Un holograma para el rey

Dave Eggers

Fragmento

cap-2

1

Alan Clay se despertó en Yida, Arabia Saudí. Era el 30 de mayo de 2010. Se había pasado dos días en aviones para llegar hasta allí.

En Nairobi había conocido a una mujer. Estaban sentados juntos mientras esperaban sus vuelos. Era alta, curvilínea, con unos pendientes de oro minúsculos. Tenía la piel rubicunda y la voz cantarina. A Alan le gustó más que muchas de las personas de su vida, de las personas a las que veía a diario. Dijo que vivía en el norte del estado de Nueva York. No lejos del hogar de Alan a las afueras de Boston.

Si se hubiera atrevido, habría encontrado la manera de pasar más tiempo con ella. Pero, en su defecto, cogió el avión y voló a Riad, y luego a Yida. Un hombre lo recogió en el aeropuerto y lo llevó en coche al Hilton.

Alan entró con un clic en la habitación del Hilton a la 1.12. Rápidamente se dispuso a acostarse. Necesitaba dormir. Tenía que viajar una hora en dirección norte a las siete para llegar a las ocho en punto a la Ciudad Económica Rey Abdalá, la KAEC. Allí montaría con su equipo un sistema de teleconferencias holográfico y esperarían para mostrárselo al monarca. Si impresionaban a Abdalá, el rey encargaría a Reliant las tecnologías de la información de toda la ciudad, y la comisión de Alan, que estaría en las seis cifras, resolvería todos sus problemas.

De modo que tenía que estar descansado. Preparado. Pero en lugar de descansar, se pasó cuatro horas despierto en la cama.

Pensó en su hija Kit, que iba a la universidad, a una universidad muy buena y muy cara. Alan no tenía dinero para pagar la matrícula de otoño. No podía pagar la matrícula porque había tomado una serie de decisiones insensatas en la vida. No había planificado bien las cosas. No había tenido el coraje que hacía falta.

Había tomado decisiones cortas de miras.

Sus compañeros habían tomado decisiones cortas de miras.

Esas decisiones habían sido insensatas e interesadas.

Pero entonces no sabía que sus decisiones eran cortas de miras, insensatas e interesadas. Alan y sus compañeros no sabían que estaban tomando decisiones que los dejarían, que dejarían a Alan, en su actual estado: prácticamente arruinado, al borde del desempleo, propietario de una consultora unipersonal que dirigía desde un despacho en su casa.

Estaba divorciado de la madre de Kit, Ruby. Ya llevaban más tiempo separados del que habían estado juntos. Ruby era una mosca cojonera que ahora vivía en California y no aportaba nada a las finanzas de Kit. La universidad es problema tuyo, le dijo Ruby. Afróntalo como un hombre.

Ahora Kit no iría a la universidad en otoño. Alan había puesto la casa en venta, pero todavía no la había vendido. No le quedaba otra opción. Debía dinero a mucha gente, incluidos dieciocho mil dólares a un par de diseñadores de bicicletas que le habían construido un prototipo para una bici nueva que pensaba fabricar en la zona de Boston. Por ese asunto le llamaron idiota. Debía dinero a Jim Wong, que le había prestado cuarenta y cinco mil dólares para los materiales y el primer y último mes de alquiler de una nave. Debía otros sesenta y cinco mil dólares más o menos a media docena de amigos y futuros socios.

Estaba arruinado. Y cuando comprendió que no podría pagar la matrícula de Kit, era demasiado tarde para solicitar cualquier tipo de ayuda. Demasiado tarde para hacer nada.

¿Era una tragedia que una joven sana como Kit se saltara un semestre de universidad? No, no era una tragedia. La larga y torturada historia del mundo no se percataría de que una joven lista y capaz como Kit se había saltado un semestre de universidad. Kit sobreviviría. No era una tragedia. Ni mucho menos.

Dijeron que lo que le había pasado a Charlie Fallon era una tragedia. Charlie Fallon murió congelado en el lago cercano a la casa de Alan. El lago cercano a la casa de Alan.

Alan pensaba en Charlie Fallon mientras no dormía en la habitación del Hilton de Yida. Aquel día Alan había visto a Charlie entrar en el lago. Alan pasaba con el coche de camino a la cantera. No le había parecido normal que un hombre como Charlie Fallon se metiera en el lago negro y reluciente en septiembre, pero tampoco extraordinario.

Charlie Fallon le había mandado páginas de libros a Alan. Durante dos años. Charlie había descubierto a los trascendentalistas a edad avanzada y se identificaba con ellos. Había visto que la Granja Brook no quedaba lejos de donde vivían Alan y él, y creía que eso significaba algo. Investigó a sus antepasados de Boston con la esperanza de encontrar alguna conexión, pero no encontró ninguna. Con todo, le enviaba páginas a Alan, con pasajes subrayados.

Los mecanismos de una mente privilegiada, pensó Alan. No me mandes más mierdas de esas, le pidió a Charlie. Pero Charlie respondió con una mueca y siguió enviándolas.

De modo que cuando Alan vio a Charlie metiéndose en el lago un sábado a mediodía lo consideró una extensión lógica de su nueva pasión por la tierra. El agua solo le cubría hasta los tobillos cuando Alan pasó de largo aquel día.

cap-3

2

Cuando Alan se despertó en el Hilton de Yida ya llegaba tarde. Eran las 8.15. Se había dormido pasadas las cinco.

Le esperaban en la Ciudad Económica Rey Abdalá a las ocho. Estaba como mínimo a una hora de distancia. Después de ducharse, vestirse y llegar en coche hasta allí, serían las diez. Llegaría dos horas tarde el primer día de trabajo. Era un idiota. Cada día que pasaba era más idiota.

Llamó al móvil de Cayley. Cayley, con voz ronca, contestó. En otra vida, en una vuelta distinta de la rueda de la fortuna donde él era más joven y ella mayor y los dos lo bastante tontos para intentarlo, Cayley y él habrían sido algo terrible.

–¡Hola, Alan! Qué preciosidad de sitio. Bueno, tal vez no sea precioso. Pero tú no estás.

Alan se explicó. No mintió. Ya no tenía ni las fuerzas ni la creatividad para ello.

–Bueno, no te preocupes –respondió Cayley con una risita. Su voz insinuaba la posibilidad, celebraba la existencia de una vida fantástica de sensualidad duradera–. Todavía estamos montando. Pero tendrás que conseguir un coche. ¿Alguien sabe cómo alquilar un coche?

Parecía estar chillando al resto del equipo. El espacio sonaba cavernoso. Alan imaginó un lugar oscuro y vacío, tres jóvenes esperando con velas en las manos a que él les llevara la linterna.

–No puede alquilar un coche –dijo Cayley a los otros. Y luego a él–: ¿Podrás alquilar un coche, Alan?

–Ya me las apañaré.

Alan llamó a recepción.

–Hola. Soy Alan Clay. ¿Cómo se llama?

Preguntaba los nombres. Era un hábito que le había pegado Joe Trivole en la época de Fuller Brush. Preguntar los nombres, repetirlos. Si te acuerdas del nombre de la gente, la gente se acuerda de ti.

El recepcioni

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