Deseo de ser egipcio

Alaa al-Aswany

Fragmento

PREFACIO

PREFACIO

1

La primera proyección cinematográfica de la historia tuvo lugar en París, en diciembre de 1895, en el salón indio del Grand Café del Boulevard des Capucines. El cine tardó menos de un año en llegar a Egipto, y se pudo ver por primera vez en Alejandría en noviembre de 1896, en una sala propiedad de un italiano llamado Dello Strologo. Fue un acontecimiento extraordinario para los egipcios y los extranjeros residentes en la ciudad. Los periódicos de la época se llenaron de comentarios entusiastas acerca de aquel gran invento. El desorbitado precio de las entradas no impidió que la gente abarrotara la sala. La sesión duró cerca de media hora y consistió en varias secuencias independientes de apenas unos minutos cada una. Escenas cotidianas tomadas en calles, bosques o mares. A pesar de su simplicidad y de lo rudimentario de las técnicas cinematográficas, el cine despertó una gran pasión entre el público. Los ciudadanos pagaban el precio de la entrada, corrían a la sala y tomaban asiento a la espera de ese momento mágico en el que se apagaban las luces, la estancia se sumía en la oscuridad y las imágenes comenzaban a aparecer en la pantalla.

Sin duda, el placer que sentían aquellos espectadores al ver por primera vez el mundo en una pantalla sería mucho mayor del que nos produce el séptimo arte hoy en día. Aunque, en aquel entonces, venía acompañado de un curioso problema: el público seguía con tanta pasión las películas y se involucraba hasta tal punto en la acción que en ocasiones llegaba a imaginar que lo que veía era real. Si aparecía un mar revuelto con violentas olas, sentían pavor; si en la pantalla salía un tren en marcha expulsando un espeso humo, muchos soltaban gritos de pánico y corrían hacia la salida, creyendo que la locomotora iba a aplastarlos. Estos desafortunados incidentes se repitieron en varias ocasiones, y el dueño del cine tuvo que adoptar una nueva práctica: esperaba a los espectadores a la entrada del cine y, una vez que habían pagado la localidad, antes de sentarse en sus butacas, los acompañaba a la pantalla y, tocándola con la mano, decía:

–Fíjense bien, esto no es más que un trozo de tela, como una sábana. Las imágenes que van a ver se reflejan en la pantalla, no salen de ella. Dentro de poco verán un tren en marcha. Recuerden, señores, que no es más que una imagen del tren, que no corren ningún peligro.

Ahora, al leer esta historia pasados más de cien años, el pavor de los espectadores al ver el tren nos resulta curioso e incluso cómico. Sin embargo, por desgracia, hoy en día algunos lectores de literatura siguen confundiendo la ficción con la realidad. Al igual que otros muchos escritores, he sufrido en mis carnes este problema. En mi novela El edificio Yacobián aparecían dos personajes, Malak y Abaskharon, dos hermanos coptos pobres que se distinguían por su picaresca, excentricidad y simpatía. Sin embargo, en el curso de su amarga lucha por la supervivencia, recurrían al engaño y al robo. Tras publicarse el libro, un amigo copto me sorprendió al reprocharme: «¿Cómo te atreves a ofrecer una imagen tan mala de los coptos?».

Mi respuesta –que no lo convenció– fue que no estaba generalizando acerca de los cristianos egipcios, que simplemente se trataba de un personaje de novela que, por una mera casualidad, era copto. En el libro también aparecían musulmanes corruptos, pero no podemos por ello concluir que todos los musulmanes sean malas personas. Una de las protagonistas de mi novela Chicago es Shaimaa, una muchacha de campo egipcia que viste hiyab y que se traslada a la ciudad de Chicago para estudiar. Su estancia en América le hace replantearse la educación conservadora que ha recibido. Allí se enamora de un compañero y, poco a poco, entablan una relación sexual. La novela se publicó por entregas en el periódico Al-Dustur, y todas las semanas recibía un aluvión de insultos por parte de lectores extremistas. En su opinión, al presentar a una muchacha con velo que perdía sus convicciones, estaba ofendiendo a todas las mujeres musulmanas y, por lo tanto, al islam en su conjunto.

Durante mucho tiempo me pregunté cómo un lector inteligente y cultivado podía considerar el comportamiento del personaje de una obra de ficción como un intento de dañar la imagen de una religión o un sector de la sociedad. Para ser justos, la causa de tal confusión no hay que buscarla exclusivamente en el lector, sino que está unida por finos hilos a la propia naturaleza de la literatura, por dos motivos.

En primer lugar, porque una gran parte del goce que nos proporciona la literatura se debe a que nos permite jugar con la imaginación. Disfrutamos porque los hechos y personajes de una novela adoptan en nuestra mente la forma que más nos conviene, y esto no es posible sin la intervención de la fantasía. Dicho de otro modo, no podemos disfrutar de la lectura sin caer momentáneamente en el engaño de considerar lo que leemos como algo que sucedió en realidad, y no una invención. Para lograr este maravilloso efecto se apagan las luces en el teatro o el cine. Por lo tanto, la confusión que sufren algunos entre ficción y realidad es un reflejo de la maestría del autor al componer su obra, pues ha conseguido que la ilusión del lector se haga realidad. Aunque, en este caso, la fantasía sea exagerada y se confundan forma y verdad.

La segunda razón reside en que la literatura es la vida hecha arte. Las novelas son existencias en papel que se parecen a la nuestra, aunque más profundas, sentidas y hermosas. De ahí que la literatura no sea un arte aislado, sino centrado en la vida misma e interrelacionado con diversas disciplinas humanísticas, como la historia, la sociología o la etnología. Esta interconexión es un arma de doble filo. Por un lado, ofrece al novelista un inagotable material para la escritura pero, por otro, hace que muchas personas lean una obra literaria como si se tratara de un ensayo sociológico, lo cual es un gran error. El literato no es un investigador, sino un artista que, influenciado por personajes que se va encontrando en su vida diaria, intenta plasmarlos en sus obras. Estos personajes reflejan una realidad humana, pero no necesariamente social.

Una obra de ficción puede ofrecernos ciertas pistas sobre la sociedad, pero es incapaz de reflejar su esencia, en el sentido científico del término. La sociología, con sus estudios teóricos y de campo, sus estadísticas y sus gráficas, puede representar la esencia científica de una sociedad, pero ese no es el objetivo de una novela o un poema. El personaje de una muchacha egipcia con hiyab en una obra de ficción nos ofrece una idea de los sentimientos y problemas de algunas mujeres semejantes, pero está claro que no representa a todas las egipcias que llevan velo. Quien quiera conocer la realidad del velo en Egipto, que lea los estudios de los sociólogos sobre dicho tema.

¿Por qué escribo esto?

Porque esta confusión entre imaginación y realidad, entre obra de ficción y estudio sociológico, afectó a mi relato «Las notas de Essam Abdel At

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