Olivo roto: Escenas de la ocupación

Teresa Aranguren

Fragmento

La venganza

La venganza

El día que su hermano volvió a casa pensó por primera vez en la venganza. La idea surgió nítida en su mente y la sintió actuar como un bálsamo. Antes había sido la rabia. Sólo la rabia que lo llenaba todo. Le consumía la rabia. No le dejaba vivir. Cuando vio llegar a su hermano le pareció que algo se despejaba en su mente y el mundo, las cosas del mundo, volvía a tomar forma, como cuando se disipa la niebla del amanecer junto al río.

Ahmed no tenía tan mal aspecto, no estaba excesivamente delgado, en realidad siempre había sido delgado, mientras que él era el gordito de la casa; el gordo y el flaco, solía decir su madre cuando había visitas y ellos entraban para saludar, «Si no fuera porque soy yo la que les ha parido nadie me haría creer que estos dos son gemelos», decía riendo su madre. Él era el mayor. Había nacido media hora antes que Ahmed, tres kilos seiscientos gramos de niño con prisa por salir al mundo; el relato del parto era número obligado en las reuniones familiares: «Cuando nació Yamal ni me enteré, salió solito; pero a Ahmed hubo que sacarle y eso que era como un renacuajo, un pellejito arrugado, lo que costó que ganase peso, Yamal en cambio siempre comió estupendamente». Siempre era el mismo ritual, ellos dos muy seriecitos en el centro de la sala, asaetados por las sonrisas de los adultos, esperando la frase mágica: «Hale, ya podéis iros a jugar». Y entonces se iban.

Últimamente le había dado por recordar la época de cuando eran niños. Aunque todo el mundo cree que entre hermanos gemelos hay un vínculo especial, algo misterioso e impenetrable a los demás, él siempre se había sentido extraño al mundo de Ahmed; no es que su hermano le excluyese, en realidad siempre iban juntos y hasta cuando se peleaban y alguien de fuera, sobre todo si era un adulto con pretensiones de dar la razón a uno u otro, trataba de interferir, formaban piña y no soltaban prenda, sobre todo Ahmed; no recordaba una sola ocasión en la que su hermano le hubiera dejado solo ante una reprimenda o la perspectiva de un castigo. Sin embargo, él siempre sentía que Ahmed se guardaba algo, era como si no estuviese del todo en lo que estaba; hacía como que estaba pero no estaba, hacía como que le importaba pero no, él sabía que a Ahmed no le importaba ni que le dieran la razón ni ganar la pelea, hacía como, disimulaba, pero en realidad estaba en otro sitio y él se daba cuenta aunque no podría explicar por qué. Quizás iba a resultar cierto lo de que hay un vínculo especial entre gemelos, una especie de radar que sólo funcionaba entre ellos y él lo detectaba por eso, porque era su gemelo. Detectaba que Ahmed era inalcanzable.

El día que se lo llevaron él no estaba en la casa. Había ido a hacer un porte a sus vecinos los Salaf que se trasladaban al barrio de al-Dora a casa de los abuelos maternos, los padres de la señora Nuha. Decían que allí estarían más seguros. Mahmud, el padre de su amigo Hattem, había sido miembro del partido y tenía miedo de que viniesen a detenerle. Tuvo que hacer varios viajes con el coche cargado de bultos y al final, como se hizo tarde y era muy peligroso atravesar la ciudad sin luz y con toque de queda, se quedó a dormir con ellos. Le dio un poco de vergüenza aceptar los cinco mil dinares que le pagaron; hubiera querido hacérselo gratis porque los Salaf eran amigos de la familia y Hattem y él se conocían desde niños, pero las cosas no estaban para regalos, todo el mundo necesitaba dinero y el único dinero que entraba en su casa era el que conseguía él haciendo portes y viajes con el coche; su madre ya no trabajaba porque la escuela estaba cerrada y, aunque se decía que iban a pagar los sueldos atrasados y que se reabriría la escuela, la realidad era que ni el sueldo de maestra de su madre ni su pensión de viuda de funcionario, que era una mierda pero algo era, allí no entraba nada.

Si hubiera estado en la casa se los habrían llevado a los dos.

Supo que había pasado algo por el silencio. Era ya media mañana cuando llegó y la calle estaba vacía. Ni siquiera el viejo Abu Feraz que se pasaba el día en el jardín de su casa, «Sabaha al-jaer, Sabaha al-nur», saludando a todo el que pasaba, porque el hombre no tenía ya nada que hacer, ni familia, ni trabajo, sólo los vecinos y ver pasar la vida, ni siquiera Abu Feraz estaba en su jardín esa mañana.

Farida se echó llorando en sus brazos: «¡Ay, Ahmed! ¡Ay, Ahmed!», decía.

Su madre se quedó en su habitación. No salió durante todo el día. Ni para comer ni para hacer la comida.

Farida se lo contó. Habían llegado de madrugada. Les despertó el sonido de los coches y las voces de los soldados, llevaban luces en los cascos y hablaban con megáfonos, pero no entraron en la casa inmediatamente, se quedaron en el jardín y comenzaron a dar órdenes por los altavoces: «Salgan todos los de la casa, tienen cinco minutos para salir...», ella había corrido al cuarto de su madre, Ahmed les dijo que se pusieran algo encima del camisón y bajó a abrir la puerta, por eso no la habían derribado, Ahmed les abrió. Luego todo pasó muy deprisa, entraron como una tromba, le derribaron y le hicieron tumbarse boca abajo en el suelo, le ataron las manos a la espalda y le pusieron una capucha...

—Ni siquiera pude mirarle la cara, no pude verle los ojos, se lo llevaron a uno de los coches enseguida y después empezaron a registrarlo todo, hasta los cacharros de la cocina los han destrozado, mira cómo lo han dejado todo, malditos, malditos sean —decía Farida.

Sintió que le faltaba el aire, «Me estoy ahogando», pensó. Oía la voz de su hermana como desde lejos; Farida le había cogido de la mano y le llevaba de una habitación a otra. Todo estaba revuelto: los cajones por el suelo, los sillones destripados, los platos de la vajilla que había traído su abuelo una vez que viajó a Londres y que su madre decía que eran muy elegantes, aunque a él siempre le habían parecido bastante sosos porque eran blancos con una especie de ribete ondulado y no tenían ningún dibujo, estaban hechos añicos por el suelo.

No conseguía articular palabra mientras Farida hablaba y hablaba y sollozaba; hubiera querido decirle «Para ya, ¿no ves que me estoy ahogando?», pero sabía que no debía decirle eso a su hermana en esos momentos, que no tenía derecho a decirle que le dejase en paz.

Los días siguientes fueron un infierno. Vivía aterrorizado con la idea de que podían venir a buscarle y no se atrevía a indagar adónde se habían llevado a Ahmed o de qué le acusaban. ¿Cómo iba a acercarse a una comisaría a preguntar por su hermano? Seguro que entonces resultaría sospechoso y lo más probable es que le detuviesen a él también. Al fin y al cabo eran gemelos, aunque no se pareciesen en nada.

Ese trabajo le tocó a Farida.

Entre su hermana y Ahmed sí que había un vínculo especial. Desde que nació, cuando ellos tenían ya seis años, se estableció algo entre ellos. Ahmed se quedaba como embobado mirando a la niña que no hacía nada porque aún era un bebé que sólo dormía, comía y cagaba, y él se ponía nervioso y se abu

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