La repulsión (Flash Relatos)

Edgar Allan Poe

Fragmento

cap-1

Berenice

 

Dicebant mihi sodales, si sepulchrum amicae visitarem, curas meas aliquamtulum fore levatas.[1]

EBN ZAIAT

El infortunio es múltiple. La desdicha sobre la tierra, multiforme. Dominando el vasto horizonte cual el arcoíris, son sus matices tan varios como los de ese arco, tan claros también, e incluso tan íntimamente mezclados. ¡Dominando el vasto horizonte cual el arcoíris! ¿Cómo he podido obtener de la belleza un tipo de fealdad? ¿Cómo del pacto de paz, un dolor semejante? Pero lo mismo que en la ética el mal es una consecuencia del bien, así, en la realidad, de la alegría nace la pena, bien porque el recuerdo de la felicidad pasada forme la angustia de hoy, bien porque las angustias que son tengan su origen en los éxtasis que pueden haber sido.

Mi nombre de pila es Egeo; no mencionaré mi apellido familiar. Sin embargo, no hay torreones en la comarca más ilustres que los de mi triste y vetusta casa solariega. Nuestro linaje ha sido llamado raza de visionarios; y en muchos detalles notables —en el carácter de la mansión familiar, en los frescos del salón principal, en los tapices de los dormitorios, en los cincelados de algunos pilares de la armería, pero más especialmente en la galería de cuadros antiguos, en el estilo de la biblioteca, y por último, en la particularísima naturaleza del contenido de esa biblioteca— hay más que suficientes pruebas para justificar esa creencia.

El recuerdo de mis primeros años va unido a esa sala y a esos volúmenes, de los cuales no diré nada más. Allí murió mi madre. Allí nací. Pero sería ocioso decir que no he vivido antes, que el alma no tiene una existencia anterior. ¿Lo niega usted? No discutamos ese tema. Convencido yo mismo, no intento convencer. Allí hay, no obstante, un recuerdo de formas aéreas, de ojos espirituales y pensativos, de sonidos musicales, aunque tristes; un recuerdo que no quiere irse; un recuerdo parecido a una sombra, vago, invariable, indefinido, incierto, y como una sombra también, me veo en la imposibilidad de deshacerme de ella mientras exista el sol de mi razón.

En esa estancia nací. Despertando así de la larga noche que parecía ser, pero que no era, la nada, para caer enseguida en las verdaderas regiones de un país de hadas, en un palacio fantástico, en los extraños dominios del pensamiento y de la erudición monásticos, no es raro que haya mirado a mi alrededor con ojos espantados y ardientes, que haya malgastado mi infancia ante los libros y disipado mi juventud en sueños; pero lo que es singular, al pasar los años y cuando el mediodía de la virilidad me encontró aún en la casa de mis padres, lo que es maravilloso es ese estancamiento que cayó sobre las fuentes de mi vida, maravilloso ese total trastrocamiento que tuvo lugar en el carácter de mis más vulgares pensamientos. Las realidades del mundo me afectaban como visiones, y solo como visiones, mientras que las ideas desenfrenadas de la comarca soñadora llegaban a ser, en cambio, no el alimento de mi existencia diaria, sino realmente mi entera y única existencia.

Berenice y yo éramos primos, y crecimos juntos en mi casa solariega. Aun así, crecimos muy diferentes: yo, mísero de salud y sepultado en la tristeza; ella, ágil, graciosa y desbordante de energía. Para ella era el vagar por la ladera de la colina; para mí, los estudios del claustro. Yo, viviendo dentro de mi propio corazón, y entregado en cuerpo y alma a la más intensa y penosa meditación; ella, vagando despreocupada por la vida, sin pensar en las sombras de su camino o en el vuelo callado de las horas con plumaje de cuervo. ¡Berenice! Grito su nombre —¡Berenice!—, y en las ruinas vetustas de mi memoria se agitan mil recuerdos tumultuosos a ese sonido. ¡Ah, su imagen está viva ante mí ahora, como en los primeros días de su luminoso ardor y de su alegría! ¡Oh, magnífica, y con todo, fantástica belleza! ¡Oh, sílfide entre los arbustos de Arnheim! ¡Oh, náyade entre sus fuentes! Y luego, luego todo es misterio y terror, y una historia que no puede contarse. Una dolencia, una fatal dolencia cayó sobre su persona como el simún; y hasta cuando yo la contemplaba, el espíritu de transformación pesaba sobre ella, penetrando su espíritu, sus hábitos, su carácter, y de la manera más sutil y terrible, ¡perturbaba incluso la identidad de su persona! ¡Ay, el destructor venía y se iba! Y la víctima, ¿dónde está? No la conocía, o al menos, ¡no la conocía ya como Berenice!

Entre la numerosa serie de enfermedades acarreadas por aquella fatal y primera, que provocaron una revolución de un género tan terrible en el ser moral y físico de mi prima, hay que mencionar la de naturaleza más penosa y tenaz: una especie de epilepsia que terminaba con frecuencia en catalepsia, una catalepsia muy parecida a la muerte real, y de la que despertaba ella en muchos casos con un brusco sobresalto. Al mismo tiempo mi propia enfermedad —pues me han dicho que no puedo llamarla de otro modo—, mi propia enfermedad aumentaba rápidamente, tomando, por último, el carácter de una monomanía, de una forma nueva y extraordinaria, cobrando a cada hora, a cada minuto mayor energía, y adquiriendo al cabo sobre mí el más incomprensible ascendiente. Esta monomanía, si he de usar este término, consistía en una irritabilidad morbosa de esas facultades del espíritu que la ciencia metafísica denomina «atentas». Es más que probable que no sea yo comprendido; pero temo de veras que no haya manera posible de dar a la mayoría de los lectores una idea adecuada de esa nerviosa intensidad de interés con la cual, en mi caso, la facultad de meditación (para no emplear términos técnicos) se ocupaba y se sumía en la contemplación de los objetos más vulgares del universo.

Meditar infatigablemente durante largas horas, con mi atención fija en algún frívolo dibujo sobre el margen o en el texto de un libro; permanecer absorto la mayor parte de un día de verano en una curiosa sombra cayendo oblicuamente sobre el tapiz o sobre el suelo; olvidarme de mí mismo durante una noche entera, espiando la firme llama de una lámpara; soñar toda una jornada con el perfume de una flor; repetir monótonamente alguna palabra vulgar, hasta que el sonido, a causa de las frecuentes repeticiones, cesara de ofrecer una idea cualquiera a la mente; perder todo sentido de movimiento o de existencia física por medio de una absoluta inmovilidad corporal, larga y persistentemente mantenida: tales eran algunas de las más comunes y de las menos perniciosas fantasías promovidas por el estado de mis facultades mentales, que no son, por supuesto, únicas, pero que desafían en verdad todo género de análisis o explicación.

A pesar de todo, no quiero ser malinterpretado. La anormal, grave y morbosa atención así excitada por objetos frívolos en su propia naturaleza no debe confundirse en el carácter con esa tendencia meditativa común a

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