La elaboración de esta obra ha recibido una subvención de la Institució de les Lletres Catalanes para la creación de obras literarias en 2006.
Por la confianza, muchas gracias.
Y muchas gracias también a Raquel Castellà, estuche de una memoria que no es la suya.
Pero este libro es para Álex, que ha vuelto. Para que quede escrito aquí, en esta dedicatoria, un lugar en el que estar con sus padres: Albert y Jenny.
Todo nos parece siempre blanco o negro. Porque nos cuesta mucho entender que algunas cosas puedan ser blancas y negras a la vez. Que hay cosas reales e irreales al mismo tiempo.
Algunas de estas cosas, además, no se pueden decir con palabras. Y, no obstante, resulta fascinante intentarlo.
TIM BURTON
Soy, como hombre de letras, de imaginación escasa, más bien elemental: todo lo he visto o vivido.
JOAN SALVAT-PAPASSEIT
Yo no nací en un lugar sino en una historia. Y cuando me llamaron para decirme que mi padre había muerto estaba a diez mil kilómetros de aquí. En aquel instante la tierra se sacudió y un fuerte terremoto me obligó a dejarlo todo y salir de casa. Corriendo como si quisiera perseguir las palabras de mi madre: «Ha muerto papá».
«Detente», le pedí a mi padre mientras bajaba asustada las escaleras.
Y al llegar a la calle, esperé.
Luego volví a casa sofocada, como si me hubiera sacudido yo, no el mundo, y traté de serenarme. De recuperar las palabras de mi madre y entender lo que me había dicho antes que todo se moviera: que ahora yo, ya no era sólo yo. Era yo sin mi padre.
Y que no tendría tiempo de llegar a su entierro.
Dos días después le hicieron un funeral, lo cremaron y metieron sus cenizas en una urna. Al cabo de un tiempo su viuda alquiló un barco con el fondo de cristal y fue a esparcir el cuerpo volátil de mi padre en las islas Medes, delante del pueblo de L’Estartit.
Y mi padre se quedó ahí flotando, como una nube.
Ese día, yo tampoco estaba.
Tardé todavía un par de años en visitar la tumba natural de mi padre. Una mañana de invierno en que me llevó un amigo de la infancia y le pedí: «No entres al pueblo, vamos a ver las Medes desde la desembocadura del Ter».
La desembocadura del río Ter es un paraje natural habitado por patos salvajes que yo visitaba con frecuencia cuando era pequeña. Iba a pescar o a remontar el río en una barca de madera. Y desde ahí observaba, majestuosas, las islas Medes y la casa en la que veraneaba la familia de mi padre, que a mí me parecía un balcón encima del mar: volar enfrente de las Medes. Un lugar tan parecido a otra nube, que toda la vida he soñado que si de niña hubiese estirado el brazo, desde la cama, las hubiera podido tocar. Sin levantarme.
Y éste es un sueño que desde entonces he tenido a menudo.
Porque a las Medes íbamos mucho y teníamos la sensación que eran un poco nuestras. Las conocíamos bien. Sabíamos dónde bañarnos sin corriente, las rocas en las que los contrabandistas escondían el tabaco durante la guerra y el ruido que hacían los conejos salvajes cuando nos acercábamos a sus madrigueras. Íbamos a nadar cerca de una de sus calas casi todas las mañanas de verano, en una lancha motora que tenía mi tío Remo. Y algunas noches, cuando mis primos pequeños dormían, yo volvía a las Medes con mi abuelo, mi padre, mi tío y mi hermano. A pescar el congrio. Salíamos de casa al anochecer y caminábamos hasta el puerto. Entonces nos cubríamos con unos impermeables amarillos y cargábamos en la lancha de mi tío un cubo, una linterna para deslumbrar al congrio y un salabre para subirlo a la embarcación. Y cuando lo pescábamos y lo dejábamos morir de asfixia, todos nos esforzábamos por no mirar cómo se retorcía hasta la muerte aquel animal que medía más de un metro y tenía cuerpo de serpiente.
Recuerdo haber pescado unos cuantos congrios, aunque no tengo memoria de habérmelos comido nunca.
Esto pienso hoy, una mañana de invierno en que hace un poco de sol y un poco de viento y me he sentado a mirar las islas Medes desde la desembocadura del río Ter mientras trato de estar una vez más con mi padre. Aunque sólo consigo ver la luz de la linterna, escuchar el ruido que hacían los conejos salvajes cuando nos acercábamos y la cola del congrio golpeando desesperadamente el cubo. Y escucho también a mi tío Remo reírse porque mi abuelo, mi padre y mi hermano visten de amarillo.
Y entonces sí: entonces siento, finalmente, aquel temblor a diez mil kilómetros que me obligó por un instante a dejarlo todo.
Este libro es para mi padre, para mi hermano,
Rómulo Bosch.
Aunque mentiré porque
yo no nací en un lugar sino en una historia. Vengo de un pasado hecho con cosas que no se pueden decir y que se han convertido a sí mismas en una ciudad inventada. Este libro es una de ellas. Lo que permanece de la familia de mi padre, su rastro, su estela: el relato casi orgánico con el que comencé a narrar. Porque este libro con aroma de fruta recién arrancada y pescado agonizando en un cubo es en realidad mi primer libro, aunque no lo hubiera escrito antes. De aquí es de donde vengo. Ésta es mi semilla. Una historia constantemente explicada, un impulso. Un lugar escurridizo habitado por personajes casi reales que se mezclan con otros personajes que entre todos hemos inventado. Por esto ahora que he vuelto y me he detenido dando un salto silencioso para plantarme en tierra firme, como una cigüeña cuando aterriza, he revisado el trazo de una herencia extraña, compacta y transparente, y he podido escribir: Yo no nací en un lugar sino en una historia. Vengo de una ciudad imaginada que comienza en el horizonte, desde donde se ve por primera vez la silueta de un puerto que a pesar de que yo no lo sienta como algo cercano, lleva mi apellido: Moll Bosch i Alsina, las escaleras que surgen del mar,
a los pies de un barrio gótico,
en la Ciutat Comtal de Barcelona,
en la costa de Catalunya,
al oeste septentrional del mar Mediterráneo,
en Europa.
Aquí.
Como una escalinata,
en un trozo de puerto de unos trescientos metros de longitud que se llama como mi tatarabuelo después de cambiar tres veces de nombre: Moll de la Muralla, Moll de la Fusta y ahora Moll Bosch i Alsina. Como si las agujas del reloj hubieran llegado a alguna parte y finalmente se hubiesen detenido –sloc.
Después de esto: el año 1900, cuando cambió por primera vez un siglo en nuestra memoria inmediata y fragmentada de hoy.
Y de esto: que nuestros antepasados tuvieran el mismo miedo a que sucediera algo distinto que tendríamos nosotros cien años después.
Y también después de esto otro: cuando comenzaron las obras para ampliar y modernizar el puerto de Barcelona y junto al edificio flotante del Real Club de Regatas, unos carros de caballos barnizados de negro y dorado esperaban a los viajeros para llevarlos a los hoteles más hermosos de la ciudad: el Continental, Hotel Oriente, España.
Después de todo, y muchos años antes de ahora, un puerto se detuvo al cambiar un siglo, a pesar del miedo, enfrente de un edificio flotante, junto a un montón de maderas amontonadas y letras escritas en los barcos con pinturas antiguas que apenas resistían el salitre. Antes el tiempo se inventó un mundo que yo heredé sin conocer. Un mundo que nunca he tenido la sensación que fuera mío, que no he querido y que ni siquiera me había parecido cercano hasta que me percaté de un suceso estrictamente literario que comenzó a jalar de un hilo que al final lleva atada una cartulina en la que estaba escrita la palabra TIEMPO:
A principios del siglo XX trabajaba en el Moll de la Fusta un joven llamado Joan que perdió a su padre a los siete años. Joan había nacido en 1894 en el segundo piso del número 93 de la calle Urgell de Barcelona. Y su padre, un fogonero analfabeto que también había nacido en Barcelona, murió en 1901 en el vapor Montevideo de la Compañía Transatlántica: una naviera fundada por Antonio López en 1850, veintiocho años antes de convertirse en el primer marqués de Comillas por gracia del rey Alfonso XII, bisabuelo de Juan Carlos de Borbón.
El vapor Montevideo en el que murió el padre de Joan, había viajado de La Habana a Veracruz durante la guerra de Cuba, repatrió a las últimas tropas españolas en Puerto Rico en 1898 y terminó sus días en el desguace. Muchos años después de aquel viaje que hizo de Barcelona a Cádiz el verano de 1901.
En un despacho de Cádiz se dice lo siguiente: «Procedente del puerto de Barcelona ha llegado el Montevideo. El fogonero Juan Salvat, que había embarcado en Barcelona, sufrió un accidente haciendo guardia, cayendo sobre las planchas del horno. El infeliz pereció abrasado» (La Publicidad, 17 de julio de 1901).
Su hijo Joan se crió en el Asilo Naval Español que albergaba una de las goletas atracadas en el puerto de Barcelona. Otro edificio flotante, como el Real Club de Regatas. Y unos años después aquel joven que creció huérfano se convirtió en vigilante nocturno del Moll de la Fusta, escultor religioso, librero, anarquista, independentista, articulista y poeta. Y a pesar de morir a los treinta años, víctima de la tuberculosis, Joan fue una de las voces imprescindibles de la vanguardia literaria catalana.
Su nombre completo fue Joan Salvat-Papasseit y años después de haber sido vigilante del puerto escribió «Nocturno para acordeón», que se publicó en 1925 en un libro póstumo titulado Ossa Menor (Fi dels poemes d’avantguarda).
NOCTURN PER A ACORDIÓ
A Josep Aragay
*
Después, ahora, he sabido que a Joan Salvat-Papasseit le gustaba el sonido del acordeón, escribía artículos socialistas con el seudónimo Gorkiano y contaba que al ser bautizado, «una tarde tormentosa como una obstinación», el cura le dijo a su madre: «Nacido con agua obstinada, tal vez muera con fuego»: como había de morir su padre. En unas notas autobiográficas escribió una frase genial: «Soy, como hombre de letras, de imaginación escasa, más bien elemental: todo lo he visto o vivido». «Cada herida, la sangre de un poema», diría después. Aunque yo todo esto lo he averiguado luego. Ahora. Cuando comencé a escribir este libro y comí con un amigo llamado Julià que disfruta revisando la historia de Barcelona para encontrar coincidencias. ¿Eres tataranieta de Bosch i Alsina?, me preguntó sorprendido. Sí. Entonces Joan Salvat-Papasseit trabajó para tu familia.
Y a mí me vino a la memoria, como si hubiera continuado volando sin hacer apenas ruido, el día que compré El poema de la rosa als llavis. Sin duda el libro más conocido del poeta y uno de los recuerdos más persistentes de mi adolescencia. Porque su lectura fue un umbral, una puerta trabada que empujaba mi mundo al abrirse. El mundo de todos nosotros. El descubrimiento de un libro valiente. Un momento único. Exquisito. Una voz que me impactó profundamente y que junto con el poeta Joan Maragall sirvió de agarradera para algo con alas y casi sin cuerpo que volaba desde hacía años a mi alrededor. Muy cerca. Como el tiempo. Como el movimiento imperceptible del agua estancada. Algo etéreo que yo no conocía. Un pequeño pájaro casi inexistente que cuando leí por primera vez a Salvat-Papasseit se detuvo. Sulc.
Res no és mesquí,
perquè els dies no passen;
i no arriba la mort ni si l’heu demanada.*
Lo leí un lunes por la mañana con mi amigo David, en la clase de literatura catalana del Instituto Jaume Almera de Vilassar de Dalt. Y aquella tarde fui a la librería Robafaves de la cercana ciudad de Mataró a comprar El poema de la rosa als llavis. Era 20 de febrero de 1989 y hoy que escribo esto, aunque siga siendo un lunes de febrero, han pasado casi dieciocho años, porque estoy en el lunes 19 de febrero de 2007. Y es ahora cuando leo que en la primera página de aquel ejemplar escribí: «Lolita Bosch, 20-2-89. Mam y Gínger», y eso significa que me lo habían regalado mi madre y su marido. Lo he revisado porque casi todos los libros que tengo en casa tratan de conservar algo de lo que hay afuera: la fecha en que los he comprado, quién me los regala, qué he hecho ese día, por qué lo compro. Quién estoy siendo ahora y quién desaparece.
Zum. Se va.
No creo haber seguido leyendo a Joan Salvat-Papasseit después de aquel invierno. Quizás, como mucho, lo releí sin disciplina hasta la primavera. No más. No se convirtió en uno de mis poetas imprescindibles al lado de René Char, Xavier Villaurrutia, Oliverio Girondo, Manuel Maples Arce o Ausiàs March. Ni siquiera en un poeta heredado como Guerau de Liost o Federico García Lorca. Pero conservé aquel ejemplar comprado el lunes 20 de febrero de 1989 en la librería Robafaves de Mataró como si fuera una caja de música preciosa, un abrecartas de jade, una muñeca rusa tallada a mano: el peine de nácar y plata con que se acicalan el bigote los personajes de las novelas de Europa del Este.
Un objeto precioso.
Y ahora que he descubierto el vínculo entre el poeta y mi tatarabuelo, he revisado con ansia el libro que compré hace casi veinte años y he anotado en mis apuntes: «Lo editó Ariel en 1978, la cubierta es de Joaquim Guinovart». Entonces he telefoneado a mi amiga Núria, que es poeta, y le he pedido que busque más libros de Joan Salvat-Papasseit en sus estanterías repletas de poesía y que me lea el último verso de El poema de la rosa als llavis como se leería para ser recitado. Porque éste fue casi el último libro que publicó en vida. Luego murió: el jueves 7 de agosto del año bisiesto de 1924, en una habitación oscura de la calle Argenteria. Justo encima de una tienda llamada Cafés El Magnífico donde desde 1919 tres generaciones de una misma familia han molido café recién tostado.1 Tienen el tostadero en un local del barrio de la Ribera, cerca de la iglesia de Santa Maria del Mar. En una calle que huele a café y que no está muy lejos del agua.
Y ahora, a la salud de aquel poeta que vigiló la madera del puerto de Barcelona y de su padre, que fue fogonero y murió abrasado, detengo la narración de este libro para ir a tomar un café recién molido a la calle Argenteria.
Vuelvo. Estaba cerrado y he aprovechado para caminar y tomar algunas fotos.
La calle Argenteria va de la iglesia de Santa Maria del Mar hasta la Via Laietana, que era por donde mi padre me contaba, cuando yo era pequeña, que había entrado Julio César al cumplir su sueño de visitar finalmente la ciudad de Barcelona. Cuando para evitar los asaltadores de caminos y los enemigos del imperio, ordenó a un grupo de esclavos romanos que le abrieran una ruta por la que cruzar Europa a medida que su séquito avanzaba: desde Roma, capital del imperio, hasta Barcelona: el mar. Proyectando un recorrido encima del mapa futuro de mi imaginación. Lisc. Porque cuando mi padre me contaba aquel viaje asombroso, yo cerraba un poquito los ojos sin perderlo de vista e imaginaba en una ilustración antigua el trazo de un viaje lento. Como si estuviera viendo una de aquellas películas de antes que narraban épicamente las hazañas de Marco Polo o de un grupo de valientes exploradores que cruzaban África desde el mar hasta el corazón. Luego, continuaba mi padre sin mencionar el pueblo de la costa en el que había nacido mi tatarabuelo, con el paso de los años, el trecho del camino de César en la comarca del Maresme se llamaría Camí del Mig y el de Barcelona recibiría el nombre eterno de Via Laietana. En honor a un pueblo íbero que habitó el espacio que después de ellos se convirtió en esta ciudad. Porque el nombre romano con el que originalmente se fundó Barcelona en el siglo I antes de Cristo no fue Laietània sino Bàrcino. El lugar exacto en el que desembocó Julio César después de mandar abrir un camino lento y llegar hasta aquí.
Así lo contaba mi padre mientras desayunábamos en un bar llamado Solé que había cerca del despacho de las bodegas familiares y cuyos ventanales daban a la Via Laietana. Ahora hay un bar nuevo. Pero esto ocurría antes: cuando no había tanto ruido ni tanto turismo y yo podía imaginar cuádrigas romanas avanzando con una lentitud insólita, sagaz, valiente como me parecería valiente, años después, el libro de Joan Salvat-Papasseit. E imaginaba también a Julio César ataviado con una túnica impoluta bordada con hilo de oro. Porque así terminaba aquel viaje mi padre: diciendo que cuando el emperador estaba a punto de entrar a Barcelona hizo detener su séquito en un claro del río Besòs para lavarse y cambiarse de ropa. Quería estrenar la túnica bordada con hilo de oro que le habían cosido las artesanas más virtuosas del imperio pocas semanas antes de salir de Roma.
Era todo mentira.
Aunque cuando lo pienso me pongo un poco alegre de que mi padre inventara constantemente una ciudad y un poco triste de que apenas nadie más lo crea. Y, sin embargo, hay otras personas que también lo recuerdan. Y eso me convence de que no puede ser totalmente falso y de que tal vez mi padre nos hablaba de César porque él también tenía un nombre romano. O porque al principio hubo un Rómulo, el primero, que fundó la capital italiana e inventó las legiones. Y quién sabe: a lo mejor a mi padre todavía le parecía verlas de vez en cuando. Crico, crocu –o escucharlas. No sé.
Sí sé que pasó esto: en 1905 la familia del marqués de Comillas y la de Rómulo Bosch i Alsina firmaron por primera vez un contrato, en el que quedaba sellada la inminente apertura de la Via Laietana y la remodelación del centro de Barcelona. El marqués de Comillas lo firmaba como presidente del Banco Central Hispano, Rómulo Bosch i Alsina como alcalde de la ciudad. Esto ocurría mil novecientos cincuenta y un años después de la muerte de Julio César y más de cien años antes de que ambas familias firmaran un segundo contrato: Claudio López de Lamadrid, editor de Literatura Mondadori y bisnieto del marqués de Comillas, y yo, tataranieta de Rómulo Bosch i Alsina, acordamos publicar la versión castellana de esta novela: La familia de mi padre, Literatura Mondadori, Barcelona, 2008.
A la apertura de la Via Laietana se le llamó la Reforma y comenzó con un golpe de martillo que el rey Alfonso XIII dio contra una casa del número 77 de la calle Ample. Clac. Era 1908, el año en que nació en esta misma ciudad la escritora Mercè Rodoreda y se inauguró el Palau de la Música Catalana, obra del arquitecto modernista Lluís Domènech i Montaner. Quien años después terminaría la remodelación del Hospital de Sant Pau i la Santa Creu en el que mi padre moriría en 1999. Cáncer de esófago.
Réquiem por él.
Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé!
Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,
la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma… ¡Yo no sé!
Son pocos; pero son… Abren zanjas obscuras
en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte.
Serán tal vez los potros de bárbaros atilas;
o los heraldos negros que nos manda la Muerte.
Son las caídas hondas de los Cristos del alma,
de alguna fe adorable que el Destino blasfema.
Esos golpes sangrientos son las crepitaciones
de algún pan que en la puerta del horno se nos quema.
Y el hombre… Pobre… ¡pobre! Vuelve los ojos, como
cuando por sobre el hombro nos llama una palmada;
vuelve los ojos locos, y todo lo vivido
se empoza, como charco de culpa, en la mirada.
Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé! 2
A la apertura de la Via Laietana se le llamó la Reforma y comenzó con un golpe de martillo que el rey Alfonso XIII dio contra una casa del número 77 de la calle Ample. Clac. Era 1908, el año en que nació en esta misma ciudad la escritora Mercè Rodoreda y se inauguró el Palau de la Música Catalana, obra del arquitecto modernista Lluís Domènech i Montaner. Quien años después terminaría la remodelación del Hospital de Sant Pau i la Santa Creu en el que mi padre moriría en 1999. Cáncer de esófago.
Réquiem por él.
Fuera de las tierras de habla catalana Domènech i Montaner sólo construiría tres veces. Y siempre en Comillas, Santander, el pueblo de origen de Antonio López y López, primer marqués de Comillas y fundador de la Compañía Transmediterránea en la que murió abrasado el padre de Joan Salvat-Papasseit. En aquel pequeño pueblo santanderino el arquitecto catalán construyó el cementerio, construyó la Fuente de los Tres Caños y construyó también la Universidad Pontificia. Y cuando le digo a mi editor que me gustaría visitar estos tres monumentos me convida a pasar unos días con su familia en Semana Santa.
Y antes, mucho antes que yo reciba esta invitación, el obispo José María Urquinaona y Bidot hizo el mismo recorrido que el padre de Joan Salvat-Papasseit y casi todos los barcos que venían de América: salir de Cádiz para llegar a Barcelona. El obispo había nacido en 1813 en Andalucía y murió aquí en 1883. Exactamente cien años antes de que muriera Mercè Rodoreda en Girona. Y fue cuando murió el obispo que las autoridades decidieron ponerle a la vieja plaza de Jonqueres su nombre: plaza Bisbe Urquinaona. Ahí, veinticinco años más tarde, empezarían las obras de la Reforma que abrieron una salida hasta el mar: la Via Laietana. Una calle que a mí siempre me pareció desangelada. Tal vez porque cuando acompañaba a mi padre a su despacho, él me hablaba de la Via Laietana como si hubiera dejado de ser importante:
aquí antes estuvo Julio César,
aquí antes hubo una sala de tortura del franquismo,
aquí antes se manifestaba la gente de bien y cantaba La Internacional.
Eso me decía mi padre sentado tras los ventanales del bar Solé y mirando conmigo hacia una calle que yo relaciono inevitablemente con la invención del télex.
Slurc.
El primer télex que vi era una máquina de un color verde escandaloso y terriblemente moderna. La familia de mi padre la había comprado para el despacho de la Via Laietana desde el que llevaban las bodegas de vinos que tenían en Vilafranca del Penedès. Y lo colocaron en el escritorio de la entrada, donde se sentaba un señor apellidado Buxó –sombra neutral y desconocida que parecía sustituir siempre a mi abuelo–, para que todos pudiéramos maravillarnos con la invención de un aparato capaz de mandar datos a cualquier lugar del mundo con una rapidez desconcertante. Fiuh. Sin posibilidad de error. Recuerdo la mañana que mi padre nos llevó al despacho para que lo viéramos. Emocionado con la realización de las cosas posibles, mi padre nos invitó después a desayunar al bar Solé y no nos contó esto:
La obra de la Reforma dejó preparada toda la infraestructura para el futuro: alcantarillas, alumbrado, pavimentación e incluso los túneles del metro que no se empezaría a construir hasta al cabo de veinte años. Los edificios monumentales afectados por el plan urbanístico se desmontaron piedra a piedra y se recolocaron en otros lugares de Barcelona. Así se fue la plaza Sant Felip Neri, que hoy está entre la calle de la Palla y la calle Sant Sever, detrás del Museo del Calzado. Se fue la plaza del Rei que hoy alberga el Museo de Historia de la Ciudad que en realidad es la antigua Casa Padellàs que también trasladaron piedra a piedra cuando abrieron la Via Laietana. Y se fue también la casa del gremio de caldereros, que estaba en la parte de la calle Boira que desapareció con la Reforma y cuya fachada fue primero trasladada a la plaza Lesseps y finalmente a la plaza Sant Felip Neri. Y en esta ciudad en la que los lugares se iban, desaparecieron además ochenta calles y fueron destruidas dos mil ciento noventa y nueve viviendas que habitaban más diez mil personas que no fueron reubicadas por el ayuntamiento. Dos años después que el paseo de Gràcia hubiera estrenado las farolas modernistas con bancos de piedra de Pere Falqués.
Cambiaba el siglo y remarcaba la importancia de un arte nuevo. Apenas en 1903 el escultor Josep Llimona había colocado la primera piedra del monumento al doctor Robert en la plaza Universitat. La escultura sería desmontada durante la dictadura franquista y posteriormente reconstruida en la plaza Tetuán en 1983. Era un monumento muy pesado y se tuvo que rellenar uno de los mayores refugios de la guerra civil para garantizar la consistencia del suelo. Desapareció así la guarida que había construido Ramon Pererea, jefe de obras de la Junta de Defensa Pasiva durante la guerra: una red de grandes túneles de hormigón ocultos bajo la plaza Tetuán. Smorc. De nuevo una ciudad inventada, construcciones móviles y, de lejos, el rumor imperturbable del modernismo. Que simbólicamente había comenzado con la Exposición Universal de 1888, de la que Rómulo Bosch i Alsina fue directivo, y finalizó con la muerte del poeta Joan Maragall: el otro escritor que me impactó en la época que leí por primera vez El poema de la rosa als llavis. Cuando algo parecido al tiempo se detuvo y un aleteo casi imperceptible trató de condensarlo todo en un mundo cambiado.
Joan Maragall fue el abuelo del alcalde que muchos años más tarde de todo este tiempo en el que ahora pasa este libro, desvelaría la escultura de Rómulo Bosch i Alsina que hay en el puerto de Barcelona. Y en 1893 había escrito un poema llamado La vaca cega que yo tuve colgado en la pared de mi habitación durante años: junto a la cama, para leerlo tumbada. Y que todavía hoy puedo recitar de memoria porque cada vez que me esforzaba en leerlo concentrada conseguía llorar. Como si los poemas fueran estuches:
Topant de cap en una i altra soca,
avançant d’esma pel camí de l’aigua,
se’n va la vaca tota sola. És cega.
D’un cop de roc llançat amb massa traça,
el vailet va buidar-li un ull, i en l’altre
se li ha posat un tel: la vaca és cega.
Ve a abeurar-se a la font com ans solia,
mes no amb el ferm posat d’altres vegades
ni amb ses companyes, no; ve tota sola.
Ses companyes, pels cingles, per les comes,
pel silenci dels prats i en la ribera,
fan dringar l’esquellot, mentre pasturen
l’herba fresca a l’atzar… Ella cauria.
Topa de morro en l’esmolada pica
i recula afrontada… Però torna,
i baixa el cap a l’aigua, i beu calmosa.
Beu poc, sens gaire set. Després aixeca
al cel, enorme, l’embanyada testa
amb un gran gesto tràgic; parpelleja
damunt les mortes nines i se’n torna
orfe de llum sota del sol que crema,
vacil·lant pels camins inoblidables,
brandant lànguidament la llarga cua.
Miguel de Unamuno, quien en 1998 recibió una plaza en Barcelona cerca de las calles Federico García Lorca, Antonio Machado y Miguel Hernández, además de mantener con Joan Maragall una correspondencia fluida, lo tradujo al español. Y aquel poema que a mí me hizo llorar durante años, con el nombre de La vaca ciega quedó así:
En los troncos topando de cabeza,
hacia el agua avanzando vagorosa,
del todo sola va la vaca. Es ciega.
De una pedrada harto certera un ojo
le ha deshecho el boyero, y en el otro
se le ha puesto una tela. La vaca es ciega.
Va a abrevarse a la fuente que solía,
mas no cual otras veces con firmeza,
ni con sus compañeras, sino sola.
Sus hermanas por lomas y cañadas,
por el silencio de prados y riberas,
hacen sonar la esquila mientras pastan
hierba fresca al azar. Ella caería.
Topa de morro en la gastada pila,
afrentada se arredra, pero torna,
dobla la frente al agua y bebe en calma.
Poco y casi sin sed; después levanta
al cielo enorme la testuz cornuda
con gesto de tragedia; parpadea
sobre las muertas niñas, y se vuelve,
bajo el ardiente sol, de lumbre huérfana,
por sendas que no olvida, vacilando,
blandiendo en languidez la larga cola.