El crimen de lord Arthur Savile (Flash Relatos)

Oscar Wilde

Fragmento

cap-5

Una reflexión sobre el deber

1

Era la última recepción que daba lady Windermere antes de Semana Santa, y los salones de Bentinck House se hallaban más concurridos que nunca. Acudieron seis ministros, tras hacer acto de presencia en el evento del presidente de la Cámara de los Comunes, ostentando sus cruces y sus bandas, y todas las mujeres bonitas lucían sus prendas más elegantes. Al final de la galería de retratos se encontraba la princesa Sophia de Carlsrühe, una gruesa dama de aspecto tártaro, con ojillos negros y unas esmeraldas maravillosas, chapurreando francés con voz muy aguda y riéndose sin mesura de todo cuanto se decía. Realmente se apreciaba allí una singular mezcolanza de personas. Espléndidas esposas de pares del reino charlaban cortésmente con virulentos radicales; predicadores populares se codeaban con inveterados escépticos; una banda de obispos seguía la pista, de salón en salón, a una corpulenta prima donna; en la escalera se agrupaban varios miembros de la Real Academia, disfrazados de artistas, y se decía que el comedor se vio por un momento abarrotado de genios. En pocas palabras: era una de las más deslumbrantes veladas de lady Windermere, y la princesa se quedó hasta cerca de las once y media.

Justo después de su marcha, lady Windermere volvió a la galería de retratos, en la que un famoso economista estaba explicando con aire solemne la teoría científica de la música a un virtuoso húngaro espumeante de indignación, y se puso a hablar con la duquesa de Paisley. Lady Windermere estaba maravillosamente bella con su esbelto cuello marfileño, sus grandes ojos azules color nomeolvides y sus espesos bucles dorados. Cabellos de or pur, no como esos de tono pajizo que usurpan hoy día su refinada denominación, sino cabellos de un oro como tejido con rayos de sol o bañados en un ámbar insólito; cabellos que encuadraban su rostro con un nimbo de santa y, al mismo tiempo, con la fascinación de una pecadora. Lo cierto es que lady Windermere constituía un curioso caso psicológico. Desde muy joven descubrió en la vida la importante verdad de que nada se parece tanto a la ingenuidad como el atrevimiento; y, por medio de una serie de aventuras despreocupadas, del todo inocentes en su mayoría, logró todos los privilegios de una personalidad. Había cambiado varias veces de marido. En el Debrett[1] aparecía con tres matrimonios en su haber, pero nunca cambió de amante, así que el mundo había dejado de chismorrear a cuenta suya desde hacía tiempo. En la actualidad contaba cuarenta años, no tenía hijos y poseía esa pasión desordenada por el placer que constituye el secreto de la eterna juventud.

De repente, miró con ansiedad a su alrededor, y preguntó con su clara voz de contralto:

—¿Dónde está mi quiromante?

—¿Su qué..., Gladys? —exclamó la duquesa con un estremecimiento involuntario.

—Mi quiromante, duquesa. Me es imposible vivir ya sin él.

—¡Querida Gladys! Usted siempre tan original... —murmuró la duquesa, intentando recordar qué era exactamente un quiromante, y confiando en que no sería lo mismo que un manicuro.[2]

—Viene a leer mi mano dos veces por semana —prosiguió lady Windermere—, y le interesa muchísimo.

«¡Dios mío! —pensó la duquesa—. Debe de ser una especie de manicuro. ¡Es atroz! Supongo que por lo menos será extranjero. Así no resultará tan desagradable.»

—Tengo que presentárselo a usted —dijo lady Windermere.

—¡Presentármelo! —exclamó la duquesa—. ¿Quiere usted decir que está aquí?

Empezó a buscar a su alrededor tras su abanico de carey y su chal de encaje antiquísimo, como preparándose para huir a la primera alarma.

—Claro que está aquí; no se me ocurriría dar una reunión sin él. Dice que tengo una mano esencialmente psíquica, y que si mi dedo pulgar fuera un poquito más corto, sería yo una pesimista convencida y estaría recluida en un convento.

—¡Ah, sí! —profirió la duquesa, ya más tranquila—. Dice la buenaventura, ¿no es eso?

—Y la mala también —respondió lady Windermere—, y muchas cosas por el estilo. El año próximo, por ejemplo, correré un gran peligro, en tierra y por mar. Tendré pues que vivir en globo. Todo eso está escrito aquí, sobre mi dedo menique... O en la palma de mi mano, no recuerdo bien.

—Pero realmente eso es tentar a la providencia, Gladys.

—Mi querida duquesa: la providencia puede resistir, seguro, a la tentación en estos tiempos. Creo que todos deberían hacerse leer sus manos una vez al mes, con objeto de enterarse de lo que les está prohibido. Claro es que todos seguirían haciendo lo mismo, pero ¡resulta tan agradable saber lo que va a ocurrir! Si no tiene nadie la amabilidad de ir a buscar ahora al señor Podgers, iré yo misma.

—Permítame que me encargue de ello, lady Windermere —dijo un muchacho alto y distinguido que las acompañaba y seguía la conversación con sonrisa divertida.

—Muchas gracias, lord Arthur; pero temo que no le reconozca usted.

—Si es tan extraordinario como usted dice, lady Windermere, no podrá escapárseme. Dígame solo cómo es, y dentro de un momento se lo traeré.

—Bien, no tiene nada de quiromante; quiero decir que no tiene nada de misterioso, nada esotérico, ningún aspecto romántico. Es un hombrecillo grueso, con una cabeza cómicamente calva y grandes gafas de oro; un personaje entre médico y notario pueblerino. Siento que sea así, pero no tengo yo la culpa. ¡Es tan absurda la gente! Todos mis pianistas tienen aspecto de poetas, y todos mis poetas, aspecto de pianistas. Recuerdo ahora que la última temporada invité a comer a un tremendo conspirador, un hombre que había hecho volar con dinamita a infinidad de gente y que vestía siempre una cota de malla y un puñal escondido en la manga. Pues bien; sepan ustedes que, a pesar de todo, tenía el total aspecto de un sacerdote bondadoso y anciano, y durante toda la noche se mostró muy chistoso; lo cierto es que resultó muy divertido, encantador; pero yo me sentí cruelmente desilusionada, y cuando le pregunté por su cota de malla, se contentó con reírse y me dijo que era demasiado fría para usarla en Inglaterra. ¡Ah, ya está aquí el señor Podgers! Bueno; desearía, señor Podgers, que leyese usted la mano de la duquesa de Paisley. Duquesa, ¿quiere usted quitarse el guante? No, el de la izquierda, no; el de la derecha.

—Mi querida Gladys: no creo que esto sea del todo correcto —dijo la duquesa, desabrochando con desgana un guante de cabritilla bastante sucio.

—Lo que es interesante no es nunca correcto —dijo lady Windermere—: on a fait le monde ainsi.[3] Pero tengo que presentarles: señor Podgers, mi quiromante favorito; la duquesa de Paisley. Como le diga a usted que tiene el «monte de la luna» más desarrollado que el mío, no volveré a creerle nunca.

—Estoy segura, Gladys, de que no habrá nada de eso en mi mano —dijo la duquesa en tono grave.

—Su Excelencia está en lo cierto —replicó el señor Podgers, echando un vistazo sobre la manita regordeta de dedos cortos—: el «monte de la luna» no está desarrollado. Sin embargo, la línea de la vida es excelente. Tenga la amabilidad de doblar la muñeca... Gracias. Tres rayas clarísimas en la

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