La Vanguardia,
lunes, 13 de septiembre de 2004
El fenómeno literario del siglo, El Informe Ahnenerbe, que ha catapultado a su autor, Marcos Clos, hasta lo más alto de la popularidad literaria mundial, no para de batir récords. Y si bien ya se trataba de la obra escrita por un español con un mayor número de ventas en el extranjero, ahora encabeza, por tercer mes consecutivo, el ranking de los más vendidos en Estados Unidos, con tal efervescencia que nadie se atreve a aventurarle un final.
Los críticos de medio mundo atribuyen dicho fenómeno a la ingeniosa habilidad de Clos para crear una ficción alrededor del gran secreto del cristianismo, la resurrección de Jesús, de tal manera que el lector queda atrapado en sus redes haciéndose preguntas que no se había formulado jamás; preguntas que van más allá de la trama novelesca y que traspasan fronteras que nunca antes nadie se había atrevido a cruzar.
El Informe Ahnenerbe es algo más que un thriller de misterio, una novela histórica o una novela de aventuras. De hecho, es un poco de todo eso. Atrapa desde la primera página como en el mejor texto de misterio, ilustra como el mejor libro de historia y sus personajes poseen el mismo carisma y actitud épica que un Harry Potter.
Leía no hace mucho en el New York Journal of Books que El Informe Ahnenerbe es un manual para entender la Biblia escrito con la gracia del que posee un don. Y yo no puedo estar más de acuerdo, pese a que parezca casi grotesco que una obra inspirada en la búsqueda del Santo Grial que llevó a cabo Hitler en 1940, en Montserrat, pueda plantear tal cantidad de reflexiones como para sostener una opinión de tanta magnitud.
Sí, Clos nos regala un auténtico manual para entender la Biblia, y añadiría más: para entender gran parte de la historia antigua, creada sobre unos pilares tan podridos que alguien tenía que derrumbarlos.
El universo de Clos crece como esos extraños fenómenos que nos sorprenden como surgidos de la nada y se quedan, ya para siempre, entre nosotros, reclamando ese papel protagonista que antaño ha correspondido a la literatura, palabras escritas, en negro sobre blanco, que dejan huella para herencia de las civilizaciones, y cuando parecía que la alta tecnología, las redes sociales, internet, etc. aplazarían, quizás hasta el olvido, un nuevo hit literario mundial, Marcos Clos se saca de la chistera esa tan lejana aventura nazi por Montserrat, con un puñetazo sobre la mesa, obligando a las imprentas a sacar humo para no dejar ni a un solo ser humano sin su Informe Ahnenerbe.
RICARDO MAURÍ
DIEZ AÑOS DESPUÉS
PRIMERA PARTE
NAGORE
1
Abel se asoma de puntillas agarrándose con fuerza a los barrotes de la ventana. No es que pueda ver gran cosa; de hecho, no puede ver nada. No porque sea ciego, que no lo es, sino porque vive encerrado en un piso de la Barceloneta y pese a que cada noche le llega el olor a mar, él apenas sabe si este existe de verdad. Abel es un niño que se asoma agarrado a esos barrotes que intentan impedir que las palomas se caguen en el alféizar y se acumulen sus excrementos, esos que parecen hechos aposta para recordarle que esa jaula es su mundo, su único mundo. La pared del edificio de enfrente es también parte de su mundo; nada o casi nada los separa salvo una estrecha callejuela que, como Abel, nunca ha visto el sol. Las ventanas que divisa al otro lado le parecen ojos, ojos que lo observan, ojos desnudos de emociones que eluden su sonrisa, ojos que parpadean, ojos que miran pero no desean ser vistos, ojos extraños, ojos que son sus únicos amigos, ojos con los que no se puede hablar.
Abel espera a que el baño quede disponible. Solo hay uno. Nagore, su profesora, siempre lo precede antes del desayuno. Ella vive ahí, con los padres de Abel, en una diminuta habitación con una cama empotrada en un armario de quita y pon. Ella es su amiga, pero es mayor que él, y Abel se pregunta si es normal que alcance dicha categoría alguien que casi podría ser su madre. Él no lo sabe, y por eso hoy piensa preguntárselo. Nagore lo sabe todo. Es su profesora. Cuando sale del baño oye cómo su madre le da los buenos días, luego cómo trastean juntas por la cocina en una especie de ritual que se repite madrugada tras madrugada. Su padre se levanta muy temprano para ir a trabajar. A veces lo oye marcharse, otras no. Como hoy, que ha dormido profundamente. Abel nunca recuerda nada del mundo de la noche y es por eso que piensa que, si nunca sales a la calle, no puedes construir tus sueños. Le gustaría ser un niño normal y cruzar esa diminuta calle que apenas consigue intuir cuando se asoma, andar, correr y jugar. Pero no puede ni hablar de ello, sus padres se enfadan, se lo han explicado mil veces y vuelven a enfadarse cuando hace que se lo expliquen una vez más. Nagore nunca se enfada. Nagore es muy guapa aunque casi podría ser su madre. Nagore tiene veintinueve años y él solo diez, por lo tanto si fuera su madre debería haberlo tenido a los diecinueve. Abel sabe sumar y restar sin necesidad de calculadora. Ella le dice a menudo que es un genio. Su madre no es que no sea guapa, pero no lo es tanto, aunque a él le encantaría tener el pelo de su mismo color, rojo. Eso la hace diferente. Se llama Isabel y gruñe demasiado.
Cuando Abel sale del baño, con unos pantalones de chándal y su camiseta preferida, la verde de Diesel, Nagore le espera en el comedor con un zumo de naranja recién exprimido, cereales y leche. Su madre ya ha desayunado. Su madre, o trastea por la cocina, o se viste para salir, o sencillamente se sienta a la mesa a hablar. Hoy se ha encerrado en su habitación. La casa es tan diminuta y las paredes tan de cartón que todos los movimientos y los ruidos que provocan forman parte del vocabulario vital del niño, ese que no está constituido por palabras sino por los detalles de cada instante. Ahora mismo, mientras desayuna al lado de Nagore, Abel, sin necesidad de verlo, sabe que su madre viste unos pantalones ajustados y una camisa de botones.
—¿Has descansado, cielo?
Nagore lo llama cielo, siempre lo llama cielo, desde que era un auténtico enano, desde hace tanto que Abel no consigue recordar cuándo. A veces piensa que ella es lo único de verdad que queda en su mundo.
—Pero sin sueños —le espeta como si protestase.
Isabel abre la puerta que, como las de todas las habitaciones, dan directas al comedor. Sonríe, se acerca al niño y le da dos besos. Isabel viste una camisa de seda color rosa y tejanos ajustados. Abel piensa que no le sientan bien, que le hacen el culo gordo. Descuelga el chaleco de la percha de detrás de la puerta de entrada y se lo pone sin disimular las ganas de salir a la calle.
—Estaré un rato fuera, no tardaré, me faltan cuatro cosas. Oye, que vendrá Cunningham, pero imagino que ya estaré aquí...
—No sufras, si viene ya le abriré...
Isabel le aguanta la mirada un instante, y como Nagore sabe qué le preocupa, se adelanta.
—No abriré a nadie más, vete tranquila...
Isabel asiente, se cuelga el bolso del brazo izquierdo, le planta dos besos maquinalmente a su hijo y sale. Sus pasos retumban por el viejo hueco de las escaleras de tal manera que todo el edificio vibra como el aleteo de un abejorro agonizante. Unos segundos más tarde el portazo de la calle delata que ya se han quedado a solas.
Las inquietudes de Nagore, esas que ni el paso del tiempo ni la fuerza de la costumbre consiguen apaciguar, aparecen como casi siempre, como viejos fantasmas que no la dejan en paz. Ella no puede preguntar, no puede opinar, no puede hacer otra cosa que no sea limitarse a hacer su trabajo. Cobra una auténtica fortuna por hacerse cargo de la educación de ese niño canijo y paliducho. Su sueldo triplica el que cobraba en la escuela y sería más propio de un alto ejecutivo que de una docente. Todo lo que ella tiene que hacer a cambio es callar y no preguntar, pero eso, a veces, la ensucia tanto que cree que las manchas quedaran ahí para siempre.
—Oye, Nagore... ¿Alguien tan mayor como para ser tu padre puede ser tu amigo?
—¿Cómo...?
—Eso, que si alguien mucho mayor que tú puede ser tu amigo o los amigos solo pueden ser niños, como yo...
—Claro que sí, la amistad no tiene nada que ver con la edad...
—Pero...
Abel calla de repente, como si se arrepintiese de opinar.
—Abel, dime, ¿qué te preocupa?
—No, eso...
—¿Yo soy tu amiga?
—Sí, claro. Como Enric.
—¿Enric?
—Mi antiguo profe se llamaba así, cuando vivíamos en Monistrol...
Nagore sabía que Abel tenía un pasado anterior a Barcelona. Ellos mismos le comunicaron, el día que la entrevistaron para el trabajo, que se acababan de mudar a la ciudad. Abel tenía seis años. Pero no sabía nada más. No saber formaba parte de su trato. Si su juramento fuera sagrado, Nagore tendría que dar por zanjado el tema, olvidarse de Monistrol y del tal Enric. Pero no podía. Volvía a sentirse sucia como cada mañana cuando se sentaba a dar clase a ese niño al que privaban de su libertad. Ella se sabía cómplice. Lo era.
—¿Vivíais en Monistrol?
—Sí, en una casa muy grande, rodeada de árboles y animales, desde la ventana veía Montserrat, ¿la has visto alguna vez?
—¿Y Enric...?
—Era como tú, me daba clases, yo era muy pequeño...
—¿Y qué recuerdos tienes? Dime.
—Nos sentábamos a ver los dibujos, a Pingu. Un día me regaló un peluche de Pingu, ¿no lo has visto? Lo tengo en mi cuarto. ¿Lo quieres ver?
—Luego, cielo. Y ¿sabes por qué os marchasteis?
—No lo sé, pasó algo, no sé qué...
—¿Algo?
—Sí, algo, no sé...
—¿Y dices que veías Montserrat desde tu ventana?
—Es preciosa, es enorme, como una piedra gigante de color azul... ¿Has estado en alguna ocasión?
—Nunca, no soy de aquí...
—¿De dónde eres?
—De Valladolid.
—¿Y eso dónde está?
—Muy lejos, en un lugar donde hace mucho frío...
—Es mamá...
—¿Qué?
De repente, el niño gira levemente su cabecilla como adoptando el mismo gesto del lobo escudriñando la oscuridad. Unos pasos resuenan por el hueco de las escaleras, esa escalera es un sin parar. Sin embargo, para Abel no se trata de unos pasos más, sino de los de su mamá.
La mamá, Isabel, entra y se da cuenta de que la rutina habitual se ha ido de paseo. Nagore y Abel siguen en el comedor envueltos en un incómodo silencio, ese que se produce cuando los secretos te obligan a callar.
—¿De qué hablabais? ¿Qué hacéis que no estáis en la habitación?
—Nos hemos entretenido, ahora vamos, ¿verdad, cielo?
Isabel se queda bajo el umbral con dos bolsas del Carrefour colgando en sus manos, sin saber qué hacer, inmóvil, intentando descifrar, entre esa atmósfera de traición que se extiende como la niebla, qué demonios estaba pasando.
—Bien... ¿No ha venido nadie?
—Ni Dios...
Nagore y Abel se encierran en la habitación del niño, la mayor de la casa, y mientras Isabel se entretiene en guardar la compra, ordenar la habitación y empezar a preparar la comida, Nagore aprovecha para presentarle las preposiciones a Abel, esas gracias a las cuales las palabras no se caen al construir las frases. Hoy esperan a Cunningham, y cuando viene Cunningham el tiempo a Isabel se le echa encima. Antes, Jordi, su marido, andaba más por casa, la ayudaba, pero Jordi, de un tiempo a esta parte, expresa sin disimulo ese mismo miedo que a ella la atenaza. Isabel está convencida de que pronto saldrá volando. Cuando las preposiciones escribían frases y narraciones tan abruptas como los pensamientos de Isabel, llega Cunningham puntual como todo gentleman inglés.
Cunningham es el médico de familia que cada mes, sin excepción, viene a examinar al niño. Inglés y elegante, cincuentón y viejo verde, no deja pasar ni una sola visita sin insinuarse a la profesora que no disimula, ni falta que le hace, el fastidio que sus bromas le causan.
Como en esa casa no existen los secretos ya que los susurros se oyen a voces, Nagore interrumpe la clase sin esperar a que la llamen.
—Por hoy ya hemos acabado, cielo.
Abre la puerta unas décimas de segundo antes de que los nudillos de Isabel rocen la puerta para llamar, se miran y se sonríen. Detrás de ella se esconde ese bulto gordo inglés, alto y grande con impecable uniforme, camisa blanca, corbata roja a rayas, americana oscura y mucho porte para tan poco hombre.
—Ya estamos...
—Hola, Nagore, tan guapa como siempre...
—Buenos días, doctor.
Cunningham la mira de arriba abajo sin disimulo, descarado, y suelta, una vez más, la típica broma de siempre, la de cada mes.
—¿Seguro que no necesitas un chequeo médico?
—No, doctor, no hará falta, como siempre... —añade Nagore mostrándose tan desagradable como puede.
Isabel apoya un brazo en su hombro cuando se cruzan y luego se encierra en el cuarto de su hijo con el médico inglés.
Nagore resopla, entra en la cocina, abre la nevera y se sirve un refresco. Su jornada laboral ya ha acabado, eso es lo único bueno que tienen las visitas del inglés. Lo malo es que, si ya le cuesta pasar esas interminables tardes sin nada que hacer, hoy que acaba una hora antes el tedio será todavía mayor. Muchas veces se ha planteado alquilar algo en Barcelona, ser más libre, poseer su propio espacio, pero los alquileres están por las nubes. Claro que con su sueldo se lo podría permitir, pero su sueldo es mucho o es poco según cómo se mire. ¿Cuánto tiempo la tendrán cómplice del secuestro? ¿Cuánto aguantará ella? A menudo se propone hacer caso al consejo de sus tíos, que viven en un pueblo de Girona y con los que pasa todos los fines de semana, de presentarse a las oposiciones para coger plaza en una escuela, por eso estudia catalán, por eso, y para llenar las tardes de los lunes, de los miércoles y de los jueves.
Isabel y Cunningham salen al comedor con una conversación que les persigue, no es nueva, pueden cambiar las palabras pero el significado es el de siempre, que todo está bien, unas palabras que se renuevan mes tras mes, como las preguntas sin respuesta, el motivo de esa obsesión que es tabú nombrarla, tan tabú como que significaría su despido inmediato, algo que esa fecha de caducidad que se aproxima le tienta encarar. Nagore necesita saber por qué ese muchacho no puede salir de casa, por qué ese examen médico puntual y automático, por qué tanta protección como para privar a tu hijo de su derecho más elemental: el de la vida. Nagore sabe que llegará el día que no conseguirá morderse más la lengua pero, mientras tanto, mientras no llegue su rebelión, lo único que consigue es criar remordimientos que crecen como un tumor maligno en su interior.
Por la tarde, cuando Nagore está en sus clases de catalán e Isabel deseando que llegue Jordi con el relevo, Abel, como un autómata, se levanta de delante del televisor y se encierra en su cuarto cuando el reloj marca las seis en punto de la tarde. Enciende el ordenador, abre la ventana del Skype, y los tonos de llamada entrante se reproducen con la misma puntualidad de siempre, «Hermann IX». Su pantalla relampaguea y esa oscura sombra de cada tarde acapara la visión de su webcam.
—Buenas tardes, Abel.
—Buenas tardes, señor.
2
Jordi trastea por la cocina con una camiseta de estar por casa y los pantalones del pijama. Es un hombre alto, pero enclenque, que anda garceando con los hombros exageradamente elevados y el cuello inclinado como el principio de una reverencia.
Nagore, pese a que es sábado y lo podría aprovechar para dormir, se levanta de la cama. Esa casa parece una caja de resonancia que capta el más leve sonido. Isabel abriendo y cerrando armarios, preparando la maleta, y un poco antes Jordi trasteando por el comedor y por la cocina, borran ese silencio tan necesario para descansar. Los sábados, normalmente, Nagore ya estaría donde sus tíos, en un pueblecito de la Selva bañado por el río Ter, la Cellera, pero esta noche Nagore tiene una cita. No es nada serio, un chico simpático que conoció en clases de catalán al que le dijo, no sabe muy bien por qué, que sí, que vale, a lo de ir a tomar algo. Nagore no recuerda la última vez que estuvo con alguien y ya va tocando, se dice, aunque el tal Eduardo no es que le levante ni pasiones ni deseos, más allá de servirle de excusa para romper con su rutina. Eduardo es simpático y gracioso pero de no ser porque a ella le cuesta horrores decir que no, nunca hubieran quedado. Nagore no deja de plantearse lo de mandarle un mensaje con cualquier excusa y dejarlo correr. Además ese fin de semana le toca quedarse a Jordi. Cada fin de semana se turnan. Uno Jordi, el otro Isabel, pero Abel siempre se queda en casa como un prisionero al que tienen que vigilar.
Durante los cuatro años que lleva en esa casa, nunca, bajo ningún motivo, han salido los dos a la vez. Ni para ir a cenar. Una vez les propuso que ella se quedaría con el niño, que salieran los dos, que eso es bueno y necesario para las parejas, que Abel y ella, a solas, se lo pasarían la mar de bien todo el fin de semana. Pero ellos no llegaron ni a tomarlo en consideración, no se fiaban y de hecho habían hecho bien, porque, fuera cual fuera el motivo por el cual el niño no podía salir a la calle, ella planeaba sacarlo a que le diera el aire y a que viera el mundo con sus propios ojos por primera vez. Llevarlo al zoo, a comer fuera, a pasear por las calles, a tomar un helado, al cine... Mostrarle que más allá de su prisión la vida iba pasando y regalarle una mañana que no pudiera olvidar.
Isabel y Jordi formaban una peculiar pareja, nunca se mostraban con el típico cariño de los que comparten su vida. Alguna noche, muy de vez en cuando, hacían chirriar el somier. Eso sí. Pero muy de vez en cuando. Isabel era de las de chillar y por eso a Nagore le parecía extraño que se le escapara alguna muesca en el marcador. A la mañana siguiente de hacer eso se mostraban más simpáticos y próximos, aunque el efecto siempre era pasajero. Abel se interponía entre ellos, más que Abel, su secreto.
Nagore tiene que pasar el fin de semana a solas con Jordi, que apenas le ha dirigido cuatro frases seguidas en todos estos años, a cambio de salir a cenar con alguien que ni le gusta ni le apetece demasiado. No, Nagore se inventará una excusa y se irá a ver a sus tíos como cada fin de semana, aún tiene tiempo de coger el autobús de Girona que sale a las diez y si no pues el Ave, y que la vayan a recoger a la estación. Total, de la Cellera a Girona en coche se llega en un santiamén.
Jordi, que se acaba de preparar un par de tostadas, se sienta a la mesita de la cocina cuando advierte que bajo el quicio de la puerta Nagore lo está observando.
—¿Quieres una? —le dice ofreciéndole el plato.
Cuando Nagore mira esos ojos, oscuros y cansados, y ese rostro por afeitar, despeinado y con las pintas típicas del que se acaba de levantar sin ni quitarse las legañas, le entran todas las prisas de repente.
—No, gracias... ¿hay café? Ya tomaré algo en la estación.
—Sí, la cafetera está llena y recién hecho. Isabel me había dicho que te quedabas... ¿Cambio de planes?
—Ya, un contratiempo, tenía que salir pero me han dejado tirada.
Jordi se la queda mirando como esperando que la inspiración le regale una frase brillante. Cuando Isabel avanza hacia ellos, con sus tejanos ajustados, su melena pelirroja al viento, una camisa de tirantes negra y una rebeca de punto amarilla sobre los hombros, Jordi encuentra esa frase que andaba buscando: que para dejar tirado a un bombón es necesario estar loco de remate. Pero Isabel ahí, entrando en la cocina, saludando y sirviéndose café se convierte en un repentino estorbo para pasar a la acción.
—Así que por fin hemos encontrado novio, ¿eh? —pregunta Isabel de manera mecánica, mientras se sirve un vaso de café y mete un par de rebanadas de pan de molde en la tostadora.
—No, qué va, solo es un amigo y al final no vamos a quedar...
—Vaya, lo siento...
—No te preocupes, ya te he dicho que no era nada importante.
—Y entonces, ¿qué vas a hacer? ¿Te quedas?
—No, miraré si pillo el bus y si no con Ave.
—Creerás que somos una pareja muy extraña, ¿verdad?
—Cada cual es como es.
—Queremos mucho a Abel, sé que cuesta entenderlo...
—Déjalo ya, Isa —Jordi se entromete—, ella ya lo sabe, no tenemos por qué darle ninguna explicación, ese era el trato.
Nagore prefiere no tirar del hilillo del diálogo y de un largo y sonoro sorbo se acaba el café.
—Voy a asomarme a su habitación, es extraño que aún no se haya levantado.
Nagore aguanta unos segundos de cortesía por si sus palabras provocan cualquier comentario y, casi de puntillas, para no despertarlo, entreabre la hoja de la puerta lo justo para enfocar una cama con las sábanas revueltas y vacía. Nagore entra divertida, creyéndose la víctima de un juego, que Abel, escondido por algún rincón, planea darle un susto de muerte. Pero Abel ni se esconde detrás de la puerta, ni debajo de la cama, ni dentro del armario. Entonces Nagore sonríe y se calma. En el baño, claro. Se acerca a la puerta, golpea con los nudillos: una, dos, tres veces...
—¿Hay alguien? ¿Abel?
El cuarto de aseo está vacío. Isabel se ha acercado a ver qué es lo que está pasando.
—¿Qué ocurre?
—No lo sé... ¿Dónde está Abel?
—¿Cómo que dónde está?
—No lo encuentro en su habitación, pensaba que estaría en el baño...
—Estará escondido. —Isabel sonríe como para quitarle importancia—. Ya verás, vamos a mirar bien.
Mientras buscan por la habitación del muchacho, Jordi se queda debajo del marco de la puerta unos pasos más atrás. Isabel se agacha bajo la cama y Nagore vuelve a revisar el armario, corriendo las perchas de una en una como si buscara una aguja en un pajar.
—¡Aquí no está! —exclama la profesora con voz de alarma.
Jordi, que por fin admite que está pasando algo, entra decidido a revisar la ventana. Los barrotes de su prisión están fijos, como siempre. Sin saber por qué mira abajo, a la calle.
—¡Abeeeeeeeel! —llama Nagore desesperada—. ¡No tiene la menor gracia, sal ahora mismo, joder!
Isabel, que tiene la maleta a punto en un rincón del comedor, no sabe qué hacer. Parada delante de la mesa, revisa el diminuto espacio del salón pensando dónde coño puede esconderse un niño canijo de diez años. Sus ojos se detienen al llegar a la cerradura de la puerta de la calle. Las dos rengleras de cilindros metálicos, esos que van en sus respectivos encajes después de girar las dos vueltas de llave del cerrojo, cosa que hacen siempre antes de acostarse, están escondidas dentro del cuadro de la cerradura. La cadenita de seguridad tampoco está en su sitio.
—¡Jordi! ¿Has salido esta mañana?
Jordi corre hasta la puerta imaginándose lo peor. Abre y baja atropelladamente la escalera, sale a la calle, corre hacia una esquina, luego hacia la otra y vuelve. Isabel y Nagore se asoman en el diminuto balcón que da a la calle desde el comedor, observándolo.
—¡Ha desaparecido! ¡Yo me largo! —grita Jordi al entrar en casa, cerrándose en su habitación y poniéndose a hacer las maletas como un poseso.
—¿Cómo que te largas? ¡Hay que llamar a los mossos, por Dios! —exclama Nagore persiguiéndolo por los rincones y sin entender nada.
Entonces Nagore oye unos pasos que resuenan estrepitosamente sobre los peldaños de la escalera. Sonríe al pensar que es Abel que vuelve, pero no, los pasos no vienen sino que van, llevándose a Isabel sin dejar rastro. Corre detrás de ella con el tiempo justo de ver cómo sube a un taxi en el paseo marítimo, a la vuelta de la esquina. Como el conductor se distrae antes de incorporarse a la circulación, Nagore llega a golpear con sus nudillos la ventanilla, Isabel se gira un instante para dedicarle un gesto de horror y un déjalo que lee en sus labios. El coche arranca y ella comprende de repente lo estúpida que ha sido, que el niño estaba secuestrado y que ha sido cómplice durante todo ese tiempo, que eso lo explica todo. Pero ¿dónde está Abel? ¿Ha huido? Lo conoce lo suficiente para asegurar que no, que eso es imposible, que si Abel planeara su huida ella lo hubiera sabido. Corre a casa a ver si aún está a tiempo de retener a Jordi y obligarle a contar la verdad. Se encuentran en el rellano de la entrada del bloque comunitario.
—¡Jordi!
Pero Jordi no le hace ni caso, la aparta violentamente empujándola contra los buzones y Nagore solo tiene tiempo de retener su imagen unos instantes antes de perderle de vista para siempre.
Un extraño temblor se apodera de ella súbitamente, un mareo que la asfixia y le exige calma. Necesita ayuda, eso es lo único que tiene claro.
Sube los peldaños, por suerte siempre lleva las llaves encima y puede volver a entrar. El escenario que se encuentra dentro es dantesco, como si una banda de rateros acabaran de actuar. Cajones abiertos y desparramados, ropa por el suelo, armarios vacíos, algo se ha roto con el ajetreo y el comedor está lleno de pequeños cristales azules, papeles esparcidos, bolsas de plástico tiradas... Nagore intenta serenarse y recapacitar. Entra en su habitación, todo está en su sitio. Su móvil, sobre la mesita, recargando la batería, emite reflejos de luz advirtiendo que ya ha llegado al límite de su carga. Suspira para tranquilizarse y luego marca el 012.
Las sirenas irrumpiendo en la calle Maquinista no tardan ni cinco minutos en aparecer. Durante ese tiempo, Nagore, sin pensar en que al hacerlo tal vez obstruía la investigación, aprovecha para recoger un poco, solo un poco. No le da tiempo para más.
—¡Aquí! ¡Aquí! —grita desde el rellano al advertir las carreras de los agentes subiendo los peldaños.
Un agente con la barba dura y azulada, resoplando por el esfuerzo, se planta en el rellano, delante de ella. Su compañero le sigue solo un paso más atrás. Casi llegan al mismo tiempo.
—¿Qué ocurre?
Nagore se aparta para facilitarles la entrada al tiempo que exclama:
—Ha desaparecido un niño...
El agente que venía detrás, algo más joven, y mucho más alto, inspecciona el diminuto apartamento abriendo y cerrando puertas. El otro, mientras, la interroga.
—¿Es usted su madre?
—No, yo solo le doy clases, soy su profesora...
—¿Cuándo y cómo ha desparecido?
—No sé, esta mañana no estaba en su cama...
—¿Anoche salió?
—No, es un niño de diez años...
—¿Pero salió? ¿Le vio alguien meterse en la cama? ¿Dónde están sus padres?
Nagore se toma unos segundos antes de responder, necesita procesar la extraña información que se dispone a compartir.
—Sus padres acaban de huir...
El otro agente, que se acaba de incorporar al diálogo, iba a preguntar sobre el porqué del desorden cuando le sorprende la afirmación de Nagore.
—¿Cómo que acaban de huir?
El más bajo de los agentes, el de la barba azulada, lo mira como esperando su opinión pero Nagore se le anticipa:
—No lo sé, no entiendo nada, esta mañana hemos empezado a buscarle pensando que solo era un juego, pero cuando Isabel, su madre, se ha dado cuenta de que la puerta no estaba cerrada con llave y que Abel había desaparecido se han puesto muy nerviosos...
—¿Todo esto lo han provocado ellos? —interrumpe el agente alto refiriéndose al desorden—. ¿Sus padres?
Entonces advierten que la otra puerta del rellano se entreabre lo justo para poder cotillear. El agente de la barba azulada se acerca y la puerta se cierra como la concha de una almeja.
—¡Mossos, abra la puerta!
Una mujer algo mayor, en bata, abre al instante visiblemente asustada.
—Yo no he hecho nada... —se defiende ella, atemorizada.
—¿Usted vive aquí, señora?
—De toda la vida, agente... ¿Qué ha pasado?
—¿Ha visto por casualidad a un niño, al de sus vecinos, en las últimas horas?
—¿Un niño?
Nagore y el otro agente observan la escena desde el umbral de la puerta. Cuando la mujer la reconoce la saluda.
—Nagore, guapa, ¿qué dicen de un niño?
—El hijo de sus vecinos, Abel, ¿verdad?, ¿lo ha visto recientemente? —insiste el agente.
—Perdone pero ahí no vive ningún niño. ¿No se lo has dicho, guapa? —responde ella dirigiéndose a Nagore en vez de al policía.
—Perdone, disculpe las molestias... ¿Vive alguien más con usted?
—Sí, mi hijo.
—¿Se encuentra en casa?
—Está durmiendo.
—Pues haga el favor de despertarlo.
—Es que él trabaja de noche y necesita descansar.
—Señora, es una emergencia, despiértelo...
—Se va a enfadar...
—Ya hablaremos nosotros con él, no sufra.
La mujer, no muy convencida, ajusta la puerta y se va por el pasillo arrastrando los pasos con desgana. El agente más alto vuelve a la carga con Nagore.
—A ver si lo entiendo, ¿puede describirnos un poco al niño?, o mejor, ¿tiene alguna fotografía?
Nagore niega con la cabeza.
—No me permiten que le saque fotos, nunca nadie le saca fotos.
—¿Qué edad ha dicho que tiene el muchacho?, ¿diez años? —prorrumpe el otro agente—. Y ¿no tiene ninguna foto?
—A ver —el agente alto intenta reordenar los hechos—, usted ha llegado esta mañana para darle clase y entonces es cuando se ha dado cuenta de que el niño no estaba, ¿cierto?
—No, yo vivo con ellos...
Nagore no puede acabar su exposición porque desde el otro lado del rellano les llega la voz ronca del vecino.
—¿Qué ocurre?
El agente de la barba azulada se le acerca.
—Perdone que le molestemos, estamos investigando la desaparición del hijo de sus vecinos.
El hombre niega con un ademán cansado y le interrumpe dedicando un gesto al otro portal.
—Ahí no vive ningún niño.
La mujer mayor, celebrando que su hijo la acredite delante de las autoridades, exclama con júbilo:
—¿Lo veis?
—¿No puede ser que no hubieran coincidido nunca?
—Estas casas son pequeñas, el vecindario, la calle, todo... Créame, me paso horas asomado al balcón, fumando, mi madre no me deja hacerlo en casa. A ellos los veo salir y entrar, pero nunca con un niño.
—¿Conoce a esta señorita? —pregunta el agente señalando a la profesora.
—Sí, claro, nos encontramos por la escalera y por la calle, pero no sé ni su nombre...
—¿Y quién más vive ahí?
—Otra mujer, algo mayor que ella, pelirroja, y un hombre que sale muy temprano todas las mañanas, creo recordar que se llama Jordi.
—¿Nunca han visto ni oído a un niño?
—No, se lo puedo asegurar, viven solos, los tres. Yo no me meto, si quieren vivir así son libres de hacer lo que quieran, todo el mundo es libre de hacer lo que quiera.
—Muchas gracias, no le vamos a molestar más.
El hombre se apresura a cerrar la puerta y entre Nagore y los agentes se crea un silencio tenso, el silencio que siempre envuelve a la desconfianza.
