Un año y un día

Alena KH

Fragmento

Creditos

1.ª edición: abril, 2017

© Alena KH, 2017

© Ediciones B, S. A., 2017

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

ISBN DIGITAL: 978-84-9069-702-3

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Contenido

Contenido

Portadilla

Créditos

 

Introducción

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Epílogo

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INTRODUCCIÓN

Los aeropuertos me provocan sentimientos extraños. Los adoro y los odio a la vez. No conozco un lugar más cruel que un aeropuerto, capaz de reunir la tristeza y la alegría en un mismo espacio, de destrozar una vida, de hacerte creer que lo bueno está por llegar, de arroparte por un momento para luego dejarte completamente solo. Ahí dentro respiras la soledad a pesar de estar rodeado de gente.

Los aeropuertos me dan miedo. Nunca sé qué esperar de ellos.

No me gusta irme. Odio despedirme de la gente, del lugar, de los recuerdos. La mayoría de gente adora viajar y tener experiencias nuevas. Yo nunca viajo por placer. Viajo por necesidad de descubrir el placer, pero el viaje en sí, con todos sus ingredientes, me agota. Me hace dudar de lo que hago. Me hace preguntarme «¿para qué?». Quizá todo se debe a los viajes que me cambiaron la vida. Cada vez que entro a un aeropuerto para irme, me da pánico: ¿y si vuelv­o distinta?

Sé que los viajes enriquecen. Pero es una moneda de doble cara. Para que algo te enriquezca, primero tienes que romper con todo en lo que creías y, como lo llaman, abrir la mente. Y eso duele. Primero te rompen los esquemas y luego tienes que cicatrizarlos y sonreír cual imbécil, agradeciendo el maltrato. Que sí, más tarde te das cuenta de que ha valido la pena. Pero el dolor no te lo quita nadie.

No me gusta acompañar a alguien al aeropuerto para que se vaya. ¿Qué gracia le encontráis a despedirse de alguien querido? La gente se va y tienes que arrancarles de tu vida. Por dos semanas o por un año, da igual. No me hace gracia. En serio.

Curiosamente, tampoco me ilusiona ir a buscar a alguien que llega, porque siempre pienso que ese alguien, que tant­o me importa, no debería estar tan lejos. Cada vez que me encuentro entre esa multitud de gente que desea ver a sus seres queridos cansados y puteados por el vuelo, me enfado. Tengo mucho miedo a ese momento en el que tu amigo (amante, novio, familiar, colega) aparece cargado de equipaje y responde con un hola a tu sonrisa y tu abrazo. Y luego te dice «Ayúdame con las bolsas, anda». A mí me destroza. No lo soporto.

Pero hoy lo vivo diferente. Estoy disfrutando de irme. De desaparecer. Sin testigos, sin lágrimas, sin miedo. Irme con un billete de ida y sin plantearme qué será de mi vida. Lo hice una vez, abandonando Bielorrusia. Y lo estoy haciendo ahora, dejando atrás algo que no tiene nombre. Hoy hace un año y un día desde que he tomado la decisión que ha cambiado mi vida para siempre.

Vomito en la papelera.

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1

«Me gustaría follarte», pone el mensaje.

Yo lo miro, perpleja. Me abraza mientras bloquea el móvil. Mi cara, consternada y asombrada a la vez, cambia de expresión en cada segundo. La suya no expresa nada en absoluto. Vuelve a mirar la pantalla, guarda el móvil en el bolsillo, me da un beso en la mejilla y sigue bailando como si nada.

Yo estoy un poco borracha y no doy crédito. Tengo dos opciones: preguntarle por qué esa tal Lola, que sospecho que se trata de su amiga fotógrafa, le envía semejante mensaje, o callarme y hacerle la misma pregunta mañana, durante nuestro típico desayuno de los domingos con tostadas, fruta e Ibuprofeno. Sí, quizás eso sería lo más sensato. Se servirá un café con leche, pondrá en marcha la radio, se sentará en una de las sillas altas de madera, vestido con su kimono azul, se quejará de la jaqueca, me guiñará un ojo, encenderá su iPad para leer las últimas noticias y yo, de repente, le preguntaré algo así como: «Oye, cariño, ¿por qué Lola te quiere follar?» Seguro que se quedará a cuadros. Y, dependiendo de su reacción inicial, sabré si tengo que preocuparme.

Sí, eso haré.

Estamos en un evento. Hoy en día a cualquier cosa lo llaman «evento». Yo antes odiaba ese tipo de saraos, pero ahora me encantan. Siempre hay una buena comida, un buen champán y gente falsa. La gente falsa me divierte. Se esfuerzan mucho en parecer elegantes e importantes, pero una vez se emborrachan, se les va de las manos. Cuando eso sucede, me siento en una esquina y me dedico a observar cómo intentan mantener la compostura. Les dura una media hora, porque luego se retiran para ir al baño, se meten un par de rayas y vuelven dispuestos a bebérselo todo, y esa parte ya no me hace tanta gracia. La gente colocada no me parece divertida, me aburre. Yo nunca me he drogado y a veces no tengo muy claro si me dan asco o, en el fondo, les envidio. Les tengo pánico a las drogas.

Hay eventos aburridos y los hay que tienen chicha. En el de hoy en concreto hay dos incidentes a destacar.

El primero es tan tópico que provoca arcadas. La mujer del jefe de una agencia de publicidad ha pillado a su marido en el baño con su secretaria (¿por qué los tíos la cagan de una manera tan típica?). Ella entró en los lavabos y salió al cabo de dos segundos, se marchó deprisa y él corrió detrás de ella. Medio minuto después apareció la secretaria con la blusa desabrochada. Muy manidas: la escena y la secretaria.

Por otro lado, había una polémica presentadora de la tele. Tambaleando, se acercó a la mesa de los cupcakes. Los fue cogiendo, uno por uno, lamiendo la nata de cada magdalena y tirando el resto de bizcocho por debajo de las mesas. Un amigo suyo le preguntó si le importaba no hacer el ridículo (soy muy buena leyendo los labios) y ella le dio una bofetada. Desaparecieron de la fiesta sin que me diese cuenta.

Me levanto a por otra copa y la veo. Lola está en la pista de baile. ¡Lola está en el evento! Me pongo nerviosa y busco desesperadamente a Max. Lo encuentro en la barra con su mejor amigo, David, hablando de la última campaña de una marca de yogur. Les interrumpo con una broma graciosa y, mientras se ríen, le digo: «Acabo de ver a tu amiga Lola.» Lo miro fijamente. Se sorprende y me parece honesto. Me pregunta:

—¿Pero tú de qué conoces a Lola?

—Me has hablado mucho de ella. Todavía no eres tan viejo como para que te falle la memoria. —Le guiño un ojo. Siempre lo hago para quitarle hierro al asunto. Un día lo ensayé delante del espejo, después de que un amigo me dijera que más que un guiño lo mío era una mueca de dolor. Ahora me sale mejor.

—Pero no la has visto nunca, ¿cómo sabes que es ella?

—Me la enseñaste en las fotos de un evento, ¿no te acuerdas? —Vuelvo a guiñarle un ojo. Luego me doy cuenta de que no es creíble y le meto mano. Cuando le meto mano, se olvida de todo.

Ha funcionado y se lo ha tragado. Me da un beso y cambia de tema. Sin embargo, unos instantes después me mira y me pregunta:

—¿Dónde la has visto?

Le digo que, si no me equivoco, Lola está en la pista de baile. Subrayo que no estoy muy convencida de que sea ella, aunque en realidad sí lo estoy, conozco su Instagram de memoria. Me arrastra hasta allí y me dice que quiere presentármela. «Es mi amiga desde que empecé en el mundo de la publi. Es genial, ya verás. Es una profesional de la hostia, muy maja, además. Madre de dos niños preciosos, una fotógrafa reconocida y una tía increíble. Tienes que conocerla.»

Voy detrás de él. Me acuerdo del mensaje. Noto cómo se me nubla la vista, he bebido demasiado. Cojo aire y lo suelto poco a poco. Parece que funciona. Abro mucho la boca y la cierro. Es un truco que aprendí en una sesión de fotos: hay que abrir mucho la boca durante unos segundos y luego cerrarla, dicen que así se relaja la mandíbula y la sonrisa parece más sincera.

Lola nos saluda desde lejos. Le da dos besos a Max y me dice que está muy feliz de conocerme por fin. También dice que Max le ha hablado mucho de mí, de que tengo talento y de lo increíble que soy. Intento estar atenta a sus gestos, a si son sinceros, a sus miradas a Max. Pero Lola se comporta muy natural. A pesar del mensaje, me cae bien. Me parece una buena chica.

Me pregunta a qué me dedico. Nunca sé qué responder a eso. Yo trabajo en una inmobiliaria, pero no sé por qué me avergüenzo de decirlo en voz alta. Me considero escritora, pero todavía no había escrito ningún libro, así que a los ojos de los demás soy una aspirante a escritora que está con un tío que dirige una agencia de publicidad de la leche. Y soy rusa. No sé, me da algo de coraje.

Max no deja que responda y le dice que soy escritora. Antes de que nos pregunte sobre qué escribo, me «defiende» con un «Está terminando su primer libro. ¿Verdad, cariño?». Eso es cierto, así que le doy la razón. Lola exclama «wow!» y yo me hincho de orgullo. Más tarde me siento idiota por alegrarme por sus halagos y pongo la espalda recta: es un gesto que hace que me sienta más segura de mí misma.

Observo a Lola: melena larga y oscura, cejas finas, ojos negros, dientes perfectos y pómulos marcados. Tiene ese físico que provoca rechazo y fascinación a la vez. Yo siento ambas cosas hacia ella, con la misma intensidad.

Lola me abraza mucho y nos suplica que quedemos un día en un ambiente más tranquilo, que le gustaría venir con su marido y los niños y que seguro que me encantarán. Le digo que sí, que claro, que los niños son una monada. Me mira y se ríe: «No te hacen mucha gracia los niños, ¿eh?» Sonrío, avergonzada. Max le responde algo así como «No tiene mucho instinto maternal». Luego añade algo sobre que soy rusa y que soy una princesa de hielo. Nos reímos todos, aunque yo no tenga muy claro dónde está la gracia. Lola se pone de mi lado y le dice a Max: «Hoy en día lo normal es no tener hijos.» Me abraza de nuevo y me susurra al oído: «Te encantarán porque son rusos. Los adopté hace un año. Son entrañables, de veras.»

De repente la adoro. Quizás es la quinta copa que me estoy tomando o puede que el sentimiento de culpa que tengo por odiarla por un momento tenga algo que ver. Sé lo mal que lo pasan los niños en los orfanatos rusos y lo difícil que es adoptarlos. Puede que haya estado años esperando que le dieran permiso. Lola no puede ser mala, Lola adoptó a dos niños rusos, ni más ni menos.

Siento vergüenza: ¿cómo he podido pensar que el mensaje en el móvil de Max era de ella? Seguramente se trataba de otra Lola. De acuerdo, no puedo sentirme aliviada del todo, es ridículo, pero mi rabia desaparece.

En unas horas ya no estoy segura de haber visto ese mensaje. Había bebido mucho, podría haberme confundido. Le pido el móvil a Max «porque el mío no tiene batería y tengo que llamar urgentemente a mi madre». Me lo da sin reparo. Entro en los mensajes. Hay uno de una tal Lola. Pone «Me gustaría follarte».

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2

Max y yo nos conocimos de una forma curiosa según mi madre, aburrida según mi primo de veinte años y algo romántica según mis amigas solteras que sueñan con una historia rocambolesca que contar a sus hijos el día que los tengan.

Fue a través de una app de ligue. Él buscaba una relación porque estaba harto de estar solo. Yo no estaba buscando ninguna porque no tenía ganas de tener pareja. Mi mejor amiga me hizo un perfil sin mi permiso porque consideraba «que si yo seguía en el mercado, qué esperanzas tendrían el resto de mujeres». Era su peculiar manera de halagarme y de ayudar a las demás solteras. Bet nunca dice ni hace cosas cuando toca decirlas o hacerlas, ese es su encanto particular.

Así que un día me llamó, emocionada, para comunicarme que yo había quedado con un publicista guapo e interesante. Me soltó: «Tómate una copa de vino antes de la cita, así al menos parecerás algo divertida», y me colgó. Minutos después yo recibía un WhatsApp suyo: «Bar Marmalade a las 23 h. Te esperará en la puerta. Te mando su foto.» Me envió la foto y puso: «Por cierto, os habéis conocido a través de una app, ya te explicaré.» Y se desconectó.

Yo no iba a ir a ningún lado; sin embargo, me quedé mirando la foto del publicista durante un buen rato. No me gustaba físicamente, pero tenía los ojos azules. Me resulta imposible decirle «no» a alguien con ojos azules. Tal vez por eso nunca me negaba algo a mí misma.

A las nueve de la noche me hice la manicura y un té. A las nueve y media preparé mi bolsa de viaje: al día siguiente me iba a Madrid a ver una amiga. A las diez me tomé una copa de vino leyendo un libro. «A pequeñas causas, grandes efectos»: así finalizaba el capítulo. Al terminar la copa, me puse pensativa, me arreglé, me miré en el espejo y sonreí. Pensé que no podía desaprovechar mi simpatía temporal, y salí de casa.

A

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