Divorcio en el aire

Gonzalo Torné

Fragmento

Fuimos al balneario para salvar lo que quedaba de nuestro maldito matrimonio.

Sólo con ese propósito me metí en aquel Citroën rojo alquilado, con un cambio de marchas tan duro que podías salirte de la carretera en cualquier desvío, y me puse a negociar curvas bajo la atenta mirada de esos pueblos medievales que en Cataluña brotan de los campos como setas de piedra.

Las montañas se recogieron en lomas suaves y el paisaje árido dio paso a una extensión de barbas de centeno y trigo; avanzábamos por una carretera resbaladiza, cortesía de la tempestad que nos había obligado a refugiarnos unas horas en la estación de servicio donde los padres de Helen se gastaron doscientos euros en souvenirs.

La tarde era calurosa como si se hubiesen barajado unas horas de abril en aquel mes de noviembre que seguía desprendiendo a su ritmo las hojas de los álamos sobre el caudal del río Corb; daba pena ver aquel lecho terroso brincando como el lomo de un bicho vivo sobre quebradas, meandros, recodos y desniveles. Según los mapas estábamos a menos de cinco kilómetros. Durante el trazado de una curva inesperadamente amplia que se abría a la derecha pude ver a Helen por el retrovisor mordisqueando su dedo índice y con su mirada azul clavada en el cigarrillo que sostenía fuera del coche para no molestar a su padre con el humo. El niño que mascaba chicle en el asiento trasero apenas podía disimular (por el diseño de las mejillas, por el corte generoso de los labios) que era una versión más estilizada y vivaz de algunos genes combinados de los padres de Helen, entre los que iba sentado. La carretera se estrechó en un camino que descendía hacia una zona boscosa, empecé a oír los bultos del equipaje dando botes en el maletero.

Cuando el atormentado río volvió a cruzarse en la trayectoria del coche lo sobrepasamos por un puente, y encaramos una cinta de tierra bordeada de árboles altos, decorativos, sin sombra, que conducía al imponente edificio pairal que el ayuntamiento había levantado de la ruina para convertirlo en balneario.

Estacioné en una extensión de gravilla, cerca de una piscina cuadrada sin nadadores, y de una terraza con mesas campestres y sillas de plástico. Saqué mi maletita, y mientras los padres de Helen organizaban su colección de bolsas y bolsos, de artículos estadounidenses y adminículos de regalo, desplacé la vista por las oleadas de cereal que amarilleaba las montañas: a cierta distancia se abrían canales de riego rodeados de cobertizos donde igual guardaban animales. Antes de que la voz de Helen, atosigada por la curiosidad del niño, me reclamase para ayudarla con el maletón que se había traído de Montana, me sobresaltaron los movimientos de un batracio que se asomaba y se escondía entre los hierbajos, su cuerpo daba brincos como un viscoso corazón verde. En cada uno de los balcones colgaba un ramo de clavelinas.

Descargamos y dejé que Helen se adelantase con sus padres y el crío, necesitaba estirar las piernas antes de meterme en recepción. Aquí y allí paseaban clientes pálidos. Me fijé en una figura viva que se abanicaba dentro de su albornoz; me saludó con el gesto de quitarse el sombrero, se había afeitado la cabeza pero un brote de pelusilla perseveraba en el cráneo, igual que si lo hubiesen espolvoreado con moka. Lo más emocionante de la terraza era ver cómo las copas de los árboles iban absorbiendo la claridad, así que entré a curiosear.

Helen y familia hacían cola al otro extremo de un salón amplio, decorado con lámparas de araña y estanterías donde se exhibían frascos de porcelana: poleo, verbena, zarzaparrilla, hierbas así. Me saludó una mujer obesa, la malla de varices que mantenía en su sitio la carne de las piernotas parecía a punto de ceder. Retiré la mirada cuando me dedicó una sonrisa andrógina, y a medida que barría la sala con la vista noté cómo el alma me bajaba a los pies al descubrir la pared acristalada que permitía ver la sala de actividades: un grupo de viejos nadaba al estilo rana, otro intentaba agitar los brazos al ritmo que marcaba un instructor.

Me fijé en una con la piel tan llena de motas amarillas que parecía invadida por la herrumbre, y en un tipo a quien el esfuerzo parecía hincharlo de helio, de un momento a otro se le podía desgarrar el rostro. Costaba imaginar por qué se sometían a esos ejercicios sádicos, qué clase de promesa les habían hecho, si esperaban fortalecer el corazón, que se les despergaminase la piel, desatascar los intestinos. Después de setenta años de desgaste ya era mucho que siguiesen en pie.

Había conducido más de dos horas desde el hotel Claris, sobre un asiento en el que apenas tenía espacio para embragar, me dolían las rodillas y empezaba a entrarme hambre, vigilé las mesas por si servían galletitas con las bebidas y fue entonces cuando vi cruzar como una ráfaga de aire limpio a un chico negro de unos doce años, zigzagueando entre las sillas, con los brazos desplegados. Supuse que se había dejado algo en la habitación y que acudía a buscarlo transformado en una criatura voladora. Me alegré por él, los chicos imaginativos nunca están solos. Lo que más me entristece del crío de Helen es que tiene la cabeza seca para la fantasía, se queda clavado en las habitaciones, mirándome como un idiota. Sé que no era una situación sencilla, pero seguro que en Montana su padre le había presentado un par de mamás sustitutas, y para un crío espabilado tres días son suficientes para adaptarse a un nuevo entorno y evitar sufrir una parálisis cada vez que se cruzaba conmigo; además, mi aspecto es más WASP que el de cualquiera de esos granjeros del Medio Oeste.

Busqué un negro adulto entre los bañistas que salían del agua con el pelo agrupado en mechones, igualito que si se hubiesen acoplado a una estrella de mar, lo busqué entre las momias narcotizadas que vacilaban entre pedir un té o el aliciente de esperar un infarto, y fue sobre una de las mesas donde encontré su dedo, largo, oscuro como terciopelo húmedo. Dentro de la camisa amarilla parecía una mancha de tinta china en forma antropoide. Estaba concentrado en verter leche en su té, lo hacía tan despacio que se formó un cerebro lechoso que él mismo disolvió con dos golpes de cucharilla. Me gustan los negros, aunque no he tratado personalmente a ninguno, les tengo una simpatía anticipada, me encanta la elasticidad de sus cuerpos, creo que por culpa de su esqueleto no sacan buenos nadadores, demasiada sustancia cartilaginosa. El del balneario era un ejemplar impresionante, del tronco le crecían extremidades tan largas que daba la impresión de ser capaz de patear o coger cualquier objeto de la sala sin levantarse. Debí de quedarme admirándolo, porque cuando cruzamos las miradas me recibió con unos iris duros que flotaban en el suero de la cápsula ocular.

Giré el cuello y vi a Daddy encarar el pasillo, arrastrando las maletas y los pies; sólo en algún gesto aislado intuías al león que se habían olvidado dentro de aquel cuerpo en retroceso. La mamá de Helen le seguía a medio metro envuelta en un halo de cosméticos, no puede decirse que fuéramos a intimar, las dos veces que nos quedamos a solas se dedicó a masticar las palabras inglesas en una papilla fónica que sonaba a gaélico, y al día siguiente se subirían al avión de vuelta para esfumarse de mi vida.

Cuando me volví Helen estaba sola en el mostrador, cargué con su maleta y la dejé adelantarse con la llave.

Tengo una altísima consideración por el papel que las habitaciones de hotel, las pensiones y los hotelitos en el extranjero desempeñan en la maduración de una pareja, adoro esos prolegómenos y contrapuntos al sexo doméstico, su inyección de cualidades furtivas; pero se me había ido el viaje imaginando con desgana el momento de quedarnos a solas en el dormitorio, no sabía cómo iba a reaccionar mi libido después de cinco meses de separación; parece cosa de magia pero las chicas se hinchan y se abomban siguiendo el modelo de las madres. Pasar el día con la versión fofa, desdibujada en protuberancias sebosas, del cuerpo rosado y vivo, con pliegues húmedos y suaves, de Helen, no había sido el mejor estímulo.

La tontería se me pasó en cuanto vi cómo su silueta (tan colmada de vitalidad que siempre me ha parecido propensa a sufrir un derrame de vida) se las apañaba para subir las escaleras con la maletita sin dejar de transmitir el movimiento de las dorsales a la cadera, que desde que nos casamos es todo el estímulo que necesito para que las distintas voces de mi cabeza renuncien a la absurda tendencia de parlotear cada una por su lado y se agrupen en el reclamo único de lo que iba a pasar entre nosotros la media hora siguiente.

Helen no se las arregló con la cerradura, abrí la puerta buscando con el rabillo del ojo la cama crujiente. Dejamos las maletas en el suelo. Un escritorio de broma, un espejo de cuerpo entero, una ventana que proyectaba vistas a los abetos y un baño con plato de ducha. Helen se puso a hacer una serie de estiramientos al estilo Jovanotti, y la visión del vello transparente que le crecía en la axila puso mis pies al borde del trampolín. Tomé impulso para saltar, pero cuando el niño irrumpió en el dormitorio haciendo ruidos con la boca, lo que hice fue dejarme caer en la silla; el chaval debía estar entretenido en el pasillo, una mano de indignación me trepó desde el vientre.

–¿Te sientas? ¿No me ayudas con la maleta?

Pese al acento cortante de su castellano de pacotilla, sé que lo dijo con buena intención, sin una pizca de premura, debía sentirse aturdida por el viaje de dos horas encerrada con Daddy. Incluso se las arregló para levantar con la voz un poso de ternura, intentaba hacerlo bien, por nuestro bien.

–Ya empiezas con exigencias. Pues empezamos mal.

Helen se volvió despacio y se quedó suspendida (medio segundo) en la postura y el ángulo que permiten una visión simultánea del pecho y el glúteo, me sorprendió paladeándola, la conozco demasiado bien para no reconocer el flujo de indignación que arañó sus ojos claros. Tuvo que dejar pasar algo espeso garganta abajo antes de pulsar la cuerda vocal más dulce que encontró.

–No te preocupes, John, me lavo las manos y las deshago.

Me dio la espalda y se metió en el baño.

–Debes de estar agotado.

El niño terminó su vuelo hacia el extremo de la habitación (no era un pájaro, imitaba con la boca el ruido de un motor) y me miró un par de segundos antes de encaramarse de puntillas en la tarima de la ventana. En el espejo de cuerpo entero podía verme las piernas, oí el sonido de la ducha, Helen esperaba quitarse mi inesperado aguijón verbal antes de salir, igual iba para largo; el mueble bar me quedaba a mano, saqué dos bolsitas de frutos secos.

Tampoco voy a negar que ya había oído cómo Helen cerraba el grifo de la ducha y descorría el pestillo cuando bramé:

–¿Es que no vas a salir nunca?

Las últimas sílabas coincidieron con la aparición de Helen envuelta en una toalla anudada sobre el pecho, vi como se desplazaban por su cara una secuencia de muecas rabiosas antes de desembocar en una expresión infantil; intenté calmarme, se suponía que antes de los besos y los mordiscos debíamos emplearnos a fondo en cicatrizar las heridas del último año de convivencia; incluso una mujer como Helen, consciente hasta la indecencia de la baza de sus formas, era capaz de olvidar durante dos horas la dimensión erótica de su cuerpo para concentrarse en remediar su insatisfacción anímica.

Se limitó a sonreír, se limitó a frotarse las manos, empezó a canturrear y a sacar sus adminículos femeninos de la bolsa, como si tuviese a dos niños a su cargo. Me contuve de reprocharle que estaba poniendo el suelo perdido de agua, la clase de gesto benévolo que no suma porque nadie lo advierte; el niño se añadió a la canción, era un truco demasiado viejo para que funcionase, pero era amable, cordial, un masaje a mi vanidad, opté por hablarle sin segundas.

–¿No crees que es hora de que el niño se vaya con sus abuelos? Necesitamos algo de intimidad.

El sol estaba cayendo como una moneda roja y si entrecerrabas los ojos todo aquel trigo maduro recordaba a miles de filamentos de anémona agitándose en su medio submarino.

–No tardarán en llamarnos para cenar. No hay tiempo. Y se llama Jackson.

Helen también podía interpretar las intenciones en el blanco de mis ojos, en los veloces cambios de expresión, para eso sirve el toma y daca de la convivencia: te enseña a leer en el rostro del otro como en un libro abierto. Me puse a sacar prendas de la maleta y a esparcirlas para marcar mi territorio, pero reconocí el tono goloso en la voz de Helen, sabía perfectamente la clase de turbulencia emocional que estaba desatando en mí.

–Además, hemos venido aquí para sentirnos como una familia, no como amantes.

Supongo que no pudo frenarse, hay algo demasiado divertido en echarlo todo a rodar y ver qué pasa después. Estiré las piernas, me dolían los pies, una cosa era que me diese apuro descalzarme con aquel fragmento proveniente de otro pasaje de la existencia de Helen delante, pero te confío que ella no pensó más que un segundo en que la presencia del crío fuese a taparme la boca, eso seguro.

–No me vengas con hostias, no quieres que nos dé tiempo.

En la terraza habían encendido las luces, la hierba me recordó el pelaje de un animal asustado, los puntos rojos de las amapolas pesaban como sangre, era verdad que anochecía.

No recuerdo que Helen respondiese nada, fue el chico quien dio ese chillido de rata cuando su madre lo sacó de la habitación tirándole del brazo. Se había vestido deprisa, no me fijé con qué, cuando me quedé solo me quité hasta los calcetines y vacié un botellín de ginebra. Las mesas de la terraza habían quedado vacías, apenas se oía el esfuerzo de un motor, estaba todo tan quieto que parecía posible retirar la oscuridad de un soplo. Los viejos debían de haberse escondido dentro cuando empezó a chispear, y el fresco los mantenía ahora retenidos en sus habitaciones.

La noche era de un azul lo bastante nítido como para ver palmotear las ramas de los árboles. La ginebra ardía al entrar en contacto con las paredes de la garganta pero enseguida deslizaba una calidez benéfica por las venas, reblandeciendo los contornos del plan absurdo en el que me había metido. Empezó a recorrerme por la espalda y las manos el hormigueo de una impaciencia dócil; como sensación no estaba mal.

–Lo he dejado con sus abuelos, estarás contento.

Fue al ver cómo aquella cabellera húmeda recobraba el tono dorado, casi pelo a pelo, al verla girar y desparramar (más) sus cosas con el pantalón de chándal y un top vulgar hasta el mareo que se había puesto a toda mecha, cuando los pliegues del corazón que había llevado secos y prietos durante todo aquel viaje de la puñeta se humedecieron y dejaron paso a un torrente de sensaciones placenteras relacionadas con estar casados y vivir juntos que me empapó de un humor excelente. Quería abrazarla y picotearla allí mismo desde la frente hasta la pulpa de la nalgas, tirarle del pelo y hacerle cosquillas, más o menos todo a la vez.

Helen se quedó de perfil masticando los restos de rabieta antes de tragar un sentimiento del tamaño de una canica.

–A veces yo tampoco sé qué hacer con Jackson, todo cambiará cuando vivamos los tres juntos.

–Eso será si antes arreglamos lo nuestro.

Intenté agarrar las palabras cuando ya salían de la boca. Es una lástima que las ondas sónicas no tengan una cola por donde asirlas antes de que crucen el espacio y empiecen a recomponerse en instrucciones lingüísticas dentro del prodigioso laberinto auditivo que se desarrollaba en el interior del oído de Helen.

Los meses que habíamos pasado separados se habían hecho largos, no es que empezásemos de cero, pero un buen puñado de reacciones habituales se habían acartonado. No niego que existan personas cuyo ánimo puedas modificar con la frase adecuada, sólo digo que Helen no era una de ellas, se deja arrastrar por las emociones, así que me dejó boquiabierto su réplica sumisa, el paso que dio fuera de los márgenes del agravio.

–Claro que primero arreglaremos lo nuestro, perdona, a eso hemos venido.

El espejo del baño respondió a nuestro silencio con un resplandor de fluorescente, parecía un aplauso. Me sonrió antes de recogerse el pelo en una cola y estrujarla, cayeron unas gotas al suelo. Hay algo cómico en discutir con los mismos labios, con la mandíbula, con los brazos y las caderas que has tocado y se han movido encima de ti en distintas camas; que el cuerpo quede a mano cuando rasgas el velo de la discusión es una de las comodidades del matrimonio. La agarré de los hombros, simuló que se le caían unas medias para zafarse, al incorporarse volvió a sonreírme, pero no fue una expresión limpia (y me conmovió ser el único mamífero vivo capaz de interpretar con precisión aquel enfriamiento de la mirada), su ánimo no estaba tranquilo, quedaba un residuo tétrico deslizándose en su interior. Dio un paso atrás para inspeccionarme.

–Comes demasiado, John, estás grueso.

Helen se dejó caer sobre el colchón, empleó la destreza femenina para cambiar de posición en el aire y terminar con la pierna cruzada debajo del muslo. Diré a mi favor que nunca la confundí con un gatito, con un bicho nacido para estar encerrado en una jaula. Pisábamos los prolegómenos de algo, es un aliciente medio siniestro cuando ninguno de los dos intuye cómo acabará.

–¿Cómo dices?

–Estás engordando, deberías cuidarte. La gente alta pone mal los kilos. Además, no tienes cara para que te salga bolsa en el cuello.

–Papada. ¿Por qué no tengo cara para papada?

–Por los ojos, no son ojos de listo. Sin el perfil bien acabado de la cara parecerías un baloon, algo que se hincha, una cosa vieja…

–Por eso me casé contigo, para que me cuides de viejo.

Empecé a desvestirme con parsimonia, un desnudo funcional, el aire de la calefacción era sofocante. No añadí nada más, al meter la tripa corté el camino del aire por la laringe, me dio por toser.

–Metes tripa. Conmigo no tienes un cheque en blanco, olvídate de que limpie tu porquería si te pones como un cerdo. Las mujeres españolas lo aguantan todo: gruesos, calvos, peludos, malolientes… Yo no soy española.

–No me jodas, Pecas, a ver a quién le encolomes entonces el niño ese.

Se levantó de un salto de la cama, la prueba de que no había conseguido darle el suficiente barniz bromista al final de la frase (probablemente el dubitativo sonsonete había empeorado el efecto) y aunque no creo que entendiese del todo lo de encolomar, estoy seguro de que percibió el sentido de la frase, su carácter arrojadizo. Los ojos se le oscurecieron, dos agujeros abiertos en la carne rosada, y empezó a moverlos por la habitación buscando un escondrijo o un arma entre el mobiliario; después proyectó un chorro de palabras, aunque de lo que se trataba era de situar la puerta.

Intenté detenerla con un grito, pero se abalanzó hacia la salida tapándose los oídos con las manos, un gesto que siempre me ha parecido pueril hasta lo insoportable. Me bastaron dos zancadas para interponerme entre ella y la puerta. Se frenó en seco, no llegó a tocarme, dio dos pasos atrás, con los gemelos tensos; después me miró sin ninguna prevención, lo que se había encendido en su interior ya no iba a apagarse hablando, duraría la noche entera, ya podía ir olvidándome de tocarla con intención alegre. Por algún prodigio de asimetría mi cabeza se sosegaba cuando Helen traspasaba el punto de no retorno, cuando se montaba sobre una furia que ya no podía apagar razonando, ni siquiera pidiendo disculpas (una expresión de buena voluntad que tampoco se avenía bien con las últimas brasas de mi enfado), Helen sólo se sentiría satisfecha si me suministraba antes una buena dosis de dolor.

–Apártate.

–No puedes salir ahora…

–Apártate.

–No voy a dejarte salir.

–¿Por qué?

–Por que vas a echar lo nuestro a perder, vas a jodernos la noche. ¡Quieres hacer el favor de mirarme, de escucharme!

–No quiero nada contigo. Déjame salir o gritaré. ¡Apártate!

–¿Y cómo vas a pasar estos cuatro días? ¿Metida en la habitación de tus padres?

–Mañana me largo. Puedo cambiar el billete de avión con Daddy.

–No lo dirás en serio, sólo dices idioteces, intenta pensar, no seas idiota, no puedes salir por esa puerta.

–¿Qué haces desnudo?

La lucecita que por fuerte que baje la corriente de la discusión mantiene iluminado un punto de cordura recuperó el control, el nivel de rabia empezó a descender, la miradita que le asomaba ahora por los ojos era, digamos, cariñosa; empezó a retorcerse de risa, me sumé, íbamos bien, estábamos saliendo del enredo, dando pasos por el desfiladero, de la mano, como novios.

–Ibas a salir desnudo a perseguirme, desnudo por el pasillo, como un globo idiota, no me cogerías, nunca me dejaría atrapar por una bolsa de nuts.

Lo dijo con un tono bastante afectuoso. Ahora tenía que asimilar el veneno de su réplica, nada que no pudiese soportar con la cabeza fría, y seguir adelante confiando en el arnés del humor, cuando desprendiéramos una sonrisa fresca estaríamos a salvo; podía recordarle que siempre confundía los cacahuetes con los nuts, podía besarla, amasarle una teta, me sabía al dedillo la teoría, fue la combinación de «bolsa» con «globo», le evidente desfachatez mentirosa de su ataque chapucero lo que reavivó la rabieta verbal.

–Has vuelto a conseguirlo, Helen, te has vuelto a transformar en un ser incomprensible. Lo sé porque me llega la energía fétida que desprendes cuando te sumerges en la vulgaridad.

Pese a ir en bóxers me empezaron a manar de la frente unas finísimas gotas de sudor. Estaba eufórico, Helen era un milagro de fortaleza humana, le habían bastado unos meses para recuperar las ganas de pelear y reconciliarse con su vida conmigo, adiós pastillas, adiós indulgencia: rebosaba de codicia, de cálculos astutos, de ganas de pasarlo bien, los componentes indispensables del ánimo humano. Me convencí que tenía la discusión bajo control, sabía lo que debía decirle para desprenderle una sonrisa y saltar juntos fuera de la atmósfera agresiva. Pero es tarea de santos escuchar tu voz apaciguadora cuando la mente rueda en un desorden de emociones tan intenso; además, le estaba dando un lección, me estaba gustando.

–No me extrañaría que tanta rabia pasada te haya reventado una vena cerebral, que cuando el forense te abra el cráneo descubra que tus pensamientos fermentaban en un cerebro empapado de sangre. ¡Y no me vengas con que grito! No grito por gritar, tengo un buen motivo, tengo que oírme bien para aclarar las ideas cuando discuto contigo.

Oí el «clap», vi los trozos en el suelo, tardé en recomponer una imagen mental de lo que había roto. No es que se me fuese de las manos, le convenía seguir amándome, tarde o temprano la aterradora suma de su falta de empuje más Jackson la volverían a poner de mi lado, pero cuando la vi retorcerse como un bicho metido en un cepo, se me erizó el pelo de la columna.

–Imbécil, cabrón.

–Quieres callarte.

–Cabrón, cabrón, imbécil. Déjame salir.

–Al menos baja la voz, van a oírnos.

–¡A mí qué me importa!

Se abalanzó sobre mí, me golpeó el pecho, el borde de una uña me atravesó la piel, no sé bien cómo me la saqué de encima, debí de agarrarla por la camiseta, Helen se echó hacia atrás y desgarró la tela: se tapó las tetas con las manos y la cara se le puso roja como si en sus vasos capilares fluyese sangre de toro. Se quedó allí con los carnosos labios abiertos delimitando el hueco por donde masticaba y exhalaba; lo intenté pero no me salió ningún gesto cariñoso, al contrario, me puse a reír; espero que lo de señalarla con el dedo no sea más que un falso recuerdo.

–Te odio.

Tiró la bolsa contra la ventana, se salvó por medio metro de caer al patio; reventó una almohada antes de meterse en el baño y cerrar de un golpe la puerta; oí el pestillo, abrió el grifo de la ducha, también el del lavamanos, me dejé caer sobre las sábanas, me temblaban las piernas.

–¡Sal de ahí! ¡Te estás comportando como una loca! ¡Eres una criatura racional, intenta usar el cerebro, te sorprenderás!

Giré el cuello y me encontré con mi cara en el espejo, con el flequillo aplastado y una vena abultada y blanda que me desfiguraba la frente, pero me gustó el corte de mi mandíbula afeitada, aproveché para peinarme.

–¡Tu comportamiento es infantil! ¡Eres madre!

Estaba sudando con los poros abiertos, empecé a rascarme la espalda y las axilas. Me incorporé para inspeccionarme en el espejo, no aprecié nada fofo en mi estómago, lo decía por fastidiar, me estaba entrando hambre, es una suerte que los frutos secos no se enfríen. Daddy y señora ya estarían vistiéndose para la cena en el hotel Monster, eché de menos a Jackson, nos hubiese apaciguado, los críos te obligan a comportarte con sensatez adulta; a su edad hubiese tomado por un listo a quien me insinuase que al borde de la treintena alguien podía comportarse como Helen y yo en aquel dormitorio. Claro que tampoco era sencillo encontrar la combinación de palabras adecuadas para pedirle a Helen que, después de todo aquel lío, trajese al crío de vuelta.

–Sal de una vez, todavía podemos arreglar la noche. Te recuerdo que hemos venido aquí para reconciliarnos.

La clave pasaba por controlar mi impaciencia, no podía quedarse allí indefinidamente, le entraría hambre en cualquier momento; sí la creía capaz de seguir allí metida hasta que la cena empezase, de provocar que el niño o la abuela subieran a buscarnos; reprimí el sensato impulso de vestirme, estaba cómodo sobre la cama. La bronca empezó a disiparse, me daba palo seguir anclado en la discusión, argumentando, esquivando, prefería pasar a otro asunto.

–Hemos venido aquí porque tú quieres reconciliarte, porque me lo pediste de rodillas, fue idea tuya, así que no puedes quedarte metida aquí dentro.

La muy boba abría el grifo cuando me oía hablar, al menos su ánimo estaba juguetón.

«¡No tiene ninguna lógica que te quedes aquí metida!»

«Ninguna lógica a menos que quieras batir una marca de esas raras.»

«Y te aseguro que no es el mejor día para jugar a las marcas.»

Abrió la puerta, se las había arreglado para localizar un vestido verde, demasiado pegado a la piel para confundirla con una inofensiva figura maternal. Seguía con esa mirada oscura pero ahora los destellos se parecían a los que emiten las estrellas colgadas a tanta profundidad que nadie se aclara si se han consumido o siguen ardiendo. La misma mirada que durante casi un año me recibió cuando al despertarme le retiraba de la cara los frondosos mechones rubios, los mismos globos blandos como pantallas donde se movía su festival de emociones resbaladizas a la espera de condensarse en un sentimiento concreto, grumoso, sin reservas, que no solía favorecerme. Helen estaba confusa. Cuando empezamos a vivir juntos, antes de que el efecto combinado del presente compartido y los recuerdos de su juventud con Daddy la maleasen por dentro, siempre podías esperar que le diese por llorar, entonces me incomodaba verla romperse por dentro, pero el llanto tenía sus ventajas, la dejaba vacía y limpia como una pared donde podíamos volver a escribir.

–Eres despreciable, estoy poniendo mi parte buena, mi mejor energía.

Y después empezó a usar esa mirada que se parece a un cuchillo curvo, te abre la piel sin esfuerzo para evaluar la madurez de la pulpa, y no he descubierto un antídoto contra esa ansia de descubrir aspectos cada vez peores sobre mí; me dio un ataque de pudor, arranqué la sábana para protegerme de su mirada escrutadora, ni pensé que estaba infringiendo una norma de convivencia capaz de desbaratar el orden doméstico con independencia del espacio que nos alojase.

–¡Has deshecho la cama!

–¿Y qué importancia tiene la cama ahora?

–Eres un desastre, este plan es estúpido, me equivoqué… He perdido el tiempo contigo, no sabría volver a vivir juntos sin repugnancia.

Si tenemos en cuenta que había querido largarme desde el mismo momento en que puse en marcha el motor, podíamos hacer las paces y separarnos, pero la discusión había alterado los objetivos, progresaba por los raíles de una lógica distinta, quería evitar un escándalo, quería besarla, quería que me pidiese perdón, no estaba dispuesto a ceder, de ninguna manera, quería ganar en todas las direcciones.

–¡Cállate! Te diré lo que vas a hacer, vas a sentarte y dejar que se te pase y cuando termines de vestirte volverás a ser una persona normal; entonces hablaremos.

–Sigues desnudo.

Esta vez no fue una pulla, comprendió un segundo antes que yo que tumbado en la cama no me daba tiempo a interponerme, que no sería capaz de seguirla por el pasillo en gayumbos, y salió de la habitación.

–¡No te atreverás!

Igual entonces me dejé sorprender por el hecho de que un cerebro incapaz de asimilar un pensamiento sencillo sin masticarlo quince minutos fuese capaz de calcular en unos pocos segundos tantos planos de imaginación; ahora sé que cuando la situación lo exige el cerebro envía órdenes nerviosas a los músculos sin desplegar los razonamientos ante la conciencia, que ésta ya se las arregla para pedir explicaciones cuando la carne y sus preciosas funciones quedan a salvo. Después del viajecito por carretera quedarme solo no era la peor opción, pero estaba dominado por la idea fija de traerla de vuelta, el resto de las frases las dejaba revolotear alrededor de mi centro de rabia hasta que ardían, lo único imprescindible era conseguir unos pantalones y una camisa.

Salí sin cerrar la puerta, sin coger la llave, salí sin mirar la hora: la noche había caído sobre el balneario, y desde las ventanas del pasillo sólo brillaban las luces del paseo y el rectángulo azulado de la piscina.

Bajé las escaleras a tientas, me temblaban las piernas, Helen podía estar en cualquier parte. Desde el pasillo pude ver a los camareros afanándose con la cubertería y los manteles para la cena, me horrorizó el escenario con tres micros, listos para una horita de tormento auditivo, prefería no imaginar la comida adecuada para esos cuerpos aprovechados al límite, sin próstatas, con un pulmón seco: patatas hervidas, pescado al vapor… Me pareció ver el trasero expansivo de mi suegra, pero no me quedé a comprobarlo: era inimaginable que Helen prefiriese un escándalo doméstico a mortificarme con una desaparición espectacular. Me jugaría tres años de convivencia a que había salido del balneario, sólo me quedaba adivinar la dirección. Metí la mano en el bolsillo para comprobar que me había llevado provisiones: la otra bolsa de cacahuetes, y esos frutos más grandes, anacardos, creo.

Salí a la terraza y dudé entre ir en dirección al bosquecillo o hacia los huertos que quedaban a la derecha, me quedé vacilando mientras las pupilas se adaptaban a la oscuridad y la nariz se sacudía aquel olor a trigo tierno, al menos me veía las manos.

–Se fue hacia el bosquecillo.

La voz venía de las mesitas, reconocí enseguida el rostro andrógino de mi obesa y la sonrisa que me dedicaba con un residuo de coquetería. En el mundo civil esos círculos de grasa debieron de actuar como aislantes del deseo, las décadas (los veinte, los treinta, los cuarenta) en que las mujeres gordas no están socialmente vivas del todo, debieron de hacérsele largas, me dio pena, aunque parecía encantada de que la edad estuviese asfixiando a sus coetáneos en el mismo saco. Además, me gustó que su oráculo me condujese lejos de las granjas, donde al llegar había oído el inconfundible gruñido de los cerdos, unos animales que me dan grima desde la infancia, y a cuya buena fama no ayuda que los tejidos de sus ventrículos sean compatibles con nuestros corazones.

–Parecía muy enfadada.

Me gustaba menos que se hubiese fijado en Helen, que la relacionase conmigo, claro que no podía tenérselo en cuenta, el mejor lugar para disfrutar de algo de intimidad no es un balneario poblado de momias; Helen y yo parecíamos recién salidos de una máquina del tiempo.

–Camine hasta el pub, luego siga las luces, si no ha cruzado el río tampoco puede perderse.

Apreté el paso, aunque no estaba descartado estrangularla en cuanto diese con ella, no se me había ocurrido el peligro que suponía aquel caudal cenagoso para una mujer con la cabeza excitada.

Di dos pasos y me llevé un par de cacahuetes a la boca, me llegó una ráfaga de aroma de las clavellinas que colgaban de los balcones, fue como si durante unos segundos me saliera del círculo de aborrecibles insignificancias donde estaba atrapado. ¿Qué intentaba demostrarme? Nuestro matrimonio era un desastre indiscutible, y en el caso de que consiguiésemos cierto equilibrio para nuestro comportamiento excéntrico, ¿qué futuro me esperaba al lado de una Helen desesperada por mantener sus formas ante el ataque de las fuerzas gravitatorias? Todo ese montón de humanidad siliconada (¿pagada por quién?) envolviendo la voz histérica y paranoide de Helen, y dominando mi paisaje de pastillas, calcetines comidos, siestas, bufandas y afeitados temblorosos. Si ahora que podía asustarla de verdad con las manos estaba buscándola temblando de frío y nervios y miedo, ¿qué resistencia podría oponer a su impulso tiránico cuando mi vigor se arrastrase por el suelo? ¿Cuando en el supuesto que me librara de los adminículos ortopédicos, me pasaría el día negociando entre audífonos, visitas rutinarias al médico, cereales blandos y cirugía vascular?

Dos murciélagos aletearon mientras pensaba que merecía una mujer con mejor carácter, pero me sacudí la indulgencia, al fin y al cabo, la vejez es ese sitio hacia el que avanzamos a la velocidad del tiempo, y Helen era la tipa que me gustaba y, para qué negarlo, una amplia sección de mis moléculas estaban disfrutando con las inesperadas descargas de adrenalina que había deparado la noche.

Por la pared acristalada vi al negro en el bar del hotel, supuse que era un gin-tonic lo que sostenía en la mano, el cristal estaba tan oscuro que costaba distinguir la piel, parecía como si la camisa amarilla y el vaso flotasen en el espacio. No sabría decir por qué me transmitió ánimo que el negro me mirase desde su pecera tenebrosa, como si así me atase con un hilo invisible a la esfera de las apreciaciones reales, a resguardo del encono donde Helen y yo chillábamos como dos locos. Me pareció que me indicaba con la mano derecha la dirección correcta, hice un gesto de agradecimiento bastante elocuente, pero con los negros cualquiera sabe, y salí al trote hacia el bosque como un soldado con una misión, los cacahuetes se hicieron sentir, biliosos, en mi estómago.

Tuve que cruzar un canal estrecho en una tierra de nadie entre la piscina y el bosquecillo, sólo brillaban el fragmento de metal crudo colgado del cielo y una estrella de color amatista. Me llegó una ráfaga de viento, en los pueblos siempre se las arregla para soplar frío. Empecé a caminar entre los hierbajos, aquí y allí encontraba latas y botellas y papeles sucios, los viejos eran unos guarros. No tardé en dar con el río Corb que fluía bajo una vaharada de olor a vegetación en mal estado, la luz artificial apenas alcanzaba a iluminar la otra orilla, las corrientes se movían brillantes sobre una masa de sombra, allí donde el bosque se liberaba de la mano humana se intuían borbotones de vegetación; no tardaría en encontrarla, no era propio de Helen corretear a oscuras y descalza por un vertedero así. Estaba prometiéndome que antes de permitirle cruzar el río le aplastaría la cabeza cuando se me echó encima otro puto murciélago, tardé medio minuto en librarme de aquella rata, pero el susto todavía me duraba cuando llegué a un tramo donde el río corría reluciente, reflejando los focos que la dirección del balneario había colgado de los árboles para evitar que si a un vejestorio le daba por dar un paseíto nocturno terminase ahogado en el fondo: parecía como si una ciudad en miniatura se hubiese hundido allí mismo, y el alumbrado siguiese emitiendo bajo el agua. Reconocí la silueta de Helen, tensa, con la cabeza gacha, al borde de la orilla, pisando mechones de hierbajos, un fantasma de carne. Di dos zancadas largas para alcanzarla antes de que resbalase (parecía mareada), sé que la había perdonado porque si ahora pienso que debí empujarla es sólo porque recuerdo la última jugarreta que se guardaba en la manga.

Sé bien lo que digo, créeme, no estoy especulando con el futuro, no voy de pitonisa. Hace dos semanas me desperté a las tres de la madrugada con la cabeza ida, sobresaltado por uno de esos sentimientos crudos que de noche nos sorprenden con las defensas psíquicas bajas. No llegué a abrir los ojos, pero agité el brazo con brusquedad; mientras dormía debí de moverme de mi zona habitual porque toqué el frío lado izquierdo de la sábana, donde tú nunca te acuestas, donde Helen solía acostarse. Fue la sensación de desconcierto la que me hizo retroceder más de diez años atrás, los quince o veinte que llevo sin ver a Helen. De manera que ésta no es una crónica del presente, esto es sólo una historia: mi historia con Helen, mi historia sin ti.

Hace sólo un par de semanas, al convencerme de que tu huida iba en serio, que no ibas a volver, que quizá ni leías mis correos y dejabas que los mensajes de voz se perdiesen en el limbo del contestador, me fastidió comprobar que en los últimos cinco años las amistades que emprendimos por iniciativa mía cabían en medio folio. No llegaba a los doscientos contactos en el Facebook, y de la mayoría apenas estaba seguro de si vivían en el país. Sabes que le daba al aceptar a cualquier solicitud que recibiese, la gente a veces se pone nombres raros (Subal Quinina, Souza Sozinho, Ibrahb), tengo mala memoria, no me gusta contrariar a nadie, y tampoco sabes cuándo te puede venir algo bueno, son tantos los que se han ido deslizando imperceptiblemente fuera del foco cotidiano como pelos viejos; aunque si dispusiera de más tiempo buscaría una comparación mejor: los cabellos se barren y esos tipos se quedan allí protagonizando su vida, con buenos y malos recuerdos de ti, un par de números de teléfono donde ya no se te puede localizar, la impresión medio borrosa de tu rostro y un saldo de aprecio, expedientes que nadie tiene previsto reabrir.

Me di de alta en la red social pensando que iba a revolucionar mi actividad independiente (no podía verme con nadie que estuviese contaminado de «nosotros») y lo único que recibía (además de solicitudes de coches, bebidas y seguros) eran inyecciones de pasado: gente de La Salle, de ESADE, amigos de mi hermana. Era un regreso que me incomodaba, todos tuvimos un buen año, ese partido en el que te salió todo, una novia inolvidable, cenas para enmarcar, fiestas cuyo final te dolió cuando lo presentiste, pero la vida se juega en el presente, una provincia demasiado amplia e intensa como para distraerse. ¿Qué hacemos muchachotes de cuarenta y tantos años, maduros, sanos y fértiles, hurgando en el pasado (¡tan reciente!) en busca de camaradas que si dejamos atrás digo yo que sería por algo?

Apenas pasaba del saludo con los amigos renovados, no comentaba sus fotos, no tenía estado, mi única imagen pública era esa en que sales sonriendo de escorzo en una calle napolitana con tu cabellera oscura y la expresión que no parece de este mundo y que nunca (tan vergonzosa de tu encanto) me dejabas enseñar. Y si crucé tres o cuatro correos con Pedro-María no fue por la emoción ni porque al aceptarle la solicitud de amistad colgase en su muro que al fin había recuperado a su mejor amigo (esa frase me abochornó), sino como un primer paso premeditado para suministrarle a mis sentidos una dosis de experiencia limpia de ti. Escogí a Pedro-María porque pese a su entusiasmo me pareció una carga inofensiva. El impacto emocional de verle de nuevo tendía a cero.

Nuestra amistad había crecido en un suelo de casualidades. Era mi primer año en Barcelona y en la cola que se formaba para distribuir a los alumnos del mismo curso por aulas mi madre le dijo a la suya que íbamos a ser buenos amigos. Mamá intentaba ayudar, suministrarme una primera amistad a bajo coste, pero sólo me senté en el mismo pupitre que él porque el profesor que nos tocó prefería distribuirnos por estatura antes que alfabéticamente. Menudo tío el padre Manteca, sabía cuándo te estabas riendo por dentro, como si pudiese atravesar con la mirada la pared craneal y contemplar el desplazamiento de las palabras en la mente. Solía decirme que nunca llegaría a nada y hubo un periodo de mi juventud que me hubiese gustado buscarle y arrojarle un informe sobre mis logros sentimentales a la cara, pero el hombre estará criando malvas, hay que ver cómo les ha dado por morirse a todos los que tenían cincuenta años cuando éramos niños, y ya me dirás de qué iba a vacilarle ahora. También por la altura nos reclutaron para el equipo de baloncesto, y tres días a la semana, después de entrenar y ducharnos, volvíamos juntos a casa mientras nuestras madres parloteaban de los inimaginables asuntos femeninos, y si había suerte nos compraban barcas recubiertas de crema coronada con una cereza glasé. Y como le ayudaba con los ejercicios de matemáticas, y él dejaba en un estado pasable las láminas de dibujo técnico, los compañeros y los profesores se figuraban que éramos más amigos de lo que éramos. En realidad me alejaba de él a la primera oportunidad. Yo era un muchacho vigoroso, un nervio, la clase de adolescente dorado que sólo sabe caer de pie, mientras que él era, bueno, él era demasiado flaco y esquinado, no estoy seguro de que disfrutase de un motor propio, parecía alimentarse de la energía sobrante de otro corazón que había ingresado en el mundo rebosante de jugos vitales. Era de locos que las jerarquías celestes le hubiesen entregado una vida entera a un ánimo así. Si lo piensas bien la casa de nuestra amistad estaba edificada con los materiales suministrados por la cabezonería de mi madre, los escrúpulos visuales de Manteca y un deporte que privilegia los centímetros: una choza de paja y cañas. No sé cómo puede extrañarle a nadie que el viento de los años se la llevase por delante.

Y aquí tienes mi segundo motivo: cuando le di mi teléfono móvil estaba tan decaído que me hubiese arrojado a una fosa si los sepultureros me llegan a garantizar por escrito algo de intercambio humano; pero no te relamas, a tu vergonzosa huida se le había añadido otro lastre, mi estupenda salud empezaba a desfondarse.

Al clima de Barcelona se le había colado un día medio siberiano, bajaba andando la calle Muntaner, demasiado enfurecido para encerrarme en un taxi; venía de visitar a mamá, y si pedir dinero prestado cumplidos los cuarenta ya es más denigrante que a los veinte (es más difícil convencerte de que se trata de una situación provisional, que irá a mejor), te aseguro que es todavía peor si te dan largas. Encontré a mi madre más animada de lo normal, los motivos que deslizó para justificar su repentina euforia (aquel grupo de amigos septuagenarios), que debieron alegrarme, me sorprendieron, pero no les dediqué un solo segundo, ocupado como estaba en rumiar sobre su negativa a avanzarme la cantidad que necesitaba para no descender un escalón (otro) en la escala adquisitiva.

–Lo hablamos dentro de dos semanas, seguro que tendré noticias.

Llamé a mi hermana, saltaba un buzón que no me permitió dejar un solo mensaje, telefoneé seis veces, me cobró cada intento. No llevaba guantes ni bufanda y entré en uno de esos colmados paquistaníes o brahmanes que no pagan impuestos y que serán la única clase de comercio que se sostendrá cuando la crisis anunciada devore las tiendas de filatelia, las librerías, los sastres y las buenas licorerías. Tú igual te fugas con un sirio pero a mí me tocará ver cómo el variado paisaje comercial del Eixample se simplifica en una batería de dispensarios de yuca, hoteles, outlets, chinos vendiendo al por mayor y locutorios con su olor a pies. Compré una bolsa grande de patatas fritas, casolanes, 2,35 euros, mi coartada es que me convenía una descarga de dosis energética, rebusqué en los bolsillos, no quería cambiar mi billete de 50.

La fabulosa capacidad de impregnación del aceite me animó a llegar a casa, que, como bien supondrás, ya no es el coqueto piso de Diagonal Mar que sin ti no puedo permitirme, sino una caja de cerillas con el techo bajo incrustado en una finca sin ascensor, sin calefacción, al que me trasladé porque el casero (un amigo que Bicente conoció en rehabilitación) me concedió tres meses para ir ingresando un depósito (1.200 euros) que vence la semana que viene, porque me quedé prendado como un idiota de las resonancias que desprende la palabra ático, pese a que está orientado al interior y las ventanas del salón ofrecen vistas a una callejuela donde destacan dos contenedores y las fosforescencias de la sauna Adán, cuya temática básica te dejaré imaginar a ti sola.

Rocafort queda a media hora del corazón acelerado del Gayxample, la especie predominante por aquí es la vieja con perro asqueroso que si no te cambias de acera te lame las perneras y los zapatos, pero el Adán está cada viernes hasta la bandera, no puede aspirar a las luminarias bujarronas que desembocan del norte d

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