Sepulcro de canciones (Flash Relatos)

Orson Scott Card

Fragmento

cap-1

La lluvia la sacaba de quicio. Hacía cuatro semanas que llovía sin cesar, y la gente del sanatorio del condado de Millard no sacaba a los pacientes. Era un fastidio, y la vida se ponía muy difícil para las enfermeras, pues todos se quejaban y exigían entretenimientos.

Pero Elaine no exigía entretenimientos. Nunca exigía nada. Sin embargo, la lluvia la afectaba más que a nadie. Quizá porque sólo tenía quince años y era la única niña en una institución consagrada al sufrimiento adulto. Quizá porque necesitaba más que nadie esas horas al aire libre, o al menos las disfrutaba más. La ponían en la silla, la apoyaban en almohadas para mantenerle el cuerpo erguido, la deslizaban por los pasillos hasta las puertas de vidrio. Elaine gritaba: «Más rápido, más rápido», hasta que al fin llegaban afuera. Me contaron que nunca decía nada allá afuera. Sólo se quedaba sentada en el parque, observándolo todo. Y más tarde la entraban de nuevo.

A menudo yo la veía entrar. Temprano, porque yo estaba allí, aunque nunca se quejó de que mis visitas interrumpieran su salida. Mientras la llevaban al sanatorio, me sonreía con tal euforia que mi mente le inventaba brazos, brazos que agitaba frenéticamente en concordancia con el deleite infantil de su rostro. Yo imaginaba piernas en movimiento, piernas llevándola por la hierba, hendiendo el aire como grandes olas. Pero había almohadas en vez de brazos, impidiendo que cayera al costado, y el cinturón le impedía caerse hacia delante, pues no tenía piernas para frenarse.

Llovió cuatro semanas, y casi la perdí.

Mi trabajo, uno de los peores del Estado, consistía en recorrer seis sanatorios en seis condados, visitándolos cada semana. Yo «hacía terapia» cuando las autoridades de la institución la consideraban necesaria. Nunca supe cómo lo decidían. Todos los pacientes estaban locos hasta cierto punto, la mayoría con la impotente locura de la vejez, el resto con la angustia de los inválidos y los tullidos.

Nadie termina como terapeuta del Estado si anduvo bien en la universidad. A veces me decía que no me había distinguido porque seguía otro ritmo. Pero no era así. Como un benévolo profesor me señaló con amable crudeza, yo no tenía pasta para la ciencia. Pero estaba seguro de que tenía pasta para el arte de la terapia. Desde que consolé a mi madre en su último año de cáncer, había creído que tenía talento para ayudar a la gente a afrontar sus problemas. Yo era el confidente de todos.

Con todo, nunca creí que terminaría tratando de ayudar a los desesperados en una parte del Estado donde ni siquiera los sanos tenían muchos motivos para seguir viviendo. Pero para eso servían mis credenciales, y cuando (maduramente) me dije que había superado la decepción inicial, busqué lo mejor de una mala situación.

Lo mejor fue Elaine.

—Llueve llueve llueve —fue el saludo que recibí cuando la visité el tercer día de esa racha.

—Vaya si lo sé. Tengo el pelo empapado.

—Ojalá yo lo tuviera así —respondió Elaine.

—No creas. Te pondrías enferma.

—Yo no.

—Bien, el señor Woodbury me dijo que estás deprimida. Yo debo hacerte feliz.

—Haz que pare la lluvia.

—¿Me has tomado por Dios?

—Creí que estabas disfrazado. Yo estoy disfrazada —dijo. Era uno de nuestros juegos—. En realidad soy un gran armadillo de Texas a quien se le concedió un deseo. Pedí convertirme en ser humano. Pero el armadillo no alcanzaba para hacer un ser humano completo, así que aquí estoy.

Elaine sonrió. Yo sonreí.

Tenía cinco años cuando un camión-cisterna explotó frente al coche de sus padres, matando a ambos y arrancándole las piernas y los brazos a ella. Fue un milagro que sobreviviera. Que siguiera viviendo me parecía una crueldad inimaginable. Que lograra ser relativamente feliz, una favorita de las enfermeras, me parecía incomprensible. Quizá fuera porque no tenía otra cosa que hacer. Una persona sin brazos ni piernas no tiene muchos modos de matarse.

—Quiero salir —dijo, mirando por la ventana.

El exterior no era gran cosa. Algunos árboles, césped, una cerca, no para retener a los internos sino para contener a los sórdidos residentes de un sórdido pueblo. Pero había colinas en lontananza, y los pájaros parecían alegres. Ahora la lluvia había obligado a los pájaros a ocultarse. No soplaba el viento y los árboles ni siquiera se mecían. Simplemente caía la lluvia.

—El espacio exterior es como la lluvia —dijo ella—. Tiene ese sonido, un repiqueteo sordo y continuo.

—Pues no. Allá no hay ningún sonido.

—¿Cómo lo sabes?

—No hay aire. No puede haber sonido sin aire.

Ella me miró con desdén.

—Tal como pensaba. No lo sabes. Nunca has estado allí, ¿verdad?

—¿Estás buscando pelea?

Elaine iba a responder, se contuvo, cabeceó.

—Maldita lluvia.

—Al menos no tienes que conducir en medio de la lluvia —dije. Pero puso una mirada triste y supe que había llevado la broma demasiado lejos—. Oye, en cuanto despeje te llevaré a pasear en coche.

—Son las hormonas.

—¿De qué hablas?

—Tengo quince años. Siempre me molestó quedarme adentro. Pero ahora quiero gritar. Tengo los músculos como anudados, el estómago tenso, tengo que salir a gritar. Son las hormonas.

—¿Qué hay de tus amigos? —pregunté.

—¿Bromeas? Están allá, jugando bajo la lluvia.

—¿Todos?

—Excepto Gruñón, claro. Él se disolvería.

—¿Y dónde está Gruñón?

—En la nevera, claro.

—Un día las enfermeras lo confundi

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