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Corazón sin valor (Corazones en Manhattan 1)

Camilla Mora

Fragmento

Contenido

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Créditos

Cita

 

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

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Capítulo 1

Denver, Colorado. 1987

Las piernas iban a desconectársele de las caderas. ¡Llegaba tarde!

Había salido antes de la escuela para arribar a tiempo, siempre lo hacía; sin embargo nunca lo lograba.

El sudor bajaba por sus sienes, le perlaba la frente y le adhería el cabello negro a las mejillas; y su corazón palpitaba tan frenético que bien podría estar compitiendo en el Giro de Italia.

Serpenteaba entre los autos y transeúntes con gran destreza. Ya podía ver las rejas a la distancia, a tan solo una cuadra. Aumentó el pedaleo, sintiendo el palpitar en la garganta y la boca seca del aire que inhalaba a trompicones.

¡Las escaleras! Con fuerza presionó los frenos y plantó los talones en la grava. Frenó de golpe, saltó de la bicicleta y subió los escalones de dos en dos, hasta quedar delante de la niña de cabellos rubios, que abrazaba a un osito de peluche bastante roñoso al que le faltaba un ojo.

—Sarah —la llamó, y ella alzó el rostro con una sonrisa que reservaba solo para él y dejaba a la vista todos los dientes de leche un tanto desparejos.

—¡Aless!

—¡Niño! —Exclamó la directora del jardín de infantes desde la entrada del establecimiento—. Ya te he dicho que tienen que venir a buscarla más temprano. Los otros alumnos se han retirado hace casi media hora. Y se les pide que traigan algo para comer en la tarde y Sarah nunca tiene una vianda. Dile a tu padre que tiene que armarle una vianda para que no pase hambre —le regañó desde lo alto.

Tenía una postura rígida, como un sargento de infantería, y el uniforme azul oscuro que vestía acrecentaba su imagen autoritaria.

El niño, con la cabeza gacha, se limitaba a asentir a todo lo que la mujer iba reclamando, con las mejillas del color de los tomates, y no debido a la carrera que había hecho, sino por la vergüenza que lo envolvía.

Se limpió el sudor con el revés de la mano y mantuvo los ojos en sus propios pies. Sabía de sobra todas las falencias del hombre que era su progenitor, y lo que le hacía falta a su hermana; sin embargo no era algo que un niño de siete años pudiera solucionar por más que lo intentara.

—Sí, se-se-señora. Lo s-s-s-s-siento —logró decir, una vez que hubo finalizado el sermón.

El semblante enfadado de la mujer mudó en uno apenado. Había algo en aquel niño, con las mejillas hundidas, que debiera existir y ya no existía. Los ojos ya no brillaban; estaban vacíos, opacos, carentes de vida como el del oso que sostenía Sarah.

—Bien, vayan a casa antes de que oscurezca —indicó en un tono más amable.

Alex tomó a su hermana en brazos y la sentó delante de él en el asiento del rodado. Sarah se aferró al manubrio, trabó los pies en el travesaño, como acostumbraba a hacer, y echaron a andar calle abajo.

El sol le daba en la cara y le perjudicaba la vista, pero estrechó la mirada y pedaleó despacio. Ya no tenía prisa por llegar a su hogar, si alguien podía denominar el lugar donde vivían con esa palabra. Él seguro que no lo hacía. Apretó las mandíbulas y pedaleó con un poco más de empuje.

Dispuso a Sarah sobre una silla algo desvencijada de la cocina y escuchó su parloteo mientras calentaba el agua. Una vez que hirvió le tiró dentro un cuarto del paquete de avena que compró con las monedas que había ganado repartiendo los diarios para el señor Johnson: el viejo diariero del vecindario. El único que se había apiadado de él y le había dado una especie de empleo para justificar el dinero que le daba cada semana.

Sarah continuaba contando lo que había hecho aquel día en el jardín de infantes, con quién había jugado, lo que la maestra le había enseñado... Alex se sorprendía de la cantidad de palabras que salían de entre los labios de una niña de apenas dos años y medio. A decir verdad, envidiaba esa fluidez con que hablaba. ¡Lo que hubiera dado por decir una frase sin que la lengua se le trabara cada dos por tres!

Se divertía tanto escuchándola que los extremos de sus labios se curvaban en una sonrisa. A veces ni le prestaba atención porque pasaba de un tema al otro sin previo aviso y era difícil seguirle el hilo. Le encantaba la alegría con que ella contaba, y no iba a dejar que nada la cambiara como lo habían hecho con él.

Se pasó el revés de la mano por la frente sudada, faltaba el aire en la pequeña cocina. Fue hacia la única ventana que poseían; era bastante chica y daba al pulmón de la manzana del viejo edificio; no servía para eliminar el hedor a humedad. Ni siquiera podían disfrutar de un poco de luz; se la pasaban sumidos en la oscuridad, alumbrados por una sola bombita en lo alto del cielo raso.

Puso el cuenco frente a la niña, posó la mirada en el mantel verdoso y con manchas marrones y, apoyado contra la encimera, contempló cómo ella comía. Aunque se trataba tan solo de avena hervida, ella la degustó como si se tratara de un manjar. Con una cuchara Alex raspó lo que quedaba en la olla; trataba de que la niña no pasara hambre, por más que su propio estómago rugiera. Pero él era grande y podía soportarlo. Al menos, eso era lo que se repetía en las noches cuando el monstruo hambriento en su interior le reclamaba por la falta de alimento.

Observó cómo ella masticaba y las comisuras se le llenaban de avena. El corazón se le contrajo; su hermana todavía no notaba que, fuera de aquellas cuatro paredes, la vida era tan distinta.

Luego de haber terminado con la última cucharada, tomó la manzana que le había regalado la señora Rosa: la vecina de junto. La cortó en cuatro, le dio dos trozos a Sarah y él se comió los restantes. Incluso cuando masticaba, las palabras le salían a borbotones; parecía que nada podía callarla.

Ya era hora de irse a la cama. Llevaba a Sarah al cuarto, cuando la puerta de entrada del viejo departamento fue cerrada de un brusco golpe, y la luz del cuarto parpadeó un par de veces. Elevó la oscura cabeza y se quedó bien quieto, tratando de escuchar el más mínimo movimiento, al igual que hizo Sarah. Bien podrían haber pasado por dos estatuas de marfil de algún panteón griego.

La tranquilidad y la alegría que había reinado hasta el momento desaparecieron en una milésima de segundo. Un crujido en las maderas del suelo de la entrada anunció que él había regresado y lo había hecho antes de lo habitual, de lo contrario ya estarían en sus camas, fuera de su vista.

Los latidos se detuvieron, la respiración se tornó apresurada y las manos comenzaron a sudarle.

Alzó a la pequeña y, canturreándole bajito, la condujo con velocidad hacia el ropero de la abuela, en una de las esquinas de la habitación. Abrió la pesada puerta con cuidado para que no chirriaran las bisagras, la dejó sobre un tumulto de ropa y la cobijó con ternura, como si no sucediera nada alarmante.

Pero ella sabía más. Los ojos negros, lo único que tenían en común y atestiguaba que eran hermanos, lo miraban con terror.

—Qué-qué-qué-qué-quédate call-call-calladita, Sarah —murmuró el niño, poniendo un dedo sobre sus propios labios—. Pronto vendré a buscarte. Lo prometo —dijo, bajando tanto la voz hasta casi un murmullo, para que la frase pudiera salirle completa; estrategia que había aprendido para sortear su tartamudez.

Sarah asintió lentamente y se mordió los labios para no hacer ruido. Los ojos de la niña se llenaron de lágrimas y estas caían por sus mejillas de color rosado.

Le entregó el osito marrón desteñido, y ella lo abrazó con fuerza, escondiendo la mirada contra la cabeza del peluche. Alex le brindó un breve beso sobre la frente, y con delicadeza cerró la puerta. Tomó aire y dio media vuelta. El terror le apretujaba el estómago. Cada célula de su ser gritaba que escapara, pero no podía. Nunca lo haría, no sin Sarah.

En el vano de la entrada apareció un hombre, algo tambaleante, con una botella de whisky colgándole de dos dedos de una mano. Tenía la camisa, a cuadros, mal abrochada, y el pantalón sucio y arrugado. El rostro tostado no estaba rasurado y el cabello, de la misma tonalidad leonina que el de Sarah, estaba embrollado y pegoteado. La mirada del tipo se posó sobre el pequeño y se ensombreció al mismo tiempo que un gesto de repugnancia se le plasmaba en las facciones masculinas.

—¡Eres igual a ella! —Gritó—. Esa cabellera negra… ¡Debería raparte! De no ser porque tienes un pene entre las piernas, se diría que eres una niñita. Si al menos no fueras tarado —dijo, arrastrando las palabras—. Ven acá, idiota tartamudo —añadió, al tiempo que daba un par de pasos tambaleantes.

El niño observó la salida, vedada por el cuerpo de su padre. No podía correr, y aunque pudiera, ¿qué sería de su hermana? Él era todo lo que ella tenía para sobrevivir y debía asegurarse de que estuviera a salvo y solo había una forma de hacerlo.

Tragando con dificultad, y muy lentamente, caminó hacia él a sabiendas de lo que le esperaba; lo mismo desde que su madre los había abandonado cuatro años atrás.

Se había interrumpido por un breve tiempo, cuando su padre se había casado con la madre de Sarah. Había sido una buena mujer, aunque algo atolondrada. La casa había estado llena de sonrisas, la cena estaba preparada en la mesa cada noche, su cabello era cortado, y la ropa lavada y planchada. Parecía que al fin la normalidad había tocado a su puerta, pero luego ella había tenido que enfermar y fallecer para dejar a Alex solo, y a merced de su padre nuevamente. Golpes e insultos repletaban su corta vida. Si tan solo hubiera sido lo único, pero ahora estaba a cargo de una pequeña, lo cual hacía el embrollo aún peor.

Se levantaba temprano para cambiarla y darle de comer lo poco que había en la casa. A veces escondía alimentos en el cuarto para que no fueran encontrados, y así a Sarah no le faltara al menos una comida al día. Después la dejaba en el jardín de infantes y pasaba a buscarla a la salida del colegio, del que se escapaba antes de hora para que Sarah no tuviera que esperarlo demasiado. La bañaba, le cantaba, jugaba con ella y… la escondía cuando el monstruo aparecía. La niña aprendió demasiado rápido la dinámica. A la primera palabra de Alex se mantenía callada, no pronunciaba ninguno de los balbuceos habituales. La amaba; era lo único que tenía, e iba a cuidarla con toda sus fuerzas.

—¡Ven, te digo! —Exclamó al tiempo que aferraba al muchacho por el cabello, algo largo, y lo arrastraba hasta el minúsculo living—. ¿Qué has preparado para cenar?

—N-n-no hay n-n-n-nada, pa-pa-papá —tartamudeó Alex, con las puntas de los pies apenas tocando el suelo.

La columna vertebral se le congeló de anticipación y el pecho le ondulaba ante las respiraciones entrecortadas; tenía los ojos abiertos de par en par, fijos en el hombre que lo sostenía.

—¿Qué? —soltó el vozarrón del tipo y, sin soltarlo, le estampó la espalda contra la pared.

—N-n-n-no te-te-tenía dine-ne-nero —logró decir, y tragó una gran cantidad de saliva a la par que un nudo se le formaba en las entrañas.

Una bofetada le cruzó el rostro al instante, tan fuerte que si su padre no lo hubiera estado sosteniendo por la remera hubiera sido despedido hasta la pared opuesta; pero simplemente se bamboleó en el lugar. Las frágiles piernas le temblaban como hojas al viento. Maldecía ser tan pequeño y debilucho que no pudiera enfrentarse al ser que más odiaba sobre la faz la tierra, sin contar a su madre.

Porque a ella también la odiaba. La odiaba por haberlo dejado, por no habérselo llevado con ella. En alguna ocasión había intentado hacerle frente a su padre; pronto aprendió que los resultados eran aún peores que si no lo hacía y había desistido. Solo debía resistir la golpiza.

—¡Eres un tartamudo bueno para nada! —exclamó, tan cerca que aunque el niño volteó el rostro para no sentir el hedor, no pudo evitar que el espantoso olor a puro alcohol lo cubriera.

Otra bofetada le cruzó la otra mejilla, intacta hasta ese momento; fue tan fuerte que por unas milésimas de segundos quedó desorientado y un intenso zumbido nació en su oído derecho. No podía darse el lujo de estar atontado por mucho tiempo; debía permanecer consciente tanto como pudiera, no fuera que se aburriera de él y se acordara de la existencia de su otra hija. Se sorprendía de la capacidad que tenía el tipo de olvidarse de Sarah; nunca preguntaba por ella aunque jamás la viera. Y él se encargaba de que así fuera. Nunca la dejaba sola por las noches, y cuando sentía la amenaza aproximarse, la encerraba en el ropero viejo de la abuela.

Las bofetadas dieron lugar a los puñetazos y, a los pocos minutos, las bellas facciones del muchacho se vieron cubiertas de la sangre que se entremezclaba con las lágrimas que saltaban de sus ojos. El protestar o apelar a la piedad solo servía para envalentonarlo y que la tortura empeorara; tenía viejas cicatrices que lo atestiguaban. Al menos eran puños y no había sacado el cinto.

Con el tiempo había aprendido a descifrar los aspectos de la conducta de su progenitor; se podría decir que ya era un experto en el tema. Sabía cuándo estaba de ánimo para darle hasta quebrarle unas cuantas costillas o un brazo, o cuándo solo se trataba de desahogarse un poco; en tal caso, simplemente se satisfacía con ver sangre, como parecía ser el caso esa noche.

Al principio, había preguntado por qué. Las únicas respuestas que recibió fueron que él era un idiota afeminado que no sabía ni siquiera hablar como debía, y no servía para nada; cualquiera lo hubiera tirado a la basura, pero su padre se había hecho cargo. ¡Por favor! Si recibir una paliza cada noche y ser insultado a cada minuto podía ser llamado «hacerse cargo de un infante», entonces su padre era el hijo de puta más solidario de todo el maldito planeta.

Se había equivocado. No había terminado. Su torturador lo giró, le alzó la camiseta por encima de la cabeza y sacó el cinturón con un solo movimiento.

«¡No! ¡El cinto no!», gritaba su mente. Trabó las mandíbulas para que ninguna palabra saliera de su boca. Ni se movió ni rogó; nunca lo hacía. Cerró las manos en puños mientras el ritmo cardiaco se le aceleraba a tal velocidad que apenas podía oír algo además del palpitar en sus oídos. Latigazos helados le atenazaban la columna, el pánico se adentraba en escena, y no había forma de mantenerlo a raya. Se había equivocado, no era una noche de solo sangre.

Su padre elevó el cinto por encima de sí, y de una envión lo descargó, cruzándole la espalda con tal intensidad que creyó que lo había partido por la mitad. Una línea roja dividió en dos la espina dorsal con antiguas marcas, algunas rosadas, otras ya blancas. Mañana estaría repleto de moretones y dolería como mil demonios.

Se zarandeaba hacia adelante ante cada impacto, se mordía los labios con tal fuerza que podía saborear ese sabor metálico tan familiar. Cerró los ojos y se juró no darle jamás la satisfacción de oírlo suplicar o sollozar.

Las estampidas se fueron sucediendo hasta que su padre se cansó de su saco de arena personal y, tambaleándose, se encaminó hacia el sillón marrón y se dejó caer como una bolsa de papas. Dio un sorbo a la botella, que había dejado olvidada, y prendió el televisor, desentendiéndose del niño que apenas podía sostenerse en pie.

Alex apoyó un hombro en la pared y fue deslizándose hasta llegar a su cuarto: la estancia más limpia y ordenada de la casa. No había ropa sucia o botellas vacías que lo adornaran, ni cajas de pizza viejas, o periódicos tirados por los rincones.

Apretando la mandíbula, y siseando, se arrodilló junto al lecho para sacar de debajo una caja de zapatos. La abrió y se fijó en que la mano le temblaba incontroladamente. Dentro se hallaba una botella de alcohol, un puñado de algodón, algunas tiras adhesivas y un espejo de mano. Sacó el último artefacto y se revisó el rostro, teñido de rojo. Le había abierto una herida en la mejilla izquierda y otra sobre el ojo del mismo lado. Tomó una bolita de algodón y, empapándola en alcohol, se dispuso a limpiarse la sangre con sumo cuidado. Hizo una mueca y gruñó.

El dolor lo había acompañado casi desde el inicio; no era algo nuevo para él. Sin embargo, no podía decir que se hubiera acostumbrado.

Tomó otra bolita de algodón, y otra, y otra. No renunció a su cometido hasta que cada gota roja fue borrada de la cara, aunque las hinchazones no dejaban lugar a dudas sobre lo que había acontecido en el hogar de los Peters. Tapó cada lesión con un apósito adhesivo.

Se observó en el espejo y sopesó la situación. No estaba tan mal como en otras ocasiones. Peor iba a sentirse mañana: como si un camión le hubiera pasado por encima, pero ya había estado ahí. Había otras heridas mucho más profundas que no había forma de que cicatrizaran, y que lo marcarían de por vida. Apartó la vista de su reflejo.

Guardó la caja y, con gran esfuerzo, volvió a pararse. El abdomen le bombeaba, parecía que el corazón había descendido hasta instalársele allí; no obstante, sabía que no tenía costillas rotas; conocía la sensación. Se detuvo frente al armario. Amaba a Sarah, aunque lo hacía todo mucho más difícil, y hasta había veces en que deseaba que no existiera.

Culpaba a su madre por lo que padecía; la culpaba por haberlo dejado con él, por no preocuparse por su hijo, y por haber escapado con el primer hombre que se le cruzó en el camino. Aún recordaba el día en que ella había venido por la noche a despedirse. Había estado hermosa como siempre, con el cabello ondulado y negro como la noche, igual que los ojos que hacían resaltar su piel nívea. Casi podía oler su aroma a violetas, como cuando se había inclinado sobre él mientras dormía, ignorante de lo que ella estaba a punto de hacer.

Lo zamarreó apenas.

—Alexander.

—¿Mmm?

—Cariño, mami se va de viaje —susurró en un tono feliz.

—¿Eh?

Abrió los ojos, parpadeando sin comprender lo que su madre le estaba anunciando, hasta que vio la maleta colgada de una de las manos femeninas.

—Me voy por unos días y pronto vendré por ti —había prometido, ya no la esperaba a que viniera por él, se había resignado a no ser rescatado.

Se había dado media vuelta luego de rozarle la mejilla con los labios y desapareció de su vida como si nunca hubiera existido.

Desembarazándose de ese recuerdo amargo, abrió la puerta del ropero y vio a su hermana hecha un ovillo contra una de las esquinas.

—Aless —lloriqueo la niña al verlo y elevó los brazos hacia él.

—Ya, Sarah. Va-va-vamos a dor-dor-dor-dormir.

La tomó en brazos, ella se le aferró con tenacidad al cuello y juntos se acostaron en el colchón. Con la yema le corrió los mechones más claros que los suyos de la frente y le sonrió, aunque más fue una mueca espantosa que la sonrisa tranquilizadora que deseaba brindarle.

Ella le devolvió la sonrisa, feliz de que él estuviera de nuevo con ella, le daba terror cada vez que la encerraba en aquel lugar oscuro. Aunque algo dentro de ella, a su corta edad, ya le anunciaba que padecer aquel terror era mejor que quedarse a ver qué es lo que le deparaba fuera del escondite. Jamás había preguntado y él nunca le había comentado. Además él siempre regresaba y no había nadie que la hiciera sentir más segura y a salvo que su poderoso hermano. Porque para ella, él era similar a un superhéroe, era su propio Superman, aunque a cada día que transcurría se parecía más a un Bruno Díaz, taciturno y apagado. Claro que aún ella no era muy consciente de semejante cambio. Pero sí se percataba de las variaciones que surgían en sus facciones y que poco a poco se iba gestando en las conductas y actitudes del niño.

—Algún día nos iremos, Sarah —dijo con los labios sobre la frente de su hermana y de esa forma tan baja que daba escalofríos.

La espalda le dolía horrores y percibía como la sangre iba empapando la mejor camiseta que tenía.

—¿Con mami?

—No. A una ciudad donde podremos ser lo que queramos —declaró, aunque la niña no comprendió a qué se refería.

Libre, fue la palabra no pronunciada por el muchacho. Ansiaba la libertad como alguien podía ansiar agua en medio del desierto, un oasis donde no tuvieran que vivir aterrados ni sobresaltarse ante cualquier sonido. Algún día lo lograrían, lo presentía en lo más profundo de su ser. Hasta entonces debían aguantar.

Con aquel pensamiento el sueño lo invadió. Los ojos se le cerraron y la respiración se le ralentizó. Imágenes de una gran mujer de piedra se conjuró en la mente del niño y pudo palpar con las puntas de los dedos el sentimiento que más anhelaba, casi podía respirar el aire fresco y sentir la tan ansiada tranquilidad.

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Capítulo 2

Ocho años después

La directora de la escuela llamó a Sarah a su despacho para comunicarle que su hermano se encontraba en el hospital debido a que había sufrido un accidente. Un sudor frio le bajó por la columna vertebral, el aire le escapó de los pulmones y una piedra se le alojó en el estómago. Sin pensárselo dos veces, agarró la mochila violeta que Alex le había regalado y salió disparada.

Una enfermera la encontró con un semblante tan blanco como las paredes del establecimiento y con la mirada perdida. Se le acercó y una vez averiguado a dónde iba, la condujo a la sala en la que el hermano estaba internado. La mujer descorrió las cortinas que cubrían al joven que se encontraba en el lecho.

Apenas lo vio, Sarah no pudo evitar emitir un gemido angustioso y que los ojos se le empañaran.

—Alex —susurró.

Él volteó el rostro hasta que los ojos hinchados se posaron en ella. Intentó dibujar una sonrisa, pero ni siquiera pudo conjurar una horrible mueca. Cada músculo del que era un atractivo rostro, cuando no estaba cubierto de moretones azulados y cortadas, estaba rígido. Por el dolor que sentía, cuando trataba de gesticular, se podría decir que le habían clavado miles de agujas en la piel y no había tenido una sesión de acupuntura precisamente.

—Oh, Alex —sollozó antes de correr a su lado y apoyar la frente sobre el pecho del adolescente.

—Shsh. N-n-n-no llo-llo-llores, S-s-s-sarah —tartamudeó y golpeó con el puño el colchón.

Odiaba no poder decir una frase de corrido y hablar como un maldito idiota, como le manifestaba su padre a la menor oportunidad.

—¿Vas a morir? —preguntó la niña con un hilo de voz, encerrando en la frase todos sus miedos.

—N-n-n-no —dijo mientras acariciaba el cabello rubio—. S-s-s-solo voy a qu-qu-qued-quedarme… —tomó aire y bajo la voz hasta que fuera un pequeño murmullo acerado— unos días —logró decir al fin.

Ambos sabían lo que ello significaba, ella estaría sola en casa con el monstruo, como lo habían tildado a escondidas.

—Qu-qu-quiero que vayas a la c-c-c-casa de T-t-t-t-t —golpeó en la cama con el puño al no poder decir el nombre de corrido—…t-tina.

Cuando estaba nervioso o algo lo preocupaba su tartamudeo se acentuaba hasta serle casi imposible articular una palabra completa.

Tina era la mejor amiga de Sarah, una compañera del colegio con quien se quedaba algunas noches, cuando su hermano lo indicaba. Los padres de Tina eran trabajadores, humildes, pero sobre todo unas personas que adoraban los niños. Aunque no tenían idea de qué ocurría en la casa de los Peters, al ser Sarah tan correcta no tenían ningún reparo en tener a la dulce niña en el hogar.

Ella asintió en un breve gesto casi imperceptible ante la orden de Alex. Nunca lo cuestionaba ni ponía en duda su decisión, él sabía lo que debía hacerse y jamás la había defraudado.

Si tan solo pudieran irse. No era un idiota, sabía que un adolescente nunca podría hacerse cargo de una niña, como que tampoco podía denunciar a su padre. Si lo hacía, quién sabía dónde irían a parar ellos, no se preocupaba tanto por él, pero Sarah… ¿Qué sería de ella?

Sintió un tirón por dentro de tan solo pensar en todas las cosas que había oído que ocurrían en los orfanatos y en las familias de acogida. No, ella se quedaría con él para siempre.

Como un idiota había pensado que en esa ocasión podría hacerle frente a su padre, sin embargo, se había dado cuenta que aún era demasiado enclenque. A pesar de igualarlo en altura, todavía no lo hacía en fuerza y de ahí el resultado obtenido: hospitalizado por varios días.

—Dic-c-c-cen que en un par de di-di-di-días —tomó aire y bajó su voz— ya estaré listo para ir a casa.

Sarah ya se había acostumbrado al tono que hacía que se helara hasta el mismo infierno, era la única manera en que él lograba expresarse sin complicarse. Aunque el resto de las personas, especialmente los compañeros de Alex habían comenzado a alejarse cada vez que él entraba al salón. En un comienzo lo habían burlado como hacen todos los niños, no por nada dicen que los niños son crueles, pero al tiempo él había comenzado a hablar de esa manera tan gélida y pausada que hacían que escalofríos te recorrieran la columna vertebral ante la expectativa de algo, sin saber qué, pero con la comprensión de que no sería nada bueno.

Alex maldecía la lengua que no le permitía pronunciar una frase de corrido. Si hubiera algún dios, le encantaría tener una pequeña charla con él y preguntarle por qué no le dio ni siquiera una carta ganadora entre las tantas que le habían tocado.

—¿Y nos iremos como prometiste? —preguntó la niña a sabiendas de la respuesta.

El alma del muchacho se le cayó hasta los pies y el corazón se le partió en mil pedazos.

Le venía haciendo la misma promesa desde que ella era un bebé, que algún día se irían de aquel infierno, escaparían a una ciudad de luz y alegrías. Sin embargo, a él ya no le quedaban alegrías por dentro, su corazón estaba llenándose de agujeros hasta que un día se convertiría en un montón de polvo en algún rincón oscuro de su interior. El espíritu que lo había dominado de niño se había ido apagando hasta que ya ni una pequeña llama le quedaba.

—Un p-p-p-p-poco más.

—Bien —concedió aún abrazada a él.

Ella sabía que debía irse, solo le habían dado unos minutos para visitarlo, pero temía dejarlo. Temía que él la abandonara y desapareciera, al mismo tiempo deseaba que lo hiciera con lo más profundo de su ser. Ansiaba que él fuera libre, sin embargo, lo conocía demasiado bien, cuidaría de ella hasta el final y era por lo que Sarah se reprocharía eternamente. Se sentía tan culpable de la cantidad de veces que él se interponía entre ella y los golpes, en las que la escondía o la sacaba por la ventana para ser el único que cargara con la estampida.

—Te quiero —dijo ella muy despacio porque las lágrimas contenidas le cerraban la garganta.

—Yo también. V-v-vete ahora —dijo acariciando la rubia cabellera por última vez...

Ella no sabía que le había ocurrido para tener que quedarse internado unos días. Tampoco lo preguntó. Deslizó la mirada por el brazo enyesado, la cantidad de apósitos que tenía en la piel y, por último, por los chichones en el rostro. No se le pasó desapercibido el ritmo acelerado de la respiración que le hacía subir y bajar el pecho de manera tan ondulante. Se le contrajo el alma del solo pensar en que podría haber muerto.

—Vendré a verte mañana —anunció y antes de que le indicara lo contrario, con un dedo en alto y apuntándolo, añadió—: No puedes prohibírmelo.

Le dio un breve besó en la frente y se proponía a retirarse cuando él le habló.

—V-v-v…—golpeó con la mano sana el colchón de nuevo—… ve a lo de T-t-tina.

—Lo haré —prometió y se fue dejándolo solo en aquella sala de color blanco como el papel, tan fría que parecía una heladera y lúgubre.

Las diversas camas estaban separadas por cortinas grisáceas otorgándoles, al menos, algo de privacidad a los diferentes pacientes.

Alex cerró los ojos y se concentró en lograr que el aire le entrara a los pulmones. Le había fisurado varias costillas y dolía como mil demonios el respirar. Si tan solo no necesitara hacerlo para vivir, pero ni modo, el aire era un elemento importante así que debía dejarlo entrar y salir. La enfermera le había dado un par de calmantes, por lo que el dolor había menguado un tanto, aunque seguía sacándole unas cuantas lágrimas cada vez que se movía por más poco que fuera.

—Hola, viejo —saludó Mark—. Estás hecho mierda —dijo como si fuera lo más habitual del mundo estar tirado en una cama de hospital con un brazo enyesado, todo cubierto de moretones y el torso fajado.

—T-t-t-te has dado cuenta. ¡Qu-qu-qué percepción! —bromeó, o al menos lo intentó.

Mark dibujó aquella sonrisa que le daba apariencia de idiota, la que era sumamente amplia que dejaba ver todos los dientes, pero que nunca le llegaba a los ojos. Hacía un año que se habían conocido y desde entonces eran los mejores amigos. Uno extrovertido y jocoso, el otro oscuro y retraído. Dos caras de una misma moneda.

El rubio tomó una silla que había en un costado y la arrastró con un gran ruido hasta la cama del moreno. La volteó, se sentó a horcajadas y cruzó los brazos sobre el respaldo.

—Tenemos que planear el escape —aventuró Mark tornándose serio.

—N-n-n…

—Ya sé que no puedes dejar a Sarah —dijo con la mano en alto deteniéndolo—. Pienso llevárnosla con nosotros.

—N-n-no p-p-p-p-podemos —añadió al punto que negaba con la cabeza.

—Claro que sí.

—M-m-mark —lo amonestó.

—Lo sé, pero no hace mal a nadie soñar un poco —masculló y suspiró.

—En un-un-un-nos años tu…

—No sin ti, viejo. Esperaremos a que Sarah cumpla los dieciocho y luego nos largamos a Nueva York como siempre quisiste.

—S-s-sí. Lo s-s-s-siento, yo n-n-no…

—Lo sé, nunca podrías dejarla, yo tampoco, viejo. Al fin y al cabo es como mi hermana, también.

—Pero tu po-po…

—No sin ustedes, no podría irme sin Sarah y sin ti, Alex. Somos hermanos, ¿cierto? Los tres unidos contra todos, ¿recuerdas?

El moreno asintió. Cuando podía, evitaba hablar, puesto que tanto le costaba plasmar una mínima idea. Era por lo que adoraba de Mark, con él nunca tenía que decir las frases completas, lo comprendía en el acto.

—¿Tú c-c-cómo estás?

Mark volteó el rostro y fijó la mirada en el florero vacío que tenía sobre la estrecha mesa que había junto al lecho. Trabó las mandíbulas y un incómodo rubor le tiño el rostro tan hermoso como el de un querubín.

—Las pesadillas continúan —dijo con una voz que denotaba su propia oscuridad, después de una larga pausa, prosiguió con la jocosidad habitual—: Sabes, conseguí trabajo en una empresa de construcción cargando bolsas de arena, cemento y carretillas con ladrillos, entre otras cosas. Si quieres, cuando salgas te presentó al jefe. Dijo que está buscando gente que ayude en esos quehaceres y no le importa contratar menores. No es mucho, pero paga mejor que el señor Johnson.

—G-g-gra…

—Ni que lo digas. Además creo que nos vendría bien el trabajo físico, a ver si ganamos algo de musculo en esos brazos —clavó la mirada en el moreno—. A ambos nos vendría bien —añadió, rotundo y trasmitiéndole un mensaje silenciosos con su mirada verdosa.

Alex comprendió a qué se refería, si él hubiera tenido algo de músculo en los flacuchos brazos, habría podido enfrentarse al monstruo, sospechaba que era algo que Mark ya había hecho con el suyo.

Se postularía en el empleo y vería qué ocurría, además a Sarah y a él les vendría bien un ingreso mayor. Quizás hasta pudiera realizar ambos empleos, era poco probable dado que ya le costaba repartir los diarios, concurrir a la escuela, ocuparse de Sarah y estudiar.

No iba a dejar la escuela, quería ser alguien en la vida, estudiar una carrera, conseguir un verdadero empleo y poder ofrecerle a su hermana un futuro mejor.

A los pocos días de salir del hospital, aplicó para el trabajo y se vio cargando bolsas con un peso de alrededor de diez kilos sobre el hombro. Él y Mark salían corriendo del colegio para buscar a Sarah y la llevaban a la casa de la señora Rosa, quien a pesar de que nunca lo mencionaba, estaba al tanto de lo que ocurría en el departamento junto al suyo. Alex se había percatado ya que hacía unos años que se había ofrecido a cuidar de la niña cuando él estuviera trabajando. Asimismo se ocupaba de que ella recibiera aunque más no fuera una cena contundente y al hermano le daba un tupper con los sobrantes, los que comía apresurado en el corredor del piso antes de entrar en su propio departamento.

Luego de dejar a Sarah, se dirigieron a la constructora y comenzaron a cargar las bolsas de arena del camión. Cuando terminaron, era alrededor de las diez de la noche y estaban fusilados, pero agradecidos de estar fuera de sus respectivos hogares. Más que un hogar, dulce hogar, sus casas eran sus infiernos personales, el lugar del que querían huir en vez de regresar.

—¿Ya vuelves? —preguntó Mark con ansiedad plasmada en las facciones.

—T-t-t-tengo que…

—Sí. Te acompañó a buscarla.

Uno al lado del otro, comenzaron una lenta caminata hasta el edificio en el que vivía Alex. Ninguno habló a sabiendas de los que les esperaba. Al llegar a la entrada de la vivienda, Mark se contemplaba los zapatos que de pronto habían captado toda su atención. Alex lo abrazó de sopetón y apretó bien fuerte los brazos alrededor del chico, quien a su vez lo rodeó con los suyos.

—N-n-nos irem-m-mos. Lo pr-pr-prometo.

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