Pingüinos
Esta historia es rigurosamente verídica, aunque le pueda pesar no haber escuchado hablar nunca de ella.
Extracto de «Fölött vidra pingvin szerzödés»:
En 1844 se extinguieron los primeros pingüinos de los que se tiene conocimiento (Gran Alca), aves árticas cuyo nombre proviene de un origen incierto. La principal causa de su desaparición, en contra de lo que suele pensarse, fueron las bajas temperaturas. Si bien no se han podido esclarecer los motivos de tan inexplicable hecho, hacía cientos de años que estas aves habían protagonizado otro suceso insólito, al abandonar las templadas costas mediterráneas de la península de los Balcanes y concentrarse en las dos partes más frías del planeta: los polos. No hay ningún recuerdo del extraño episodio, pero se ha confirmado que en aquel entonces los pingüinos ya eran incapaces de volar. Se ignora cómo lograron atravesar el globo, por qué se dividieron en dos grupos y qué impidió que desarrollaran las habilidades necesarias para combatir el frío. Se ha podido constatar, sin embargo, que tras aquella misteriosa migración los pingüinos no volvieron a ser felices.
El presente trabajo analiza las causas de esta inversión del orden natural y parte de dos hipótesis comprobadas: la primera de ellas es que los pingüinos no padecían cambios graduales; la segunda, y sin lugar a dudas la más relevante, es que no podían quedarse ciegos.
DR. GLADOV-KLASS, Fölött vidra pingvin szerzödés
Magyar Orvsnö, Budapest, 1979
1. El ilustre doctor Gladov-Klass
Para alcanzar su plenitud, la conciencia ha de convertirse en instinto.
OSCAR WILDE
El joven doctor Gladov-Klass se sumergía algunas tardes en las aguas de los baños termales de la abandonada ciudad de Buda. Siempre iba solo. En el maletín de cuero negro que usaba para asistir a sus sesiones universitarias, escondía un discreto bañador de algodón negro y una delgada toalla de lino. Cruzaba a pie alguno de los puentes más alejados del centro y se dirigía, sin prisas, a las termas usadas por los habitantes de la abandonada Buda para su aseo personal.
La construcción de las primeras termas de la olvidada ciudad de Buda se remonta al mandato del emperador romano Claudio el Tranquilo. El emperador padecía graves problemas de circulación sanguínea que únicamente calmaba el azufre. Antes de mandar construir las termas, se hicieron todos los esfuerzos posibles para extraer el producto químico aislado de las aguas del río Volta. Cuando los científicos romanos comprendieron que nunca lograrían una extracción absolutamente pura, propusieron al emperador agrandar las lagunas naturales y cubrirlas. Parece que a Claudio el Tranquilo le gustaba bañarse desnudo. A lo que la historia no ha encontrado respuesta, es a los tableros de ajedrez tallados en ciertas piedras de las grutas termales. Los romanos nunca conocieron ese juego proveniente de la India.
Budapest no era, al inicio de esta novela, muy distinta a como es hoy en día. El río Volta secciona la población en dos mitades: la abandonada ciudad de Buda y la bella ciudad de Pest.
La familia del doctor Gladov-Klass, como correspondía a su aristocrática estirpe, residía en la bella ciudad de Pest. La abandonada Buda era considerada en ese tiempo una extensión de la corte de los Austrias, residencia natural de la población de escasos recursos económicos: mineros, sirvientes, campesinos, trabajadores del gobierno y borrachos. Aquella parte de la ciudad, cuyo urbanismo complicaba sobremanera la convivencia entre sus habitantes, no solía ser visitada por los hijos de las acaudaladas familias del otro lado del río. Y, sin embargo, el joven doctor Gladov-Klass se sumergía algunas tardes en las aguas de los baños termales de la abandonada ciudad de Buda, cuya construcción se remonta al mandato de Claudio el Tranquilo. Siempre iba solo. En el maletín de cuero negro que usaba para asistir a sus sesiones universitarias, escondía un bañador de algodón negro, discreto, y una delgada toalla de lino. Cruzaba a pie alguno de los puentes más alejados del centro y se dirigía, sin prisas, a las termas usadas por los habitantes de la abandonada Buda para su aseo personal.
Cuando oscurecía el doctor Gladov-Klass regresaba a la bella Pest, cruzando el mismo puente alejado del centro por el que la había abandonado. Al llegar a su casa, sin ofrecer explicaciones sobre su prolongada ausencia, le pedía al ama de llaves que le preparara un baño de agua caliente con las sales naturales de las montañas de Eslovaquia que su madre se hacía enviar por valija diplomática. El señor y la señora Gladov-Klass siempre consideraron los baños a última hora de la tarde una excentricidad propia de su hijo. Pero nunca le dijeron nada. Antes incluso de empezar a visitar las termas, excursiones de las que se cree que sus padres nunca tuvieron conocimiento, el futuro doctor Gladov-Klass ya era un joven poco convencional. Jamás acudía a las recepciones que se organizaban en la Honorable y Excelentísima Embajada de Eslovaquia, ni acompañaba a su padre los domingos por la tarde a pasear por el centro de la bella ciudad de Pest. Por el contrario, acostumbraba a recluirse en su habitación, a esperar a que aquél hubiera abandonado la casa y su madre se hubiese encerrado en sus estancias personales a dormitar. Sólo entonces salía con sigilo de la mansión familiar y se dirigía al zoológico de Budapest, cuya entrada estaba todavía custodiada por las mitades de dos inmensos elefantes de piedra colocados de espaldas. Nunca entraba. Se sentaba debajo de una de aquellas esculturas, doblaba las piernas y miraba hacia arriba. Sin embargo, y a pesar de lo que se hubiera podido prever en la Hungría de principios del siglo XX, durante la estancia de la familia en Budapest, sus padres nunca se avergonzaron públicamente de él.
Una tarde, cuando el futuro doctor Gladov-Klass todavía era un niño, decidió salir de su casa y pasear sin rumbo fijo. Anduvo caminando por las calles de la bella Pest. No conocía aún el país de sus padres, pero había escuchado hablar mucho de él. Y sin saber por qué, cuando al anochecer regresó a su casa, pensó que aquella tarde hubiera sido idéntica si hubiese transcurrido en Bratislava de Eslovaquia.
Al disponerse a contarle aquella sensación a su madre, sin embargo, se percató de que la mujer seguía encerrada en sus estancias personales y le dio vergüenza importunarla. Así que, como solía hacer cuando no estaba enfrascado en la lectura, bajó a la cocina y miró a través del ojo de buey de la puerta. La cocinera estaba amasando el pan que al alba cocería en el horno para servir caliente en el desayuno, mientras la mucama bebía un té sentada frente a la gran mesa de madera. Cuando el niño entró en la estancia, ambas mujeres le preguntaron dónde había estado y él les contó lo sucedido. La cocinera dejó de amasar para decirle que, en lugar de perder el tiempo pensando en tonterías, debería estudiar un instrumento. Era propio de los hijos de la aristocracia pestina tocar un instrumento de cuerda. Normalmente elegían el violín o el arpa. Pero al doctor Gladov-Klass nunca le interesó la música. Siempre fue mucho más cercano a la literatura. Aunque nunca trató de escribir relatos de ficción ni encaminó su talento narrativo hacia la investigación hasta muchísimos años más tarde, cuando redactó un tratado sobre los pingüinos que le entregó a un editor, mucho, mucho tiempo después de haber regresado de Bratislava de Eslovaquia y de haber visitado al doctor Svaty para asegurarle que podía curar la ceguera de su hija.
Tal vez por eso, porque de pequeño era un niño poco convencional que dedicaba la mayor parte de su tiempo a la lectura o a conversar con su mucama sentado en la cocina, no escuchó hablar de la hermosa Mónica hasta unos meses antes de finalizar la carrera. Pocas semanas antes del congreso en el que fue públicamente desacreditado, la vio pasear por la calle del brazo de su mucama. No recuerda haberse fijado entonces en la acompañante. De hecho, no tenía en la memoria ninguna imagen de ella antes de la tarde que compartió a solas con la hermosa Mónica, a orillas del río Volta. Cuando la asaltó frente a la escalinata del doctor Kukk, la mucama le pidió ciertas explicaciones antes de permitir que se llevara a la hermosa Mónica. El doctor Gladov-Klass no logró comprender, entonces, por qué no los acompañó ni por qué los esperó frente a la escalinata de la casa familiar, como si supiera que el pretexto con el que le había arrebatado la compañía de la hermosa Mónica era falso. De hecho tampoco lo supo antes de su muerte, porque nunca llegó a preguntárselo.
El niño le contestó a la cocinera que él no estudiaría ningún instrumento. Prefería la lectura. Además, aseguró, de lo único que quería hablar en ese momento era de la sensación que había tenido aquella tarde, al tener la certeza de que el tiempo podía haber transcurrido igual en Bratislava de Eslovaquia que en Budapest. La cocinera siguió amasando pan mientras murmuraba entre dientes quejas incomprensibles. Pero la mucama le dio la mano al niño y lo acompañó hasta su habitación, mientras él le explicaba los detalles de aquella sensación que todavía perduraba. Tardó un rato en regresar. Al hacerlo, se acostó, tras desear buenas noches a la cocinera, y apagó con los dedos la vela.
El doctor Gladov-Klass siempre sintió una irresistible curiosidad por los cuerpos. Cuando era un niño, ante el desinterés y la condescendencia de su padre, recolectaba insectos vivos, los mataba sin hacerles daño y los embalsamaba. Con sumo cuidado, los secaba acercándolos a la lumbre de la cocina. Y cuando se quedaban rígidos, en una operación meticulosa, los clavaba con diminutos alfileres a unos álbumes que numeraba con letra de adulto. Aquella temprana curiosidad por los cuerpos aumentó con los años, en contra de lo que podrían haber supuesto ciertos pedagogos contemporáneos, y en la adolescencia el joven doctor Gladov-Klass fue sorprendido, en más de una ocasión, atisbando con sigilo en los baños ajenos.
Cuando terminó sus estudios de bachiller se inscribió en la Facultad de Medicina de la Universidad Autónoma de Budapest, sin pensar ni por un momento en seguir la carrera diplomática de su padre. Se puede suponer, sin asegurarlo, que lo que la familia siempre consideró una incomprensible fascinación por los misterios de la corporeidad y de la medicina era producto de la rutinaria convivencia con el padecimiento de su madre: una mujer absorta que contrajo una enfermedad en el sistema nervioso poco tiempo después de haber dado a luz, en la capital húngara, a su primer vástago. Durante muchos años, la señora Gladov-Klass no quiso volver a quedarse embarazada. Y cuando abandonó la casa en la que había vivido casi treinta años, para regresar a Bratislava de Eslovaquia, ya era demasiado mayor para hacerlo.
El padre del doctor Gladov-Klass no le preguntó a su hijo por qué quería estudiar medicina. Es probable que nunca hubiera esperado que siguiera la carrera diplomática de la familia. De hecho, se podría pensar que el único vínculo que lo unía a su hijo y que parecía que lo reconfortaba, era el de su compañía durante los paseos dominicales por el centro de la bella ciudad de Pest. Aunque cuando el doctor eslovaco se negó a acompañarlo durante varias semanas seguidas, el diplomático dejó de convidarle sin mostrar afligimiento. De todos modos, si el futuro doctor Gladov-Klass hubiera accedido a mantener los paseos dominicales con su padre, probablemente ambos se hubiesen limitado a caminar con aplomo uno al lado del otro; porque el diplomático eslovaco siempre transmitió la extraña impresión de ser un hombre profundamente convencido de sí mismo.
El doctor Gladov-Klass cursó casi toda la carrera en la Universidad Autónoma de Budapest. Fue entonces cuando se acostumbró a las furtivas visitas a las termas de la abandonada Buda y dejó de ir al zoológico. No tenía amigos, y dedicaba la mayor parte de su tiempo a la lectura, los estudios y los baños. Sus calificaciones escolares no fueron deslumbrantes, pero la trayectoria de su educación demuestra que fue un joven constante y riguroso en sus planteamientos intelectuales. Pasó académicamente inadvertido hasta algunos meses antes de su graduación. Entonces, las hipótesis científicas del proyecto de tesis de final de carrera fueron objeto de burla en el ámbito académico de su país de nacimiento. Y cuando presentó su proyecto al jurado encargado de encauzar las investigaciones, le resultó imposible encontrar a un catedrático que quisiera dirigírselo.
El doctor Gladov-Klass estaba firmemente convencido de que se podía curar la ceguera humana observando con atención la pérdida gradual de la vista en ciertos animales, y manifestó públicamente su intención de demostrarlo. No fue hasta mucho tiempo después, pocos años antes de patentar un fármaco destinado a corregir las malformaciones físicas que impiden la correcta visibilidad, tanto en humanos como en animales, que se le empezó a considerar en los círculos médicos de Europa del Este un verdadero colega. Entonces la burla se convirtió en admiración, e incluso en envidia.
Este cambio en el proceder de las eminencias científicas más respetadas de la Europa del Este de principios del siglo XX tiene una explicación lógica. El inmediato prestigio que obtuvo el doctor eslovaco fue la previsible consecuencia de la curación de la ceguera de la hija del doctor Svaty, uno de los principales defensores de la nueva medicina que llegaba de Estados Unidos.
Al doctor Svaty y a sus colegas, el joven doctor eslovaco siempre les había parecido un excéntrico extranjero, un hablador que aseguraba poder curar con los métodos tradicionales del país vecino y que, hasta poco tiempo antes de comercializar el famoso fármaco, nunca había aportado nada a la venerable ciencia médica. Es más, ni siquiera la había respetado. Los doctores húngaros lo tildaban de tramposo y de farsante. Y, aun así, el doctor Gladov-Klass nunca trató de ser aceptado en sus prestigiosos círculos médicos. Por el contrario, cuando siendo un joven estudiante fue públicamente desacreditado por sus más destacados miembros, pasaron tantos años antes de que volvieran a verlo que llegaron a olvidarse de él, tras deducir que había abandonado el país para regresar con su familia a Bratislava de Eslovaquia. Sabían que, fuera de Hungría, el doctor Gladov-Klass tendría pocas posibilidades de llevar a cabo su investigación. En aquel entonces los países del norte de Europa del Este estaban abocados a los estudios de las humanidades, y el resto apenas si tenía tiempo para dedicarse a algo que no fuera la economía de subsistencia familiar inmediata.
El abucheo público tuvo lugar durante un debate universitario en torno a las dos opciones médicas de combatir o sucumbir ante las irreversibles acciones de la naturaleza, al afirmar el doctor Gladov-Klass que a la naturaleza no había que combatirla ni sucumbir ante ella, sino imitarla. Los colegas del doctor Svaty lo espetaron a callarse con el fundamento de que un joven de su edad aún no podía saber nada, y que con esa actitud era cuanto menos improbable que lograra aprender algo algún día. Al doctor Gladov-Klass le faltaban pocos meses para graduarse. Había concluido con sus asignaturas, pero su proyecto de investigación no había sido aceptado por ningún académico y todas las solicitudes para realizar las prácticas obligatorias en diversos hospitales de Budapest habían sido sistemáticamente rechazadas. Se piensa que ése fue el motivo por el que abandonó la ciudad. Y por el que, durante varios años, se refugió en las montañas de Eslovaquia con la intención de recuperar las viejas tradiciones curativas que a su parecer estaban siendo olvidadas en pos de los nuevos avances científicos de Estados Unidos y el centro de Europa.
Cuando el doctor Gladov-Klass abandonó Hungría no se llevó el maletín de cuero negro. Es extraño, pues todas sus cosas fueron empacadas y remitidas a Bratislava de Eslovaquia en el traslado que hicieron sus padres algunos meses más tarde. Pero lo cierto es que este hecho no sólo es extraño, sino también sorprendente, porque años después, cuando regresó a Hungría, el doctor Gladov-Klass recuperó su maletín. Ha resultado imposible saber cómo pudo suceder tal cosa. Tal vez alguien se lo guardó, aunque parece improbable. No se tiene conocimiento de ningún amigo del doctor eslovaco. Sólo una vez se mencionó en público a una persona a la que pudiera estar vinculado y de la que no se tenga ningún dato biográfico. El doctor Kukk le recriminó, durante la única cena que compartieron, que cómo podía él hablar de compromiso moral con la ciencia y la humanidad si compartía su tiempo con camareras de bares de dudosa reputación de las orillas del otro lado del río. Nadie prestó atención a aquel comentario, así que es probable que el resto de comensales no lo recordaran minutos después de haberlo escuchado. Además, hubiese resultado sensato suponer que si el doctor Kukk hacía una afirmación semejante fue únicamente por la desesperación que sintió aquella noche, ante el rumbo que tomaron los hechos.
Por tanto, debemos deducir que el doctor Gladov-Klass dejó el maletín de cuero negro en alguna consigna de la Estación Central de Budapest; aunque no nos parezca una acción propia de él, siempre tan reservado. Sin embargo, no se ha hallado ninguna otra explicación plausible. Además, dejar pertenencias en las consignas de la Estación Central de Budapest era una práctica común. Muchas personas utilizaban ese servicio durante el tiempo que duraban sus ausencias. En aquella época, para alquilar una consigna ferroviaria húngara no era necesario dar el nombre. Bastaba con un comprobante numerado. Así que resultaría infructuoso buscar los datos del doctor eslovaco en el meticuloso registro de la compañía.
Cuatro horas después de haber abandonado Budapest, el doctor Gladov-Klass cruzó por primera vez la frontera de Eslovaquia. No experimentó, al llegar al país de sus padres, ninguna emoción especial. A decir verdad, nunca había esperado sentirla. Se dio cuenta de inmediato de que le costaba comprender el idioma. Tuvo la sensación de que todos hablaban muy rápido. Horas después llegaba a Bratislava de Eslovaquia para tomar un tren que lo conduciría hasta la capital de las Provincias del Norte, desde donde pretendía acceder a las montañas. Para ese fin, buscó un guía en la ciudad. Desde entonces, no se volvió a saber más de él. Se decía que se había convertido en aprendiz de los curanderos de esas comunidades, pero no se ha podido certificar.
Los hechiceros de las primitivas culturas de la península de los Balcanes mantuvieron, durante el siglo XIV, una cruenta guerra con los habitantes de las montañas del norte de la actual Eslovaquia. Éstos se desplazaron hasta la costa para arrebatarles el puerto comercial que tantos beneficios económicos les reportaba. No ganaron el puerto y tuvieron que volver a su región natural, pero en la retirada arrasaron con pueblos enteros y quemaron los sembradíos de toda la región. Entre otros motines de guerra, lograron arrebatarles a los habitantes de la costa los resultados de las investigaciones científicas que habían practicado durante siglos. A pesar de que en varios periodos de paz dichos resultados han sido solicitados, las tribus de las montañas del norte de Eslovaquia nunca han accedido a devolverlos.
Se sabe muy poco de la estancia del doctor Gladov-Klass en las Provincias del Norte de Eslovaquia. Los escasos registros no son nada claros. Hay que tener en cuenta que los hospitales de aquella zona eran, en la época en la que él realizó sus prácticas, clínicas rurales poco eficaces en los trámites burocráticos. Y no hay que olvidar tampoco que las tribus del norte han asaltado en diversas ocasiones las instituciones comarcales del gobierno de Eslovaquia y han saqueado, e incluso quemado, cualquier evidencia que pudiera delatar los nombres de sus miembros. Ciertos indicios permiten suponer, sin embargo, que el doctor Gladov-Klass pasó seis meses en uno de los hospitales más concurridos de la región. Se desconoce el periodo exacto en el que estuvo ahí, pero presumiblemente no había pasado mucho tiempo desde su llegada al país. El título de médico, no obstante, le fue finalmente otorgado al doctor eslovaco por la Universidad Autónoma de Bratislava de Eslovaquia. Se ignora por qué.
La madre del doctor Gladov-Klass se volvió una mujer silenciosa pocos días después de haber dado a luz, en la capital de Hungría, a su único hijo. Durante el embarazo no cesó en el intento de convencer a su marido que era preciso regresar a Bratislava de Eslovaquia. Él objetaba, con cierta e incómoda insistencia, que la diplomacia se lo impedía. Así que ella, poco a poco, dejó de insistir. Cuando nació el niño, y a pesar de que hacía ya algún tiempo que no mencionaba su país de origen, se le diagnosticó una alteración del sistema nervioso y le recetaron diversos medicamentos. Pero ella se negó a ser tratada con medicina húngara y se hizo mandar sales naturales de la vecina Eslovaquia.
Desde que comenzó el tratamiento con aquellas sales extranjeras, pasaba la mayor parte del tiempo en sus estancias personales. Únicamente las abandonaba para acompañar a su m