Memorias impuras

Liliana Bodoc

Fragmento

Memorias impuras

Escribí al pie de la primera página de un almanaque elaborado por el Cosmógrafo Mayor.

Entonces era un niño, y aquellos versos se compadecían de las momias que, desde el gran alzamiento de la ciudad, permanecían arrumbadas en los tambos. El peso de una presencia a mis espaldas me sobresaltó. Era mi abuelo que espiaba.

Escribí en las paredes rojizas de un granero, con palabras altisonantes, una loa en honor al desfile de carros alegóricos que los artesanos organizaban durante las fiestas de la cosecha. Desde un rincón, con la nariz cubierta de telarañas, mi abuelo observaba complacido.

Escribí acerca de la hipocresía de los mercaderes... Oculto bajo la mesa, mi abuelo puso su oído en el recorrido de la pluma y supo lo que decía el papel tan claramente como si hubiese puesto sus ojos.

Una mañana de frío en la letrina, donde me creí a salvo de toda vigilancia, cubrí mi muslo izquierdo con una copla trazada a carbón. En verdad, era un salmo de succión y soplido, semejante a los que cantaban las Madres del Son en ceremonias de restablecimiento. Entonces, mi abuelo raspó la tierra con los talones.

Una noche de verano soñé que escribía un relato deshonesto sobre la boda entre un anciano y una niña; la esposa era tan pequeña que aún tenía el vientre redondeado por el azúcar. Abrí los ojos y allí estaba mi abuelo, vestido con un tipo de camisón pardo que ya estaba en desuso.

Voy a morir muy pronto, dijo. Y agregó que no quería irse sin estar seguro de que alguien escribiría un relato minucioso y verdadero sobre las revoluciones que estremecieron al Virreynato.

Se refería mi abuelo al tiempo en que la Alianza del Calabacillo, organización tutelada por la Logia Bagual, enfrentó por vez primera a las fuerzas virreynales. Y aunque aquella guerra acabó con la derrota de los rebeldes, los cimientos del Virreynato quedaron corroídos para siempre.

Las tres razas del territorio, y sus cruzas, dieron revolucionarios. Los cue cués de color negro que no lograban olvidar su andar libres al otro lado del mar, los mitimaes cobrizos que añoraban los tiempos del Señorío, hasta los crudos de color blanco, y los hijos mezclados de todos ellos soñaron con la caída del Virreynato. En algún momento los rebeldes entendieron que debían rebasar el ancho de sus camisas y agruparse en una única fuerza de combate. Esa fue la Alianza del Calabacillo, gracias a la cual los meros deseos se transformaron en estrategias. Si mi abuelo estuviese al mando de esta pluma, escribiría que la Alianza del Calabacillo fue el primer zarpazo que el libre animal de la rebelión lanzó al cuello del Virreynato, jabalí sanguinario que usaba al mismo cielo para engordar.

Regreso ahora a mi infancia y a mi abuelo. Ya habrá tiempo, para bien y para mal, de digresiones y de andarse por las ramas.

La noche en que me anunció su muerte, el anciano se sentó al borde de mi cama y comenzó a enumerar con evidente placer los talentos y las pericias de mis seis hermanos. Todos útiles en el diario vivir. Ninguna de esas virtudes poseía yo. Pero sí la habilidad de escribir con fluidez y alguna elegancia. Hoy comprendo que el hombre le otorgaba al don de relatar un importante cometido, aun creyendo que las personas que lo poseían eran impresionables, con tendencia a la melancolía y cierta intención de extravagancia.

Por eso, sin ser yo su nieto predilecto, o quizá por eso mismo, me adjudicó la responsabilidad de hacerme cronista del Virreynato, cronista de sus insólitas revoluciones. Y, fiel a su costumbre, no me dejó espacio para el desacuerdo.

Aquella noche no logré dormir bien. En verdad, creo que jamás pude volver a hacerlo.

Mi abuelo no partió tan pronto como yo hubiese deseado. Para cuando murió, un numeroso grupo de entusiastas abrumó mi juventud hablando de glorias pasadas, recordando acontecimientos que, según afirmaban, aún vivían entre nosotros.

Muchos solo cacareaban adulaciones o condenas, según hablaran de su bando o del bando contrario. Pero hubo otros que, al narrar, sugerían imprecisiones y enigmas. Buenas personas que, en cierto modo, parecían darle más importancia a la belleza que a la verdad. A ellos les creí, punto por punto.

Aun cuando relatan hechos verdaderos, mis crónicas negociarán con la poesía para desahogar la horrible fetidez que suelta la verdad cuando se pone vieja.

El crimen de la leche, la traición entre los hermanos Atauchi y la violenta belleza de Anas Huayna pasaron a ser, por gracia del cuento, parte de mi memoria. Y, sin embargo, llevo ya la mitad de mi vida sin escribir ni una sola línea que deje asentado en el papel estos y otros acontecimientos, luces y sombras del Virreynato.

Podría excusarme diciendo que encontré, en mi largo andar, un mejor destino. Pero ¿puedo acaso ofrecer alguna prueba en apoyo de esta afirmación? No puedo ofrecer ninguna.

Mejor aceptar que, a veces, fui indolente. Y, otras veces, cobarde.

Como sea, no voy a demorar más tiempo la ejecución de esta tarea pues, sin buscarlo, llegué a un lugar propicio para hacer lo que debo. Se trata de un paraje baldío rodeado por grandes promontorios de vetas rojas.

Hay aquí una taberna construida a la antigua usanza: paredes y pisos de piedra, techos bajos, ventanas diminutas. El cielo está cerca. Y el viento, porque todo es roca, existe gracias a mi cabello y a mi blusón gastado.

Por lo demás, el tabernero es un hombre sin misterios. Y tanto su mujer como su hija son de una delgadez inconcebible. Nada hay entonces que pueda distraerme de mis obligaciones.

Dispongo hospedarme todo el invierno en esta casa sombría. Aunque sé que llegará la primavera y yo seguiré aquí, escribiendo, escribiendo.

Memorias impuras

Resplandor de estrellas, antigua sombra del calabacillo

Estoy ahora frente al papel. La luz del candelabro sugiere imprecisiones y enigmas. Tal vez por eso decido no ofrendarle esta historia a ningún héroe. Será igual que un jarro rebalsado de sidra: mitad ámbar, mitad mentira para que sea deseable.

Decido también que mi narración seguirá el trazo y la lógica del cometa que cruzó, en aquel tiempo, el cielo del Virreynato.

Sé que mi abuelo anda cerca, envuelto en su muerte. ¿Lamentará haberme elegido?

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