Por designio divino

Esperanza Riscart

Fragmento

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PRÓLOGO

—Podríamos habernos citado en Alaska; llevo tanto tiempo en compañía del viento, la nieve y los animales que aquí me va a estallar la cabeza —protestaba Jofiel mientras observaba desde la ventana acristalada el movimiento de la ciudad bulliciosa de Sidney al mediodía—. Ya no estoy acostumbrado al ajetreo de las grandes ciudades.

—Esta es la última reunión antes de dar comienzo al despliegue de nuestras fuerzas y, en estos cien años, nunca nos habíamos reunido en Australia. Estarás a gusto viviendo en este país, Zadquiel —afirmó Rafael, quien llegaba de Hong Kong donde supervisaba la construcción de un hospital—. Creo que he perdido en el cambio; Oriente es demasiado populosa, aunque conserve sus selvas esmeralda, frondosas y solitarias, también son bastante insalubres para pasar largas temporadas allí; mis huesos no soportan tanta humedad.

—Te lo advertí, Rafael; deberías haber elegido una zona más apacible para vivir —Miguel mostró una sonrisa sincera y permaneció absorto durante unos segundos contemplando el mismo paisaje que Jofiel—. En mi opinión, Australia es el mejor continente que he conocido desde que llegamos a la Tierra. La variedad de paisajes es inmensa aunque sea el territorio más pequeño de la repartición. Ha merecido la pena conocerlo; quizás por ser el menos antiguo en costumbres, tradiciones y edificios, las criaturas no están sometidas a tantos prejuicios sociales, raciales o religiosos, gracias a la mezcla que existe entre ellas. Aquí viven seres humanos de todas partes del planeta. ¿Cómo estás en Barcelona, Gabriel?

—No me acostumbro ni a la ciudad ni a las personas —respondió serio. Gabriel no se sentía cómodo en la Tierra y, desde el principio, se mostraba reacio a la misión que le habían encomendado—. Me ofrecí voluntario para permanecer todo este periodo en Alaska o en las exiguas selvas del Amazonas; no me gusta ni la presencia ni el contacto con las criaturas terrenales. Estaba mejor junto a los pingüinos; era incomparable. —Miguel, Rafael, Samuel, Jofiel, Zadquiel y Uriel rieron ante la desesperación que siempre solía demostrar Gabriel. Después de casi cien años, aún no había conseguido soportar ni comprender a los humanos—. Lo único bueno es que puedo navegar por el Mediterráneo y subir a la montaña. He estado un par de veces en la casa del Pirineo, en el Valle de Arán; ¿la recordáis? —Todos asintieron complacidos al rememorar algunas jornadas que pasaron reunidos allí disfrutando de paisajes de gran belleza.

—No te quejes, Gabriel —lo animó Miguel—, te adueñaste de esa cabaña; has sabido elegir. Yo llevo la peor parte. Si te movieras en el mundo de las finanzas acabarías por odiar a los humanos; las riquezas las reparten de un modo tan desigual, no solo entre distintos continentes, en cualquier ciudad; en el mismo Londres encuentras a un mendigo y a los pocos metros te cruzas con uno de los hombres más ricos del planeta. Nuestras huestes estarán pronto entre nosotros y comenzaremos los cambios —añadió con un matiz de nostalgia en su voz—. Este mundo es una auténtica locura que debemos intentar mejorar.

Los siete guardaron silencio durante unos segundos con la mente puesta en la situación por la que pasaba la Tierra y todas sus criaturas.

—Llevamos un mes sin vernos. ¿Habéis recibido las últimas órdenes del Jefe? —preguntó Uriel preocupado—. ¿Gabriel? El cambio en los seres humanos es urgente.

—Está decidido —respondió el aludido—. Las tropas están dispuestas, a la espera de nuestros últimos informes dentro de tres meses. Según nuestro Padre, la invasión es inminente. No entiendo que no pierda la fe en estas insolentes y desagradecidas criaturas. Su mundo es precioso y lo están destruyendo sin piedad. —Torció un gesto de apatía—. ¿Acaso no se dan cuenta de que están preparando su propia destrucción?

—Acostúmbrate, Gabriel. Este continuará siendo nuestro hogar durante un buen tiempo —afirmó Miguel, el más veterano en asuntos humanos y jefe militar del grupo—. ¿Por qué te cuesta acostumbrarte a la vida en la Tierra?

—El planeta sí me gusta. Pero ¿cómo dirigiremos a tantas criaturas? ¿Pensáis, después de lo que hemos visto, que se someterán a los cambios que les propongamos?

—Será por su bien, Gabriel y esperemos que se muestren sensatos de una vez —contestó Jofiel—. Hay que recuperar la Tierra; nuestro Padre se ha propuesto ofrecerles otra oportunidad a los humanos y nosotros no debemos juzgar si son dignos de merecerla o no.

—No sé si lo entenderán —protestó enojado—. Estas criaturas son crueles, egoístas y soberbias. No se merecen un planeta tan hermoso como este. Los seres humanos, en menos de un siglo, parecen dispuestos a acabar con él. ¿Cuánto ha cambiado la Tierra desde su creación hasta nuestros días? ¿Lo recordáis? —Permanecieron reflexivos mientras Gabriel hablaba—. La fuerza de la selva del Amazonas; la belleza salvaje de África; los grandes bosques de América y la variedad de Australia; ¿y Asia Oriental? ¿Cómo han podido construir esas ciudades monstruosas, como Shanghái, Hong Kong, Pekín o Tokio, en lugares tan hermosos, arrasando una naturaleza que hubiera actuado como su mejor amiga y aliada? —Miró al suelo con un gesto de incomprensión en su rostro—. No creo que podamos convivir junto a las criaturas; demasiado salvajes para nosotros; tienen demasiados prejuicios entre ellos mismos. Nunca encontraremos aliados que nos ayuden. Nunca comprenderán.

—No seas tan pesimista, Gabriel —le exigió Uriel—. No les quedará más remedio que cambiar su modo de vida. Iremos introduciendo las medidas poco a poco, enseñándoles, guiándolos; nuestras decisiones resultarán beneficiosas para ellos.

—Si se tratan con tanta intolerancia entre ellos, ¿crees que acatarán un nuevo orden de manera diferente? —Negó con la cabeza—. Estoy seguro; jamás aceptarán desprenderse de esa ambición de riqueza y poder; es lo único que les interesa.

—Mientras no logremos el cambio, este será también nuestro hogar; no tenemos otra alternativa. Es decisión Suprema y lucharemos incansables hasta conseguirlo, como siempre hemos hecho ante cualquier misión. Si frenamos la destrucción a la que las criaturas están sometiendo a la Tierra, les ofreceremos unas condiciones de vida inmejorables y la segunda oportunidad que nuestro Padre les brinda. Los siete tenemos claro nuestro cometido. Trabajaremos junto a sus científicos porque estamos mejor preparados que ellos y nuestros conocimientos son superiores.

—No será fácil, no consentirán. Su intolerancia y su desconfianza entre ellos parecen ilimitadas. Cuando se produzca la invasión me iré a vivir a Alaska. Allí no tengo por qué relacionarme con ninguna de esas criaturas salvajes —decidió Gabriel demostrando el pesimismo que le transmitían los seres humanos—, y aún tiene mucho por explorar. No quiero que me vuelva a ocurrir ningún incidente más en el que tenga que usar la violencia.

—Recordad siempre que debemos controlar nuestros poderes —intervino Miguel con determinación—; no pretendemos llamar la atención de las criaturas y menos aún que piensen que somos peligrosos. Entablar una guerra contra ellos sería bastante nocivo para todos y para este precioso planeta; los seres humanos no son nuestros enemigos. Y e

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