Por amor a la física

Warren Goldstein
Walter Lewin

Fragmento

Introducción

Introducción

Delgado y de casi metro noventa, con lo que parece ser una camisa de trabajo azul remangada hasta los codos, pantalones de dril de color caqui, sandalias y calcetines blancos, el profesor se mueve a grandes zancadas de un lado a otro de la tarima en la sala de conferencias declamando, gesticulando, parándose de vez en cuando para hacer énfasis en algún punto, entre una larga hilera de pizarras y una mesa de laboratorio que le llega por los muslos. Cuatrocientas sillas se elevan frente a él, ocupadas por estudiantes que se remueven en sus asientos pero mantienen la mirada fija en el profesor, que da la impresión de que apenas consigue contener la poderosa energía que recorre su cuerpo. Con su frente despejada, su mata de pelo gris alborotado, sus gafas y el deje de un acento europeo no identificable, recuerda al Doc Brown que interpretaba Christopher Lloyd en la película Regreso al futuro, el científico-inventor vehemente, visionario y un poco loco.

Pero no estamos en el garaje de Doc Brown, sino en el Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT), la universidad de ciencia e ingeniería más importante de Estados Unidos, quizá incluso de todo el mundo, y dando clase en la pizarra está el profesor Walter H. G. Lewin. Detiene sus pasos y se vuelve hacia la clase: «Algo muy importante a la hora de hacer mediciones, que olvidan siempre todos los libros de texto universitarios de física —despliega los brazos, abriendo los dedos— es la imprecisión en vuestras mediciones». Hace una pausa, da un paso, dejándoles tiempo para pensar, y se para de nuevo: «Cualquier medida que toméis sin saber cuál es su imprecisión carece de significado». Sus manos vuelan, cortando el aire para hacer énfasis en ello. Otra pausa.

«Lo repito. Quiero que lo oigáis esta noche a las tres de la madrugada cuando os despertéis.» Aprieta los dedos índice contra las sienes, haciéndolos girar como si se taladrase el cerebro. «Cualquier medición que hagáis sin conocer su imprecisión carece por completo de significado.» Los estudiantes lo observan con atención, completamente embelesados.

Solo llevamos once minutos de la primera clase de Física 8.01, el curso universitario de introducción a la física más famoso del mundo.

En diciembre de 2007 apareció en la portada del New York Times un artículo que calificaba a Walter Lewin como «estrella de la red» del MIT, en el que se hablaba de sus clases de física, disponibles en el sitio web OpenCourseWare* del MIT, así como en YouTube, iTunes U y Academic Earth. Las de Lewin fueron unas de las primeras clases que el MIT colgó en internet y la decisión fue un acierto. Han sido excepcionalmente populares. Las noventa y cuatro clases —tres cursos completos más siete clases independientes— tienen unos tres mil visionados al día, un millón al año. Incluidas varias visitas por el mismísimo Bill Gates, que ha visto todas las de los cursos 8.01: Mecánica Clásica, y 8.02: Electricidad y Magnetismo, si nos atenemos a las cartas (¡en correo postal!) que le envió a Walter, en las que le decía que estaba deseando pasar a 8.03: Vibraciones y Ondas.

«Ha cambiado mi vida» es una frase que suele encabezar los correos electrónicos que Lewin recibe a diario de gente de todas las edades y de todas las partes del mundo. Steve, un florista de San Diego, escribió: «Tengo renovados bríos y veo la vida con ojos teñidos de física». Mohamed, futuro estudiante de ingeniería en Túnez, escribió: «Por desgracia, aquí en mi país los profesores no aprecian como usted la belleza de la física y yo he sufrido mucho por ello. Solo quieren que aprendamos cómo resolver ejercicios “típicos” para aprobar el examen, no ven más allá de ese reducido horizonte». Seyed, un iraní que ya había cursado un par de másters en Estados Unidos, escribió: «Nunca había disfrutado realmente de la vida hasta que le vi dar clase de física. Profesor Lewin, sin duda ha cambiado mi vida. Su manera de enseñar vale diez veces el coste de la matrícula y hace de ALGUNOS profesores, no todos, unos delincuentes. Enseñar mal es un DELITO MUY GRAVE». O Siddharth, de la India: «Pude sentir la física más allá de las ecuaciones. Sus alumnos siempre lo recordarán, y yo también, como un gran profesor que hizo que la vida y el aprendizaje fuesen más interesantes de lo que yo creí que era posible».

Mohamed cita con entusiasmo y aprobación la última clase de Lewin en Física 8.01: «Puede que siempre recordéis de mis clases que la física puede ser muy emocionante y hermosa y que nos rodea por todos lados, en todo momento, si somos capaces de aprender a verla y a apreciar su belleza». Marjory, otra admiradora, escribió: «Veo sus vídeos siempre que puedo; en ocasiones cinco veces a la semana. Me fascina su personalidad, su sentido del humor y, por encima de todo, su capacidad para simplificar las cosas. Odiaba la física en el instituto, pero usted ha hecho que me encante».

Lewin recibe decenas de correos como estos cada semana y los contesta todos.

Walter Lewin hace magia al presentar las maravillas de la física. ¿Cuál es su secreto? «Le muestro a la gente su propio mundo —dice—, el mundo en el que viven y que conocen, pero que no miran como físicos… aún. Si hablo de ondas en el agua, les pido que hagan experimentos en sus bañeras; eso saben lo que es. Como también saben qué son los arcos iris. Es algo que me encanta de la física: puedes llegar a explicar cualquier cosa. ¡Consigo que les encante la física! A veces, cuando mis alumnos se implican de verdad, las clases casi parecen todo un acontecimiento.»

Puede subirse a una escalera de cinco metros y beber zumo de arándanos desde un vaso de precipitados colocado en el suelo con una pajita serpenteante hecha a base de tubos de laboratorio. O puede estar arriesgándose a sufrir una grave lesión al poner su cabeza en la trayectoria de una pequeña pero potente bola de demolición que se balancea a milímetros de su mejilla. Puede disparar con un rifle contra dos botes de pintura llenos de agua, o cargarse con 300.000 voltios de electricidad mediante un aparato de gran tamaño llamado generador de Van de Graaff —que parece sacado del laboratorio de un científico loco de una película de ciencia ficción— con su pelo, ya habitualmente salvaje, totalmente de punta. Utiliza su cuerpo como parte del equipo experimental. Como suele decir: «Al fin y al cabo, la ciencia requiere sacrificios». En una demostración —que aparece en la cubierta de este libro— se sienta en una bola de metal extremadamente incómoda en el extremo de una cuerda que cuelga del techo de la sala de conferencias (que él llama la madre de todos los péndulos) y se balancea de un lado a otro mientras sus alumnos cuentan en voz alta el número de oscilaciones, todo con tal de demostrar que el número de oscilaciones que da un péndulo en un tiempo determinado es independiente del peso que tenga en su extremo.

Su hijo, Emanuel «Chuck» Lewin, ha asistido a algunas de estas clases y cuenta: «Una vez lo vi inhalar helio para cambiar la voz. Para conseguir que el efecto se produzca

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