación sospecha algo.
Son las mil quinientas horas y por fortuna tengo colocado el control de navegación automática, lo cual significa que puedo detenerme a guardar esta información sin que nadie sospeche que lo hago. A veces, contemplando la inmensidad del espacio, recuerdo cuando todo esto comenzó, cuando el planeta azul y verde en donde fui creada empezó a dar muestras de un colapso inminente.
No puedo decir que en el fondo ello no me causara cierto beneficio. Después de todo, si no fuera por esa crisis global yo no habría sido armada, al menos no con estos fines, y mis habilidades quizás estuviesen repartidas en una licuadora de protones, o en una trituradora de desechos nucleares, o en una aspiradora de partículas estelares, o —lo que sería mucho peor— podría haber terminado en una cantidad enorme de microchips con forma de abejita como sonajeros para bebés.
En resumidas cuentas, que toda la tecnología de los antiguos sabios y los más nuevos pensadores se haya puesto al servicio de la humanidad me favoreció bastante, y entonces fui dotada de los mayores avances y la más innovadora de todas las invenciones: el pensamiento emocional gradual. Es cierto que no soy más que una nave y que dentro de mis circuitos funcionan y viajan los pensamientos de los que me crearon, pero, de todas formas, gozar de este privilegio tiene un objetivo: recuperar a la raza humana. Esa misión me hace sentir diferente aunque solamente sea una nave y se me conozca con el nombre de Vandalia, la nave de los mundos perdidos.
Este nombre siempre me gustó: me confiere respeto y les da sentido a mis viejas carcasas de plasma. Cuando siento que estoy a punto de desarmarme y que ya no aguanto más la presión al atravesar los agujeros de lombriz, entonces reparo en mi nombre y recupero las fuerzas, porque sé que de mí también depende el éxito de esta misión, y mientras exista voy a continuar intentando encontrarlos.
Ahora son casi las mil quinientas quince horas y temo que de un momento a otro despierten. Los cronómetros de sueño están casi en el límite y, aunque siempre tengo preparado un plan de emergencia, preferiría no utilizarlo. La discreción es uno de mis principales atributos y no sería bueno que supieran exactamente qué es lo que guardo en este cuaderno de ruta. Podría perjudicar la misión.
Me parece haber oído un ronquido desacompasado en la cabina superior y esa es una señal de alerta. No debo prolongar estos momentos de reflexión aunque disfruto tanto de ellos…
¿Alguien tosió en la cabina externa? Sí, definitivamente alguien tosió. Será mejor disimular conectando los altoparlantes plasmáticos para que no sospechen nada.
BITÁCORA DE VUELO: Nos dirigimos hacia el universo exterior. El cuadrante que debemos atravesar no presenta peligros desconocidos, al menos no se ha detectado ninguno hasta ahora. En dos días cósmicos nos acercaremos al agujero de salto. Viajamos a velocidad constante. Nuestra próxima parada es el planeta Goonan, en el sistema Goo, para aprovisionamiento de energía. Concretamente: piedras de turmalina negra.
Y de esta manera concluyo mi reporte de las mil quinientas veinte horas. Feliz viaje, y aprovecho para dejarlos escuchando este viejo tema que con seguridad les traerá muchos recuerdos: Asteroides lejanos.
La música se extendió por toda la nave sonando casi como un arrullo que brotaba de los diminutos poros de las paredes.
La veterana comandante Artemisa despertó sobresaltada por su propio ronquido y sin darse cuenta se golpeó en la frente con el aparato de rayos que colgaba del techo de la cabina. Pensó en proferir un par de insultos que había aprendido de su padre en el antiguo idioma bindalí, mas enseguida reparó en que a unos pocos metros dormía el licenciado Selenio de Europa, quien con toda seguridad reconocería los insultos ya que por fortuna era uno de los intérpretes más versados en lenguas y dialectos antiguos, así que desechó la idea y simplemente tomó la punta del cable rojo y le dio un tirón con rabia.
El cable rojo con forma de tirabuzón hizo un ¡going! y quedó de nuevo en su sitio. La comandante Artemisa se sintió satisfecha, aunque el pequeño chichón que se empezaba a formar en su frente la dejó un poco inquieta. Era muy detallista con su aspecto y el chichón no combinaba en absoluto con su nuevo peinado batido con forma de pirámide. Ella conocía esa inquietud y sabía muy bien cómo calmarla. Estiró su mano debajo del asiento y presionó el botón que lentamente la dejó en posición A, es decir, sentada. Luego con algo de ansiedad estiró sus dedos hasta una cajita metálica con arabescos tallados que descansaba junto al tablero y la abrió. Allí, primorosamente colocados sobre terciopelo azul, estaban sus remedios favoritos: bombones de café púrpura con cobertura de polvo de diamantes. Los bombones brillaron dentro de la cajita y uno de ellos fue alzado hasta los labios de la comandante, quien de antemano lo saboreó con la vista y el olfato y posteriormente lo mordió con sumo placer.
—Nada mejor que un bombón con polvo de diamantes para calmar la ansiedad, decía mi abuela —susurró con una sonrisa mientras en su paladar estallaban mil burbujas de chocolate.
Estaba degustando el exquisito aroma del café púrpura que se derretía en su boca y por la comisura de los labios brillaba el polvo de diamantes, sin percibir que, desde lo alto de su litera colgante, el licenciado Selenio la contemplaba en el más absoluto silencio, aunque su rostro no pudo evitar ponerse de un azul más intenso al fijarse en ella. Sus dos corazones palpitaban aceleradamente, aunque si se lo hubieran insinuado, él lo habría negado en todos los idiomas que conocía. De pronto, la comandante se sintió observada y giró sorpresivamente elevando su vista hacia la litera.
—Licenciado Selenio, ¿estaba usted espiándome? —preguntó sin ninguna discreción.
—¡Xa, xa interguble, xia! —pronunció él con voz aflautada en tanto el color de su piel pasaba del azul petróleo a un bochornoso celeste.
—¡No me responda en xaniano que no lo hablo! —contestó ella con cierto enojo y se acomodó el peinado batido con forma de pirámide de color rojo cobre.
—Perdón, quise decir que no, que de ninguna manera estaba espiándola, comandante. Mi manual de protocolo me lo impide —respondió Selenio recuperando su tonalidad azul más oscura.
La comandante Artemisa se dejó llevar por la música que sonaba en la cabina. Era Asteroides lejanos, una de sus favoritas, e intentó relajarse. Sentía cierta inquietud cuando estaba cerca del licenciado Selenio de Europa. Un hombre que conocía tantos idiomas, señales y códigos, desde los más nuevos hasta aquellos remotos en los que se comunicaban los antiguos sabios, la hacía sentir vulnerable… Además, secretamente temía que Selenio, al igual que otros nacidos en Júpiter —aunque él en realidad había nacido en una de sus lunas—, poseyera la habilidad de leer la mente.
Siempre tenía esa duda y, por si acaso, cuando le hablaba trataba de controlar sus pensamientos y de pensar en cualquier cosa. Una tarde, hacía ya bastante tiempo, creyéndolo abstraído en su trabajo, al pasar frente a su cabina en el recodo final de la nave, lo contempló desde la puerta entreabierta. Selenio ojeaba unos viejísimos libros con su lupa infrazul y parecía muy concentrado comparándolos con el monograma que descansaba en un atril. Artemisa subió la mirada por la repleta biblioteca de madera oscura que llegaba hasta el techo de la cabina y a la que se ascendía por una escalera de caracol hidráulica. En uno de los estantes divisó una serie de fotogramas en color, bastante antiguos, y uno de ellos le llamó la atención. Se trataba de una nave mercante, sin lugar a dudas, por su diseño en forma de barco, y en una de sus escalerillas posaban dos señoras azul pálido muy sonrientes junto a un niño azul petróleo que apenas esbozaba una sonrisa triste tomado de la mano de una de ellas.
—Son mis tías… —explicó Selenio sin darse vuelta.
La comandante desapareció de la puerta con el corazón latiéndole apresuradamente y no se detuvo hasta que llegó a uno de los baños de la nave, en el segundo nivel.
¡Aquel incidente había sido casi una confirmación de que Selenio podía leer los pensamientos! Ella, al ver el fotograma, solo se había preguntado quiénes serían esas dos mujeres que sonreían junto al pequeño, a quien sin lugar a dudas reconoció como el licenciado Selenio. ¿Él simplemente habría adivinado que ella estaba en la puerta mirando la foto o podía leer la mente? Por eso a partir de aquel día ella tuvo dudas y procuraba pensar en cualquier cosa, como materia interestelar o solamente en su trabajo, cuando estaba junto a él.
Lo que ella nunca supo fue que ese día Selenio había visto la imagen de Artemisa reflejada en el fotograma y adivinó la pregunta que estaba haciéndose, pero, claro, eso no se lo diría nunca porque prefería dejarla creer que podía leer los pensamientos a su antojo. Secretamente disfrutaba al verla perder un poco el control y que nadie más supiera de eso. Lo hacía sentir poderoso.
—Si me permite, comandante —dijo con gran ceremonia el licenciado—, quiero dejar en claro que no estaba espiándola, aunque reconozco que sé muy bien que comía un bombón.
Los ojos castaños de ella parpadearon y se ruborizó, al tiempo que lo fulminaba con sus pupilas.
—¿Y todavía tiene el coraje de decir que no me estaba espiando? —preguntó indignada desde su asiento.
Él, desde lo alto de la litera, apenas sonrió y con un dedo le señaló los labios. De inmediato Artemisa presionó el anillo de piedra verde con forma de mariposa que tenía en su mano derecha, la cual se partió en dos y se elevó con dos alambres. Luego las dos piezas giraron convirtiéndose en alas de mariposa de espejo que volvieron a unirse y en las que se miró la boca: el polvo de diamante y un trocito de chocolate de café púrpura habían quedado sobre la comisura del labio inferior, delatándola.
Selenio observó cómo rápidamente sacaba la punta de la lengua y se limpiada los restos del bombón y, seguidamente, volvía a tocar las alas del anillo mariposa para que se replegaran.
Él estaba a punto de agregar que el color púrpura del bombón le combinaba muy bien con el nuevo color de cabello rojo cobre cuando en la cabina superior se oyó un ruido sordo y luego otro. Desde lo alto de los tubos de descenso que provenían del nivel superior se escucharon risas, y dos siluetas, una con forma de pulpo y otra de calamar, ambos anaranjados, se deslizaron y golpearon contra el suelo metálico soltando carcajadas.
—¡Anuk y Batuk! —exclamó la comandante enojada.
Inmediatamente el pulpito y el calamar anaranjados comenzaron a recuperar sus formas normales y en sus caritas todavía se adivinaban las ganas de seguir con la broma.
—¡Batuk del sistema Uk! —dijo con un tono cada vez más serio la comandante.
De inmediato los cuatro tentáculos que aún le quedaban a Batuk se fundieron con su cuerpo y recuperó totalmente la forma, mientras su prima no podía contener la risa.
—No voy a tolerar este tipo de transformaciones sin autorización, y menos dentro de la cabina de mando. ¿Está claro?
La profesora Artemisa los miró en forma penetrante y presionó su oreja izquierda. El botón correspondiente a los lentes se activó. De su piercing salió una larga varilla que pasó sobre su nariz, se amoldó y se abrieron dos pequeños espejuelos que se acomodó con el dedo como cuando daba clases en el instituto: estaba convencida de que los anteojos le conferían mayor respeto. Los primos se quedaron inmóviles y Artemisa sopló suavemente. Anuk y Batuk cayeron al piso. Ellos adoraban ese juego y la comandante lo sabía. Cuando se levantaron todavía tenían una sonrisa en sus rostros anaranjados.
—Que no se repita.
—No, comandante —respondieron al unísono.
—No respondan juntos que hacen eco —pidió ella.
—Comprendido —dijo Batuk.
—Muy comprendido, comandante —exclamó Anuk y le dio un codazo a su primo.
Si no hubiese sido por su tío Simuk, que era uno de los sabios más influyentes de todas las galaxias conocidas, Anuk y Batuk no habrían sido incluidos en la tripulación de Vandalia.
¿Qué necesidad había de llevar a dos adolescentes en un viaje por el universo buscando mundos perdidos? Ninguna. Al menos eso era lo que pensaba el científico de la nave, Erik Von Yasid, aunque debía reconocer que sus habilidades para cambiar de forma eran sumamente interesantes y podían ser muy convenientes. Eso pensaba al escuchar la conversación en el corredor, unos segundos antes de entrar a la cabina de mando. Tuvo que restregarse los ojos, a pesar de haberse lavado varias veces la cara. Los filtros de sueño siempre le caían mal y generalmente le costaba despertar. Se estiró con suavidad la barba negra y se acomodó las dos trenzas que le caían al costado del largo pelo rojizo. Su enorme cuerpo lo obligaba a agacharse para ingresar en la cabina.
—¡Ay, por todos mis ancestros! —bramó al golpearse el casco contra el techo.
A Anuk y Batuk les divertía muchísimo la situación. El casco con cuernos que lucía con orgullo Erik, y que para él era todo un símbolo del espíritu guerrero de sus antepasados, le provocaba algunas dificultades. Por ejemplo: al pasar de un corredor a otro se le enganchaba uno de los cuernos y más de una vez había tenido que pedir ayuda. Sin embargo, el casco vikingo era una parte muy importante de su atuendo y los dos irreverentes adolescentes anaranjados lo ponían de muy mal humor cuando le ocurrían aquellos accidentes.
Erik Von Yasid era nativo de Dajabakistán del norte, y sus ojos extremadamente azules y su cabello erizado y rojizo lo delataban aun detrás de sus lentes. Por otra parte, la barba negra y espesa era propia de los nacidos en Dajabakistán del sur, de donde provenía su madre, lo que se había conocido como los países árabes hacía cientos de años, cuando el planeta todavía no poseía solamente tres grandes continentes como ahora: Vandasia, Dajabakistán y Liamerindia.
El brillante científico estaba comprometido y a punto de casarse con una hermosa chica de Liamerindia y guardaba su foto en el laboratorio. Allí también tenía otro fotograma que contemplaba como el mayor de los tesoros: el de su numerosa familia, sus diez hermanos, sus padres, sus abuelos, sus tías, sus tíos, los primos y primas; en fin, era una extensa, extensísima y unida familia.
Von Yasid era un hombre singular. Más que a un científico, se parecía a un guerrero. Irradiaba alegría y poseía un temperamento fuerte. Prueba de ello era que había dedicado parte de su vida al estudio de los mares y glaciares helados del norte de Dajabakistán, un trabajo riesgoso y extremadamente solitario para el cual se necesitaba una gran fortaleza. Justamente se hallaba estudiando los mares helados cuando los pozos de gas metano comenzaron a explotar y por ello fue incluido en la tripulación rápidamente. Al principio la idea de postergar su casamiento por un par de años terrestres no le agradó en absoluto. Claro que la posibilidad de conocer otros mundos y de realizar un trabajo que lo apasionaba, unida al espíritu de aventura que naturalmente poseía, lo tentaron. Terminó de decidirse cuando su futura esposa, Ahynara, le pidió que fuera en la misión ya que con el viaje tendrían la posibilidad de construirse una cabaña ecológica y cumplir el sueño de viajar de luna de miel a Vandasia, donde ella tenía parientes. Cuando hablaba de su novia los ojos azules de Erik se llenaban de dulzura, como los bombones artesanales que hacía la comandante Artemisa, y Anuk y Batuk no podían dejar de burlarse y emitían suspiros con eco que se escuchaban por toda la nave, lo cual lo ponía de pésimo humor.
El cuerno derecho del casco de Erik Von Yasid continuaba enganchado en el techo del corredor de la cabina, atascado entre dos caños, y ni la comandante ni el licenciado Selenio pudieron evitar una sonrisa ante tal situación. Anuk y Batuk dieron un salto en el aire, dos volteretas, y entre risas se descolgaron por una tubería y lo liberaron. Lejos de sentirse agradecido, Erik se enfureció aún más por haber hecho el ridículo con los dos primos anaranjados y exclamó:
—¡Si fuera por mí los dejaría en el primer planetoide deshabitado que encontráramos!
—Profesor Von Yasid —dijo con dulzura la comandante—, son solo chicos. Además lo ayudaron a soltar el cuer… su hermoso casco.
—Si me permite —agregó ceremonioso Selenio conteniendo la risa—, ha sido una muestra de solidaridad muy adecuada.
El profesor se acomodó los lentes, se arregló el casco, estiró sus trenzas rojizas y apenas murmuró:
—Está bien, gracias.
—¿Qué dijo? —preguntó Batuk haciéndose el inocente.
—No sé, no lo escuché bien —le contestó su prima.
—¡No jueguen conmigo! —tronó su voz—. ¡Dije gracias! —y se sentó en una de las sillas junto a Artemisa.
Anuk y Batuk se miraron con complicidad, pero no se rieron más. Sabían muy bien cuándo debían parar con las bromas y, además, la comandante los miró como diciéndoles ¡basta!
De pronto, la música cesó y se escuchó la voz profunda de Vandalia: algo imprevisto acababa de suceder y debía alertar a la tripulación.
2
—¡Reúnanse de inmediato en la cabina de mando del nivel 2! ¡Atención! ¡Reúnanse todos en la cabina de mando del nivel 2!
Mi voz resonaba por toda la nave, aunque ya casi todos se encontraban en esa cabina. Pero debía darles el informe a todos juntos; lo acababa de ver en el radar y me inquietaba bastante. Podría no pasar nada, pero mi deber era comunicar los posibles peligros inmediatamente.
Por lo que sé, porque me he fijado en los monitores (aunque detesto ser indiscreta), los dos que faltan ya van en camino a la cabina del nivel 2. Aunque no quiero parecer una nave insistente, tengo que continuar con mi rutina hasta que lleguen, aunque resulte un poco reiterativa.
—Repito, tripulación de Vandalia, reúnase de inmediato en la cabina de mando del nivel 2.
—¡Está bien, ya entendimos! ¡Gracias! —dijo la comandante tapándose los oídos. La exasperaba que se repitiera y repitiera el mensaje.
—Disculpe, pero es mi deber —explicó la nave.
—Por lo menos baje un poco el volumen —pidió Selenio tapándose los oídos.
—¡A mí me encanta escucharla! —rio Von Yasid y se solidarizó con Vandalia, ya que su voz también parecía un trueno.
A Batuk y Anuk en realidad les daba lo mismo porque en ese momento se habían dedicado a mirar por una de las ventanillas y a contar estrellas enanas. Iba ganando Anuk.
Desde lo alto de la cabina superior bajó por el tubo una hermosa joven con el pelo casi mojado. Por sus ojos rasgados y negros, su tez amarronada con un pequeño punto rojo en la frente y un tatuaje negro en los labios que se prolongaba sobre su barbilla, se sabía de inmediato que era nativa de Vandasia.
Wan Siu Dabarat, como todos los nacidos en el tercer continente, unía en sus facciones rasgos típicos de las antiquísimas culturas que hacía siglos lo habían habitado, mucho antes de que los pobladores de los continentes se fusionaran solamente en tres naciones.
La esbelta joven se deslizó algo contrariada por el tubo de descenso, porque había tenido que salir del baño con el pelo húmedo, sin tiempo de entrar en la cabina de secado instantáneo. Había tenido que conformarse con un viejo método manual que consistía en un trapo de algodón, antiguamente llamado toalla (al menos eso le había informado cierta vez Selenio) y que ahora se conocía como secador manual para el cuerpo.
—¿Qué ocurre? —preguntó subiéndose el cierre del traje rojo ceñido y calzándose luego las botinetas negras, que se amoldaron a sus pies y se cerraron automáticamente—. ¡Salí disparada del baño! Esos filtros de sueño me dejan sumamente cansada y no logro despertarme del todo si no me doy una buena ducha.
—A mí me ocurre otro tanto, Wan Siu —le palmeó la espalda Erik sonriente.
Wan Siu Dabarat sintió como si un pequeño meteorito le golpeara la espalda; la mano del profesor era algo pesada. Ella ya lo sabía, como también sabía que era un hombre amable, valeroso y que le había salvado la vida.
En su corta carrera de piloto, Wan Siu tenía muchísimas horas de vuelo y era muy eficiente en su trabajo. Además de haberse graduado con honores, provenía de una familia de pilotos: su madre, su padre, sus abuelos y una de sus hermanas lo eran. Llevaba las ansias de volar en la sangre.
Como era de suponer, se enamoró de un piloto. Con un carácter algo fuerte y un espíritu muy independiente, la joven se dedicó a pilotear helinaves en misiones cada vez más peligrosas cuando las catástrofes ambientales comenzaron a producirse una tras otra. Fue en ese momento que tomó un puesto efectivo a cargo de las fuerzas especiales de control ambiental. Su novio trató de disuadirla, lo cual provocó algunas discusiones, y aceptar el puesto le significó separarse del joven piloto. Se concentró en el nuevo trabajo tratando de olvidarlo.
En una de sus primeras misiones le tocó volar llevando suministros a las peligrosas zonas del norte de Dajabakistán. Allí un grupo de arriesgados científicos se hallaba monitoreando los depósitos de gas metano en los lagos helados. Wan Siu estaba cerca de la zona de aterrizaje, donde se encontraba el campamento base, pero debía sobrevolar los lagos para alcanzar su objetivo detrás de una cadena montañosa. De pronto, cuando la helinave ya había cruzado el campo inmenso y blanco salpicado de pozos que emitían gases y parecían los agujeros de un inmenso queso, se oyó un rugido proveniente de las profundas capas de hielo subterráneo. Una gran explosión hizo salir a la superficie el gas acumulado durante siglos y sacudió la helinave. El imponente chorro de fuego que brotó desde el hielo se elevó a más de doscientos metros, y por más que Wan Siu intentó dominar el aparato tuvo que presionar la silla de expulsión, porque la nave caía en picada.
En medio del estruendo, un hombre alto y fornido con un casco con cuernos observaba desde lo alto de una colina de hielo cómo la helinave se sumergía con rapidez en las aguas heladas y una silla de expulsión con su paracaídas abierto iba por el mismo camino; es decir, se iba a hundir a unos doscientos metros. Rápidamente, con sus botas especiales para superficies heladas, que lo mantenían unos centímetros por encima del suelo gracias al aire que salía de la suela, se acercó esquivando los peligrosos depósitos de gas hasta llegar a la joven, la cual, inconsciente, estaba a punto de caer a las gélidas aguas a través de una grieta. Wan Siu le estaría eternamente agradecida por salvarla y reconocería en Erik a un gran amigo, aunque sus modales fueran un poco toscos.
La piloto de navegación manual terminó de acomodarse en uno de los sillones de comando sabiendo muy bien que en ese momento todas las decisiones de rumbo pasaban por sus cálculos.
—¡Pantalla, Vandalia! —ordenó.
En la cabina de mando del segundo nivel las paredes de plasma cambiaron de color gris a plateado y luego se hicieron transparentes como un cristal, dejando ver la inmensidad del espacio. Miles de estrellas titilaban en la oscura y silente noche sideral y todo parecía en calma. A lo lejos se divisaba una galaxia con forma de hélice, más allá un planeta rojo con anillos violetas, y a la derecha un puntito cada vez más anaranjado que parecía latir. Los ojos experimentados de la piloto lo descubrieron de inmediato en la inmensidad estelar y gritó, al tiempo que presionaba un botón negro en el tablero de control:
—¡Explosión estelar a la derecha, en el séptimo cuadrante! ¡Preparados para impacto en… veinte segundos!
Se oyeron todo tipo de frases, como ¡Justo ahora!, ¡No puede ser!, ¿Dónde está mi cinturón de seguridad? ¡Me revienta que exploten estrellas cuando recién me despierto!, y otras cosas por el estilo, al tiempo que todos se movían impacientes tratando de ocupar sus