Jefes

Xavier Guix

Fragmento

Prólogo

Piove, porco governo!

Una de las anécdotas de mi último viaje veraniego fue la de cuando me quedé atrapado durante treinta minutos en el ascensor de un hotel, junto con la persona que me acompañaba. La situación no era dramática pero sí algo preocupante. Habíamos quedado suspendidos entre piso y piso, o sea, sin salida posible, y el espacio interior era minúsculo, apenas cabían cuatro personas. Una escena sin duda agobiante y temida por cualquier sufridor de claustrofobia. Todo acabó con normalidad, aunque no puedo decir que bien, ya que la situación puso en evidencia fallos de procedimiento, de profesionalidad y, por encima de todo, de humanidad.

Una vez pulsado el botón de alarma, solo recibimos una notificación por el altavoz de alguien que se limitó a decir que atendían la llamada. Nadie más se puso después en contacto con nosotros, ni se preocupó por nuestro estado, ni nos ofrecieron asistencia psicológica, algo que, por lo que supe más tarde, deberían habernos procurado. El responsable de recepción realizó una llamada a la empresa de mantenimiento de los ascensores, sin informarnos de ello. Únicamente lo hizo cuando le reclamamos que insistiera porque tardaban mucho: ¿cómo podían tardar tanto siendo una emergencia y en una ciudad a las dos de la madrugada?

La respuesta de recepción fue: «Ya están viniendo los equipos de rescate», con lo cual nuestra sensación de alarma fue terrible, aunque por suerte nos dio la risa. Una vez llegaron nuestros dos rescatadores, solo nos dijeron: «Ya les vamos a bajar, no se preocupen». Lo peor del asunto fue escuchar claramente la conversación entre los dos técnicos. No hicieron otra cosa que lamentar y quejarse de las condiciones de los ascensores de ese hotel, «siempre lo mismo», y de las dificultades que tenían para realizar su tarea. Entonces nos dimos cuenta de que o bien era cuestión de unos segundos o bien nos quedábamos ahí encerrados y sin aire el resto de la noche. ¿No les pasó por la cabeza que podíamos escucharlos? ¿No advirtieron nuestra condición de sufrientes y por lo tanto sensibles a cualquier palabra?

Salimos por fin del ascensor y cuál no fue nuestra sorpresa cuando lo único que recibimos fue un «ya pueden salir». Nadie nos preguntó cómo estábamos. Nadie se disculpó ni nadie nos «recibió». Humanamente hablando, fuimos transparentes. Una pieza más de la maquinaria defectuosa. Unos inocentes que habíamos tenido mala suerte. Faltó empatía, aunque se hizo lo que se tenía que hacer. Ningún detalle por parte del hotel, ni nadie de recepción haciéndose cargo del caso. Ninguna explicación ni gesto de atención por parte de la compañía de ascensores.

Para ser exacto y sincero, la única persona que se ocupó de nosotros fue un trabajador de la zona de la azotea del hotel, convertida en un distinguido local de copas nocturnas, que tuvo el detalle de mantener las puertas abiertas para que nos llegara el máximo de aire posible, se preocupó por nuestra situación e iba insistiendo con el recepcionista para que urgiera a la empresa de mantenimiento. Desde aquí, quiero expresar mi mayor agradecimiento a esta persona a la que nunca conocí pero que fue un ángel entre tanta sensación infernal. ¿Qué motivó a esa persona a realizar una tarea que no le correspondía ni seguramente sabía cómo resolver?

He querido empezar con esta anécdota personal, porque el tema que vamos a tratar tiene mucho que ver con la relación y las responsabilidades que se establecen entre aquellos a quienes habitualmente llamamos «jefes» y sus colaboradores o trabajadores. Por ejemplo, las personas que participaron en nuestra pequeña calamidad, resuelta profesionalmente pero no con profesionalidad, es decir, atendiendo al conjunto de la situación, ¿lo hicieron así porque no sabían hacerlo de otra manera? ¿Porque no tenían claras sus expectativas y obligaciones? ¿O fue culpa de tener los jefes que tienen? ¿Será que actuaron así porque así actúan también sus jefes? ¿Será que la empresa no tiene un buen sistema de feedback? ¿Será que la cultura en esta sociedad es así y la gente está acostumbrada a que la traten de cualquier manera? ¿Será porque tenemos el gobierno que tenemos que todo anda mal?

Cuando la persona está al frente de su tarea, en ese instante es la máxima responsable. Pero resulta que los humanos somos especialistas en el arte de atribuir las dificultades, los errores y los conflictos a los demás. Así, la cadena se hace inevitable e imposible de resolver. ¿De quién es la responsabilidad? Por eso he titulado este prólogo «Piove? Porco governo!» (Si algo va mal, la culpa siempre es del gobierno), expresión italiana que resume la forma tan disparatada que tenemos de resolver esa extraordinaria y difícil relación entre los de arriba y los de abajo.

Richard Layard, eminente economista y uno de los propulsores de la felicidad también en la empresa, sostiene que muchos jefes contribuyen a la depresión laboral. Subraya exactamente que «los jefes deberían estar estimulando a sus empleados en lugar de aterrorizarlos. Los ponen bajo la máxima presión». Algo parecido cuenta el profeta Tom Peters: «La gente no se va de las empresas, sino de sus jefes». No cabe duda, existen múltiples ejemplos de ello y tal vez sea la reflexión que más he escuchado durante la realización de este trabajo.

No obstante, también es cierto que algunos jefes acaban desesperados por los perfiles con los que tienen que apuntalar el conjunto de la empresa, lejos de encontrarse con actitudes de compromiso y creatividad. Pedro Reig, socio y director de Coto Consulting, me comentaba la zona de confort del trabajador: es un problema de herencia cultural de nuestro país. De la jerarquización y la separación que se ha hecho entre trabajo y ocio y entre empresario y trabajador. Y, en la mayoría de los casos, veo que sin estímulos, sin cierta «adrenalina» y organización, es complicado encontrar trabajadores que no caigan en la comodidad del día a día, en la rutina y finalmente en dejar de ver un horizonte común. Además, algunos jefes también viven bajo la incompetencia de los que son sus jefes.

Si todo acaba siendo culpa de los jefes o de los departamentos de recursos humanos por no hacer una selección ajustada, o del consejo de administración por ir solo a buscar el beneficio o de la sociedad entera que está metida en la rueda del «sálvese el que pueda», ni aprendemos, ni mejoramos ni, por supuesto, vamos a ser más felices, si es ese el caso. Del mismo modo, si los jefes no entienden que su relación con cada colaborador, aun basándose en un rol, es esencial para lograr estimular sus capacidades, su fidelidad y su entrega, lo único que lograrán es perpetuar su mala fama.

La misión de este libro consistirá en desarmar el arquetipo del jefe tan diezmado, menospreciado y aborrecido. La hipótesis que manejaré es muy sencilla: la figura del jefe forma parte de nuestro inconsciente colectivo; es ya un símbolo, un arquetipo que alimentamos a través de un conjunto de creencias que se mantienen inalterables en el tiempo. Lo llevamos encima y lo recreamos continuamente cada vez que le colgamos esta maldita etiqueta.

Mientras, aquellas personas que se convierten en jefes, más tarde o más temprano, acaban encarnando el arquetipo. Podrían no hacerlo; podrían ser personas que transformaran esa imagen; podrían ser jefes de otra manera; podría

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